Nala Hassan espera pacientemente en el patio de la clínica materno-infantil de Bardalle, en Baidoa, en el suroeste de Somalia. Bajo un manto sostiene en brazos a su pequeño hijo Rachid, que no deja de llorar. La joven somalí acerca a su bebé de nueve meses al pecho, pero la mujer, visiblemente demacrada, no tiene más leche. "Cada vez está más débil", dice preocupada mientras intenta calmar al pequeño. Hace una semana, Nala llegó desde su pueblo natal en el suroeste de Somalia a la ciudad de Baidoa. La joven madre se sumó a muchas otras personas que debieron huir de su pueblo después de que se agotaran los suministros y se muriera de hambre el ganado debido a la sequía. Hace cuatro años que prácticamente no llueve en el Cuerno de África. A primera hora de la mañana, el patio de la clínica ya está lleno de mujeres con sus bebés y niños pequeños. "Cada día hay más", señala Mohamednur Abdiraman, de la organización de ayuda "Save the Children", que apoya al hospital. Para los médicos y el personal del nosocomio, la carrera contrarreloj para salvar la vida de los niños comenzó hace semanas y, poco a poco, la situación se vuelve dramática. Solo en esta clínica, murieron en mayo once niños desnutridos. Una fiebre o una diarrea pueden tener consecuencias fatales con un estado de salud tan frágil. En junio, el número de niños que no pudieron salvarse ya había aumentado a 18, y nadie se atreve a calcular cuántos menores murieron en el camino o en sus pueblos de origen, o cuántos morirán aún. Baidoa es solo uno de los muchos lugares en los países del Cuerno de África donde la población lucha contra las consecuencias de la peor sequía de los últimos 40 años. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), más de 80 millones de personas no tienen suficiente alimento en Etiopía, Somalia y el norte de Kenia. La desnutrición está aumentando de forma dramática entre los más pequeños y vulnerables. El hecho de que desde hace meses no puedan enviar granos para la ayuda de emergencia debido a la guerra en Ucrania agravó aún más la situación. Sin embargo, la guerra en Ucrania también pone en riesgo las donaciones. Por el momento, la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU (OCHA) no consiguió ni siquiera el 30 por ciento de la financiación necesaria para Somalia. Pocas veces se han visto las organizaciones de ayuda de emergencia tan desamparadas. La mayoría de los niños que se encuentran en el patio de la clínica están muy callados y demasiado débiles incluso para llorar. También Rachid, que aún no pudo satisfacer su hambre, yace apáticamente en el brazo de su madre, y solo patalea y llora en señal de protesta cuando un médico pone una cinta métrica alrededor su frágil y delgado brazo. La cinta que recibe Rachid muestra un color rojo intenso e indica la forma más crítica de desnutrición, lo que también se confirma tras la medición y el pesaje. Con un peso de 4,1 kilos, el niño es demasiado pequeño para su edad. "Entre seis y ocho kilos sería lo normal", señala la enfermera, que anota las medidas del pequeño en un formulario. Un médico deriva a Rachid al Centro de Estabilización Sahal Macalin, donde son atendidos los niños gravemente desnutridos. El estado del niño es tan grave que no se puede perder tiempo. Nala recibe inmediatamente un paquete de pasta de nueces y utiliza su dedo para introducir el contenido rico en nutrientes en la boca de su hijo. El pequeño traga con avidez y, al menos por el momento, recibe tratamiento. Pero aún le queda un largo camino por recorrer. "Desde mayo, tuvimos un fuerte aumento de niños gravemente desnutridos", destaca Ismail Ah, jefe de administración de la clínica. El hospital tiene 110 camas y ya llegó a su límite porque tiene que atender a 130 menores, algunos de los cuales luchan desde hace semanas por sobrevivir. Entretanto, se instalaron tiendas de campaña para aumentar la capacidad a 160 niños. ¿Pero será suficiente esta capacidad adicional teniendo en cuenta que cada vez hay más víctimas de la sequía en Baidoa? Habiba Ali está sentada junto a su hija en la cama del hospital y le sonríe a la pequeña, que al igual que Rachid parece muy frágil. La cama está cubierta con un mosquitero. "Llegamos aquí anteayer y está un poco mejor", cuenta la joven madre. "Un hijo mío murió de hambre y no quiero volver a pasar por eso", señala, mientras acaricia la cabecita de la niña. Su hijo de dos años murió por inanición y esa fue la razón por la que dejó su pueblo natal y decidió venir a Baidoa. Caminó durante varios días entre ganado muerto, aldeas abandonadas y campos donde solo se pueden cosechar piedras y espinas. Waris Abdi, de 60 años, también se preocupa por la vida de su nieto Mohamed, de dos años, que yace apáticamente en sus brazos. Sus ojos parecen enormes. "Espero que aquí le ayuden", dice la abuela con preocupación. "Tengo miedo de que muera", agrega. La mujer llegó a Baidoia tras una huida agotadora y peligrosa, porque su ciudad natal, a 70 kilómetros, se encuentra en una zona donde manda la milicia radical islámica Al-Shabaab. "Allí nos están asediando. Incluso si no fuera por la sequía, nos impedirían cultivar nuestros campos", destaca Waris. Durante tres días caminaron hacia Baidoa, al principio solo de noche y siempre con el temor de encontrarse con los combatientes radicales que quieren establecer un estado islámico. Waris es una de los pocos refugiados derivados de la sequía que se atreven a hablar sobre Al-Shabaab. La mayoría de las personas prefiere no hablar por miedo a las milicias, que tienen posiciones incluso a solo 15 kilómetros de Baidoa. El Gobierno somalí controla principalmente las ciudades, pero en el campo rige la ley de Al-Shabaab, que en el pasado también negó repetidamente el acceso a los trabajadores humanitarios. "No les importa el sufrimiento de la gente", asegura un trabajador de la clínica. "Cualquiera que no quiera luchar con ellos, es un enemigo", agrega. dpa