Era una mañana de octubre de 1997 en la Bolsa de Valores de Nueva York, en la que el poderoso líder del Partido Comunista Chino y del gobierno, Jiang Zemin, tocó la campana de apertura de operaciones. ”¡Buenos días!”, afirmó sonriendo. ”¡Les deseo buenos negocios!”.
El espectáculo de presenciar al presidente de China sonriendo y saludando a la gente en el corazón mismo del capitalismo, apenas ocho años después de la represión de manifestantes prodemocráticos en la Plaza de Tiananmen, parecía a la vez encantador y muy, muy extraño.
Es una imagen que retrató por completo a Jiang, quien falleció el miércoles a los 96 años, una generación luego de su gobierno y dos presidentes chinos después. Deja atrás una China muy diferente a la que él trató de moldear. Ahora es efectivamente una nación de Xi Jinping, sumida en protestas extraordinarias contra los encierros “cero COVID”, que llevaron a la gente a tomar las calles de Beijing y Shanghái para exigir el fin del gobierno de Xi y del Partido Comunista.
El deceso de Jiang, justo en medio de las manifestaciones más visibles desde el derramamiento de sangre de 1989 en la plaza de Tiananmen, ilustra cuánto ha cambiado China entre la nación que era a finales de la década de 1990 y principios de la de 2000, cuando Jiang estaba en el apogeo de su gobierno, y la potencia económica que es ahora.
En este micromomento de la historia china, Xi acaba de orquestar hace apenas unas semanas un tercer mandato de cinco años como secretario general del Partido Comunista. El martes, su gobierno prometió “tomar medidas enérgicas contra las actividades de infiltración y sabotaje por parte de fuerzas hostiles”, aludiendo a las multitudes que han protestado en las principales ciudades chinas contra los confinamientos ordenados por las autoridades para combatir el COVID-19, entre otras cosas.
Jiang, exalcalde de Shanghái y exdirector de una fábrica de jabón, fue designado por el líder supremo Deng Xiaoping —el artífice de la “reforma y apertura” de la China posterior a Mao— como secretario general tres semanas después de la sangrienta represión de la plaza de Tiananmen, en la que murieron cientos de personas, quizás miles.
En los años siguientes, Jiang ayudó a sacar a la nación del aislamiento resultante de las acciones de China durante esa saga sangrienta. Al hacerlo, se esforzó por presentarse al mundo como un bon vivant sonriente al que le gustaba tocar el piano, cantar y encontrar puntos de contacto personales con los líderes de otras naciones, en contraste con los tecnócratas generalmente severos que lo rodeaban.
Sin embargo, Jiang no se dejaba intimidar. Era un profesional de la política y esa personalidad cautivadora se calibró meticulosamente para reflejar las ambiciones de su nación del momento: no sólo su regreso desde los territorios diplomáticos, sino también su deseo de sentarse de igual a igual en la mesa de las naciones, para guiar un traspaso pacífico de Hong Kong a China, para unirse a la Organización Mundial de Comercio y asegurar para Beijing los Juegos Olímpicos de Verano de 2008.
Por el contrario, China hoy en día —alentada en gran medida por el propio Xi— ofrece una presencia robusta en el escenario mundial, a veces arrogante. Quizás incluso más que hace una generación, es una China que ahora se eriza ante cualquier indicio de que los fantasmas de las políticas de “contención” de los países occidentales durante de la Guerra Fría puedan estar volviendo para hacer de las suyas.
“Entonces había la sensación de que había más apertura hacia China en la década posterior a Tiananmen de la década de 1990. Desde entonces, está claro que China se ha movido en una dirección en la que el control político es más fuerte de arriba hacia abajo”, opina Rana Mitter, profesora de Historia y Política de la China Moderna en la Universidad de Oxford.
La era de la política china de Jiang, anterior a las redes sociales, fue parte de un período en el que el liderazgo autoritario parecía dispuesto a “incorporar cierto espacio en los bordes” en cuanto a la libertad de expresión, agrega Mitter.
Eso quedó atrás, como indican las respuestas de Beijing a las manifestaciones de esta semana.
“Parece haber desaparecido la idea de que existía un camino alternativo relativamente un poco más flexible dentro del autoritarismo chino, al menos para esta generación”, agrega Mitter.
Aunque instructiva, la comparación de dos eras alcanza sólo hasta cierto punto. Según muchos estándares, Jiang no era un líder permisivo. Tomó medidas enérgicas contra el movimiento espiritual Falun Gong, mantuvo controles estrictos sobre la expresión y se encargó de que todo tipo de activistas —por los derechos humanos, los derechos laborales y la democracia en general— fueran encarcelados.
Después de todo, él estaba al frente del partido gobernante en un país de un solo partido y Deng lo había instalado en uno de los momentos más difíciles de la nación, con el mandato de volver a encarrilar las cosas. También tenía una motivación poderosa: el predecesor de Jiang como secretario general del partido, Zhao Ziyang, se hizo famoso en todo el mundo al conversar abiertamente con los manifestantes antes de la represión. Luego fue purgado y puesto bajo arresto domiciliario durante años.
Sin embargo, comparar la China de hoy con la era de Jiang ofrece un recordatorio de una vieja verdad: la personalidad de un líder y la de su nación siempre están entrelazadas, particularmente cuando el poder está concentrado profundamente en las manos de ese único líder. Desde Mao Zedong hasta Xi Jinping, pasando por Deng Xiaoping y Jiang Zemin, incluso un coloso como China puede verse reflejado en los caprichos y rasgos de la personalidad de quien conduce su destino.
Justo antes de la visita a la Bolsa de Valores de Nueva York en 1997, uno de los ayudantes de Jiang acorraló a los reporteros durante un desayuno con el expresidente George H.W. Bush en el Hotel Waldorf-Astoria. El ayudante, que hablaba inglés, señaló a Jiang mientras conversaba con Bush y dijo algo como: “¿Lo ven? Es alguien normal”.
Hoy, 25 años después, en una era diferente con una China muy diferente, es difícil imaginar que alguno de los asesores de Xi Jinping quiera transmitir algo así a alguien, y mucho menos que se atreva a hacerlo.
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La periodista de The Associated Press Danica Kirka en Londres contribuyó para este reportaje.
Ted Anthony, director de nueva narrativa y redacción innovadora en The Associated Press, fue corresponsal y jefe de redacción en China de 2001 a 2004 y director de noticias de Asia-Pacífico de 2014 a 2018. Anthony está en: http://twitter.com/anthonyted