Tenía 11 años, la visita de Nixon a China le cambió la vida

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BEIJING (AP) — Todas las tardes, tras el receso del mediodía, nos reuníamos en el salón de música en la Escuela Primaria Fangcaodi. El maestro repartía hojas con letras de canciones mimeografiadas en pulpa de papel. Bien erguidos, entonábamos emocionantes temas con... propaganda comunista. No hay otra forma de describirlos.

“Somos todos buenos tiradores. Cada bala aniquila a un enemigo”.

“Le agradecemos al querido presidente Mao por construir nuestra hermosa escuela”.

“Obrero, campesino, soldado... ¡Únamonos y rebelémonos!”.

Corría el otoño de 1979 y yo tenía 11 años. Tres meses atrás, había ido al estadio Three Rivers de Pittsburgh a ver el inicio de una campaña en la que los Piratas ganarían la Serie Mundial de béisbol, una victoria que no pude ver. Era un chico de los suburbios que solo quería estar con sus amigos.

Repentinamente, sin embargo, me encontré en el corazón de lo que en mi país le decían “la China Roja”. Yo no entendía bien la trascendencia del momento, pero fuimos una de las primeras familias estadounidenses que se instalaron en China poco después de que Beijing normalizó sus relaciones con Estados Unidos.

Eso se lo debo agradecer a Richard Nixon.

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Nixon visitó a Mao Zedong en Beijing hace 50 años (a fines de febrero de 1972), cuando ambos gobernaban sus países. Nixon afirmó por entonces que esa semana había “cambiado el mundo”.

Siete años después, el 1ro de enero de 1979, ese paso dio lugar a la histórica reanudación de relaciones diplomáticas, sellada por Jimmy Carter y el entonces vicepresidente chino Den Xiaoping. Deng no era todavía el “líder supremo” que llegó a ser, pero ya tenía un nuevo proyecto reformista que permitió incorporar aspectos del capitalismo al sistema comunista y que explica cómo fue que yo llegué a China a los 11 años.

Cuando China les abrió las puertas a los estadounidenses, muchos jóvenes vinieron a enseñar inglés. Pocos, no obstante, estaban capacitados para hacerlo, por más de que hablasen el idioma. Por ello, el ministerio de educación chino reclutó profesores de idiomas como mis padres para que formasen profesores de inglés chinos.

Fue así que a mediados de julio de 1979 pasamos a ser parte de uno de los primeros contingentes de familias estadounidenses que se trasladaron a China.

Mis padres fueron catalogados como “expertos extranjeros” y firmaron contratos por un año para trabajar en el Instituto de Lenguas Extranjeras Número 1 de Beijing.

Nos instalamos en el Hotel de la Amistad, un hermoso complejo en un sector bucólico al noroeste de Beijing, construido en la década de 1950 para alojar a asesores soviéticos. Era una pequeña ciudad, con peluqueros, un carnicero, una sala de cine y una enorme piscina con una plataforma de 10 metros. Hacíamos prácticamente lo que queríamos.

Un día, en el “club internacional” donde mis padres bebían cerveza Wuxing con sus amigos, circuló un rumor. La televisión china iba a transmitir su primer programa estadounidense y el club era el único sitio del complejo con un televisor.

A la semana siguiente nos congregamos todos frente a la pequeña pantalla y empezó el programa. Se trataba de “The Man From Atlantis”, una mediocre serie de ciencia ficción con Patrick Duffy, que más tarde protagonizaría “Dallas”. Cuesta describir la emoción que sentimos los chicos al ver ese programa de nuestro país.

La mayoría de los chinos que conocimos, desde mis maestros en la escuela Fangcaodi hasta los colegas de mis padres y la gente que frecuentamos después de aprender la lengua, estaba fascinada con Estados Unidos y sabía poco de su gente. Les encantaba oír hablar del béisbol, de McDonald’s (que llegaría a China 12 años después) y de algo que asombraba a todos en este país de bicicletas: Buena parte de los estadounidenses tenían un auto propio.

No todos estaban cautivados con Estados Unidos, o al menos con sus líderes. Después de todo, China venía de soportar la traumática Revolución Cultural, que propagó la idea de que los estadounidenses eran lacayos capitalistas burgueses. En todo Beijing se veían carteles rojos con pensamientos de Mao.

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Hoy la China de 1979 me parece un montaje de viejas imágenes que se repiten en mi mente. Ancianos que venden semillas de girasol asadas, que olían como el carbón ardiente cuyo aroma llenaba el aire en el invierno. Muchachas vendiendo paletas desde congeladoras rodantes. Mi escuela, con chicos de distintas culturas --de Birmania, Uganda, Rodesia e incluso Corea del Norte-- que aprendían música, matemáticas y artes en chino y que podían comunicarse y jugar solo si aprendían el idioma. Lo aprendimos. Y rápido.

Veo nuestro épico viaje en tren, muy vigilados, cruzando China en febrero de 1980, desde Beijing hasta Sichuan, en el oeste. Regresamos en barco por el río Yangtsé. Pasamos por una ciudad tras otra donde nunca habían visto a personas de Occidente, y mucho menos occidentales que hablaban chino con acento de Beijing. Nos rodeaban de a montones, mirándonos y sonriendo, siempre dispuestos a comunicarse con nosotros al darse cuenta de que hablábamos su lengua y a contarnos acerca de sus vidas. Nos hacían muchas preguntas, generalmente sobre la cámara instamatic que yo llevaba. Si me equivocaba con alguna palabra, enseguida me corregían. Yo era un extranjero, pero también era un niño, después de todo. Aprendí de esos encuentros tanto como en la escuela de Beijing.

Esas imágenes dieron paso en mi mente a otras de la nueva China, una China moderna, acelerada, con una presencia global que se siente en casi todos los rincones de la existencia humana. Tantos años después, esto es lo que quiero que sepan acerca de la vida en China en ese momento que resultó más trascendental de lo que nos imaginamos: Para mí, cambió el significado de lo que es ser estadounidense.

Antes de que los humanos pudiesen llevar teléfonos en sus bolsillos, era raro ver a tu país desde adentro mirando hacia afuera y desde afuera mirando hacia adentro. Esa perspectiva, que me dieron de niño tantos chinos, es algo que sigo llevando conmigo.

Mis viajes por China de ese año, y la gente que conocí, me enseñaron cómo escuchar. Los hombres y mujeres que querían saber acerca de la vida en Estados Unidos también me hablaron de sus vidas en China. Y si bien sabía que estaba de paso, viviendo una vida muy diferente, el idioma que repentinamente compartí con ellos me hizo entender que eran un pueblo que no solo había que ver, sino también que escuchar, y, por extensión, que debíamos tratar de comprender. Eso es lo que me hizo volver a China años después.

Un domingo reciente, 43 años después de llegar a China de pequeño y dos décadas después de vivir allí como periodista, cubrí la ceremonia de clausura de los Juegos Olímpicos de Invierno. Durante dos semanas, me movilicé en la “burbuja” del COVID, sin poder ver los sitios que tanto quise de niño. Cené a una cuadra de mi vieja escuela, pero no pude llevar a mis colegas a verla. Sentí los olores del invierno, sin percibir el aroma del carbón. Me sentí triste, pero satisfecho. Esa China ya no existe y la compleja nación que la reemplazó es igualmente fascinante, si no más.

Aún conservo las hojas de pulpa de papel con canciones que trataron de adoctrinarme. Me recuerdan algo que mi madre me dijo hace tiempo: Así como se debe aprender una cultura y respetar sus costumbres cuando vives en otro sitio, también debes dejar algo valioso. De ese modo, la gente que se pregunta “¿cómo son los estadounidenses?”, podrá usarte como referencia.

Por todo esto, y por extraño que parezca, yo, y sospecho que muchos otros chicos que conocí hace mucho tiempo, tenemos una deuda de gratitud con Richard Nixon, que hace 50 años esta semana ayudó a abrir esas puertas.

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Ted Anthony, director de narrativas e innovación noticiosa en The Associated Press, escribe sobre asuntos internacionales desde 1995. Está Twitter como @anthonyted

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