La casa de campo con tejado de paja está idílicamente enclavada entre montañas boscosas y campos de arroz. Está hecha de vigas de madera centenarias y a primera vista recuerda un poco a las casas de entramado de madera alemanas. "Gracias a la arquitectura tradicional de Japón, casas como ésta pueden incluso resistir terremotos. Es un arte que solo unos pocos carpinteros dominan y único en el mundo", señala con entusiasmo el arquitecto germano Karl Bengs. Y para que este arte, que no requiere clavos ni tornillos, no se extinga, el berlinés de 79 años se ha dedicado a "reciclar" las "kominka" en su país de adopción, Japón. "Ko" significa "viejo", minka "casa de campo". Las viviendas están fabricadas casi por completo en madera, con lo que Bengs llama "las mejores técnicas de carpintería del mundo". Hasta hace poco se consideraban en su mayoría chatarra, pero ahora están experimentando un auge. Para las generaciones que crecieron durante el rápido desarrollo económico de Japón después de 1945, las casas de madera, algunas de ellas centenarias, parecían pobres, incómodas e incivilizadas. "Durante décadas me pregunté por qué los japoneses se deshacen de esta arquitectura única, de estas joyas, y levantan estas nuevas casas prefabricadas", destaca Bengs y precisa que "desgraciadamente, Japón no tiene protección del patrimonio". A diferencia de la kominka, las casas prefabricadas solo tienen una vida útil de 30 años como máximo. No vale la pena renovarlas y deben ser demolidas. Sin embargo, muchos japoneses ya no se lo pueden permitir. Por lo tanto, se queja Bengs, el paisaje tiene hoy en día un aspecto feo. A esto hay que añadir el rápido envejecimiento de la sociedad japonesa, lo que conlleva a la extinción de regiones enteras. El país cuenta ya con unos once millones de "akiya", casas vacías. Según las previsiones, es probable que su número se duplique en los próximos diez años. Cientos de miles de estas casas abandonadas son kominka. El arquitecto cuenta que ahora, de repente, crece el interés por estas casas de campo envejecidas, tan despreciadas. Desde 1993, él y su esposa Cristina viven en Taketokoro, un pequeño pueblo en la prefectura de Niigata, a dos horas en tren de la metrópoli de hormigón Tokio. El matrimonio vive en una kominka renovada por Bengs al borde de un bosque, que recuerda a la idílica película de animación japonesa "tonari no totoro", del director Hayao Miyazaki. Desde entonces, Bengs restauró un sinnúmero de casas en Taketokoro, que se encontraba en peligro de extinción. La arquitectura combina la tradición japonesa con las comodidades europeas, lo que contribuyó a que el pueblo atraiga una afluencia inesperada de posibles compradores. Suelen ser jóvenes japoneses que quieren abandonar las ciudades más pobladas de Japón y trasladarse al campo, extranjeros en busca de viviendas románticas e incluso inversores inmobiliarios que cada vez se fijan más en las kominka para restaurarlas como viviendas privadas, estudios de artistas, alojamientos Airbnb y restaurantes. En la búsqueda de kominkas abandonadas, Bengs recibe la ayuda de un amigo experto en demoliciones. Tan solo en Niigata siguen existiendo miles de estas casas, pero a menudo en un estado lamentable. En el transcurso del éxodo rural, los precios de las viviendas bajaron tanto que Bengs pudo adquirirlas a un precio bajo. "Las casas me dan pena", asegura el arquitecto, cuya principal preocupación es conservar las estructuras antiguas. Para ello, primero se desmonta la casa hasta las vigas de soporte. Lo que sucede después es un gran arte de la construcción: cada viga de carga recibe un número, y esto se debe a que las maderas están unidas entre sí por espigas, que encajan con una precisión milimétrica. La madera se curva de forma diferente y tiene distintos grosores. Todo esto es importante para la estática, que no se determina mediante un ordenador, sino que se basa en los conocimientos y las habilidades de los artesanos. Este conocimiento también es necesario para poder desmontar las vigas y reconstruirlas en otro lugar. Bengs explica que gracias a su estática especial, las kominka pueden resistir los terremotos tan bien como las estructuras modernas de acero y hormigón, porque las vigas entrelazadas pueden reaccionar con flexibilidad al movimiento. En Niigata, los andamios de madera también están adaptados a las enormes masas de nieve, y en Kyushu, en el suroeste de Japón, a los tifones. "Cada rincón tiene prácticamente su propia cultura de la construcción", afirma el arquitecto con entusiasmo. Utilizando las maderas originales y teniendo en cuenta las normas de construcción modernas, el alemán crea entonces algo nuevo que satisface las más altas exigencias actuales de confort de los japoneses: desde cocinas y baños modernos hasta aire acondicionado y, si se desea, calefacción por suelo radiante. Al mismo tiempo, no todo en las casas de Bengs es japonés. Las ventanas y los marcos, por ejemplo, son de fabricación alemana por su buen aislamiento. Para el tejado de una casa en su pueblo de Taketokoro, que un empresario de Tokio había comprado como residencia de ancianos, utilizó incluso pizarras de la región de Eifel, en el oeste de Alemania. El diseñador lamenta que en las universidades del país no se enseña a los estudiantes de arquitectura el antiguo arte de la construcción. "Razón de más para que cuente a los japoneses la belleza de este oficio y los convenza de la necesidad de preservar esta tradición", destaca. Así, le dio a uno de sus artesanos la idea de utilizar también las antiguas técnicas de construcción cuando se construyeran casas con madera nueva. "Japón tiene un gran potencial", señala el alemán, que llegó por primera vez a Japón en barco en 1966 y se quedó inicialmente siete años. Ya entonces le entusiasmaba el país oriental, lo que, aparte de su interés por las artes marciales judo y karate, se remonta a su padre, un coleccionista de libros sobre Japón. Entre ellos, un libro del arquitecto alemán Bruno Taut (1880-1938), en el que se deshacía en elogios hacia la arquitectura antigua de Japón. Hoy está enmarcado en la oficina de Bengs, una kominka. dpa