BEIJING (AP) — En lo que respecta a garantizar la seguridad del régimen, los gobernantes del Partido Comunista de China no escatiman.
La magnitud de ese gasto pródigo fue patente cuando las manifestaciones callejeras más audaces en décadas se desataron en Beijing y otras ciudades, impulsadas por el enojo ante las rígidas y aparentemente interminables restricciones para combatir al COVID-19.
El gobierno lleva décadas preparándose para ese tipo de desafíos, instalando la maquinaria necesaria con el fin de aplastar sublevaciones en gran escala.
Luego de una respuesta inicial moderada, en la que personal de seguridad utilizó aerosol irritante y gas lacrimógeno, la policía y fuerzas paramilitares inundaron las calles de las ciudades con jeeps, camionetas y automóviles blindados en una demostración masiva de fuerza.
Los agentes se dispersaron, verificando identificaciones y revisando celulares en busca de fotos, mensajes o aplicaciones prohibidas que pudiesen mostrar participación en las protestas o incluso sólo simpatía por ellas.
Un número desconocido de personas fueron detenidas y se desconoce si algunas enfrentarán cargos. La mayor parte de los manifestantes estaban enojados por la política de “cero COVID” que intenta erradicar el virus por medio de confinamientos generalizados, restricciones a los viajes y pruebas diagnósticas incesantes. Pero algunos exigieron que el partido y su líder Xi Jinping renuncien, palabras que el partido considera subversivas y que se castigan con años de cárcel.
Aunque a una escala mucho menor, las protestas fueron las más significativas desde el movimiento prodemocrático encabezado por estudiantes de 1989 centrado en la Plaza Tiananmen de Beijing, que el régimen aún considera su mayor crisis existencial. El gobierno y los manifestantes se encontraban en un impasse, y ante ello el Ejército de Liberación del Pueblo aplastó las protestas con tanques y soldados, matando a cientos de personas, posiblemente miles.
Tras la represión de Tiananmen, el partido invirtió en medios para hacer frente a disturbios sin tener que recurrir de inmediato al uso de la fuerza letal.
Durante una ola de disidencia por parte de trabajadores desempleados a fines de la década de 1990 y en los primeros años de la de 2000, las autoridades pusieron a prueba esa estrategia, enfocándose en prevenir que los organizadores en distintas ciudades se vincularan y arrestando a los líderes, a la vez que permitían que los manifestantes en general quedaran libres, ilesos en gran medida.
En ocasiones han sido tomados por sorpresa. En 1999, miembros de la secta de meditación Falun Gong, cuyo número de miembros rivalizaba en tamaño con el partido, rodeó el edificio central del gobierno en una muestra de desafío que el entonces líder Jiang Zemin consideró una afrenta personal.
A ello siguió una dura represión. Los líderes de la secta recibieron largas sentencias de cárcel, y los miembros fueron sujetos a hostigamiento y en ocasiones enviados a centros de reeducación.
En 2008, el gobierno respondió con fuerza abrumadora cuando se desataron disturbios antigubernamentales en Lhasa, la capital del Tíbet, y la agitación se extendió a través de regiones tibetanas del oeste de China.
Al año siguiente, una represión policial contra protestas por integrantes de la minoría islámica uigur en Urumqi, la capital de la región noroccidental de Xinjiang, derivó en enfrentamientos sangrientos en los que murieron al menos 197 personas, la mayoría civiles chinos de la etnia han.
En ambos casos, las fuerzas gubernamentales le dispararon a multitudes, hicieron registros puerta por puerta y detuvieron a un número desconocido de sospechosos que fueron sentenciados a largas condenas de cárcel o de los que simplemente no se volvió a saber nada. Millones de personas fueron internadas en campamentos, colocadas bajo vigilancia y se les prohibió viajar.
China ha logrado reunir esos recursos gracias a un presupuesto masivo de seguridad interna que presuntamente se ha triplicado durante la última década, superando al de la defensa nacional. Xinjiang por sí solo recibió un incremento de gastos en seguridad interna durante los primeros años de la década de 2000, según cálculos occidentales.
La cifra publicada para la seguridad interna excedió al presupuesto de defensa por primera vez en 2010. Para 2013, China dejó de proporcionar un desglose de los gastos. El centro de investigación estadounidense Jamestown Foundation calculó que el gasto en seguridad interna ya había alcanzado el 113% del gasto en defensa para 2016. Los incrementos anuales eran aproximadamente del doble que los de defensa nacional en términos porcentuales y ambos crecieron mucho más rápido que la economía.
Existe un amplio sistema menos visible, pero igual de intimidante para monitorear el contenido en línea en busca de mensajes opuestos al gobierno, noticias e imágenes no autorizadas. Los censores gubernamentales trabajan intensamente para borrar esos elementos. Por su parte, equipos de propaganda inundan el internet con mensajes en pro del partido.
Detrás de la represión está un sistema jurídico hecho a la medida para servir al Estado unipartidista. China es una nación gobernada por la ley, en lugar de estar gobernada por el estado de derecho. Las leyes son lo suficientemente maleables para poner tras las rejas a cualquiera a quien las autoridades le hayan echado el ojo, amparándose en cualquier número de cargos vagos.
Esos van desde simplemente “esparcir rumores en línea”, rastreados a través de publicaciones en redes sociales, hasta el de “buscar pleitos y provocar problemas”, términos que en su vaguedad abarcan gran cantidad de actividades y que se castigan hasta con cinco años de cárcel.
Con frecuencia se aplican los cargos de “subvertir el poder del Estado” o el de “incitación para subvertir el poder del Estado”, requiriendo pocas pruebas más allá de evidencia de que el acusado expresó una actitud crítica hacia el partido-Estado. A menudo a los acusados se les niega el derecho a contratar a sus propios abogados. Pueden pasar años antes de que los casos lleguen a los tribunales y casi siempre derivan en declaraciones de culpabilidad.
En un elemento disuasivo adicional a rebelarse, frecuentemente la gente liberada de la prisión enfrenta años de monitoreo y hostigamiento que pueden arruinar carreras y destruir familias.
Los gastos masivos y la amplia red de seguridad interna dejan al país bien preparado para reprimir a la disidencia. Además, ello deja entrever que “la situación interna de China es mucho menos estable que lo que su gobierno quisiera que el mundo crea”, escribió Dean Cheng de la Heritage Foundation, experto en política del país asiático, en el sitio web del centro conservador de investigación con sede en Washington, D.C. Se desconoce qué tan sostenible es, señaló.
“Esto podría tener el efecto de modificar las prioridades chinas o crear mayores tensiones entre ellas”, agregó.