En barcas improvisadas, malgaches avanzan angustiados para ver qué quedó de sus casas y de sus cosechas tras diez días de intensas lluvias que azotaron Madagascar, con el paso de la tormenta tropical Ana.
Al menos 51 personas murieron desde que comenzó el diluvio la noche del 17 de enero en la gran isla del Océano Índico. Unos 130.000 habitantes se vieron afectados, la mayoría de ellos están ahora sin techo.
En este barrio del sur de la capital Antananarivo, pequeños grupos se abren camino a remo entre las lentejas de agua y las plantas flotantes típicas de la isla -llamadas tsifakona-, generalmente utilizadas como alimento para los cerdos.
Las lluvias cesaron desde hace tres días y los habitantes regresan poco a poco. Algunos no quisieron gastar los 300 ariary (0,08 dólares) para el transporte y vuelven a pie, llevando a los niños en brazos en los lugares donde el nivel de agua sigue siendo alto.
Ulrich Tsontsozafy, un militar retirado de 66 años, relata cómo las trombas de agua lo sorprendieron en plena noche. "Me desperté a las 3 de la mañana para ir al baño y descubrí mi casa llena de agua", explica sentado en la parte superior de una pila de sillas de plástico en su sala de estar empapada.
- Plantaciones y casas destruidas -
La tormenta se formó la semana pasada al este de la isla, provocando inundaciones y deslizamientos de tierra.
Después de cruzar Madagascar, Ana se adentró en el canal de Mozambique, azotando también la isla que lleva el mismo nombre y Malawi, cobrándose un total de 90 vidas.
En esta zona pantanosa de la llanura de Betsimitatatra, la gente está acostumbrada a vivir con el agua. Un ingenioso sistema de pontones de madera conecta generalmente las casas entre sí.
Pero la tormenta inundó todo con agua color marrón, que desprende un fuerte olor a florero, y las ratas nadan en la superficie en busca de comida.
"Nuestras plantaciones quedaron destruidas", comenta Tsontsozafy, ocultando mal su emoción. Su esposa, Juliette Etaty, de 65 años, logró salvar algunas bolsas de arroz, guardadas en ollas y algo de ropa, que apila hasta el techo.
En la capital de Madagascar se convirtieron gimnasios y escuelas en refugios de emergencia. Pero ellos no quisieron ir. Por miedo a quedar amontonados y contagiarse el covid-19, y también por miedo a dejar su casa abierta a los cuatro vientos y a los ladrones.
Toky Ny Nosy, de 42 años y desempleada, se refugió en una escuela. No tuvo elección, pensó que su casa se iba a derrumbar bajo el peso de los litros de lluvia. Además, "el agua me impedía respirar bien", explica esta asmática.
Todos los días desde hace casi dos semanas, regresa a su barrio pero "el agua apenas baja", añade adosada contra una pared de ladrillo.
En el patio del establecimiento, convertido en un refugio de emergencia, cientos de familias ven entrar un camión. Trae la cena pero "nunca hay suficiente" para todos, suspira Toky.
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