LA JOYA, Texas, EEUU (AP) — Marely había viajado durante 12 días, haciendo la travesía con su madre desde Centroamérica hasta el corredor de cruces ilegales más transitado de la frontera México-Estados Unidos. Pero cuando la niña salvadoreña de 12 años se subía a una balsa inflable para cruzar el río Grande en Texas en medio de la noche, descubrió que su madre no iría con ella.
La madre le dijo que la quería mucho antes de que la balsa fuese empujada al agua.
“Pensé que ella se había subido, pero no fue así”, le dijo Marely a la Associated Press esta semana, con lágrimas rodando por sus mejillas.
Pero ella no lloró ni les pidió a los contrabandistas que la llevasen de regreso con su madre.
“Yo sabía que ella estaba al otro lado. No había regreso. Ellos nos dijeron que corriésemos, que siguiésemos corriendo”, dijo Marely, que se entregó a los agentes de la Patrulla Fronteriza en La Joya, Texas.
La AP no va a revelar el apellido de la muchacha. Usualmente no publica los nombres de menores sin autorización de los padres. Y la identidad de los padres no fue conseguida.
Cada vez más padres están tomando la dura decisión de separarse de sus niños y enviarlos a Estados Unidos solos. Muchas familias con hijos mayores de seis años han sido expulsadas rápidamente del país bajo una autorización federal relacionada con la pandemia que impide a los migrantes solicitar asilo. Pero ellos saben que el gobierno del presidente Joe Biden está permitiendo que los menores no acompañados se queden en Estados Unidos mientras sus solicitudes son procesadas.
Forzadas a dejar el país, están enviando a sus hijos mayores, como Marely, de regreso solos. Esas separaciones por decisión propia significan que los niños llegan a Estados Unidos confusos y angustiados. Muchos han viajado centenares de kilómetros con sus padres y no entienden por qué no pueden cruzar juntos el último tramo.
Una vez en Estados Unidos, Marely se sumó a dos adolescentes que viajaban sin sus padres y un grupo de familias que escapaban de la pobreza, los estragos de tormentas y la violencia en sus países. Por dos horas, la niña de una aldea en el sur de El Salvador caminó mientras una tormenta amenazaba el valle del Río Grande en Texas, un atareado corredor para cruces fronterizos.
La madre de Marely le hizo aprenderse de memoria el nombre completo y el número telefónico de su abuela en Washington, DC, quien le dijo a la AP que esperaba recibir a su nieta.
Cuando más familias están decidiendo enviar a sus hijos solos, el secretario de Seguridad Nacional Alejandro Mayorkas ha tenido que responder a preguntas de legisladores sobre la posibilidad de que las expulsiones sean una “nueva fuente de separaciones familiares”. Eso sigue a la indignación generalizada sobre la política de “cero tolerancia” del previo presidente Donald Trump que separó familias en la frontera, algunas de las cuales aún no han sido reunidas.
Mayorkas ha defendido las expulsiones familiares aceleradas, diciendo que protegen tanto al público como a los migrantes. Dijo que los funcionarios están escuchando “anecdóticamente” de familias que se separan por voluntad propia y añadió que aproximadamente 40% de los niños no acompañados tienen a un padre o curador legal en Estados Unidos y 50% tienen a otro familiar que se puede hacer cargo de ellos si son dejados en libertad.
Abril fue el segundo mes con más niños no acompañados encontrados en la frontera — 17.171 —, luego del récord de 18.960 en marzo, de acuerdo con la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP).
La semana pasada, agentes de la Guardia Fronteriza encontraron a cinco niñas no acompañadas, con edades de entre 7 años y 11 meses, cerca del pueblo fronterizo de Eagle Pass, en Texas.
Agentes a unos 400 kilómetros (250 millas) al sur en La Joya encontraron el miércoles por la noche a una niña hondureña de 8 años llamada Emely, que había estado caminando en la maleza durante seis horas con un grupo de extraños y había perdido un zapato en el lodo. Ella sollozaba descontroladamente porque perdió el número de su madre, quien según ella la esperaba en estados Unidos, y no sabía dónde vivía.
Emely ha perdido de vista a otro migrante que tenía su información de contactos, pero la madre vio una foto de la AP sobre su llegada en la televisora en español Univisión y se puso en contacto con la cadena.
En un campamento en la ciudad fronteriza mexicana de Reynosa, cerca de donde Marley vio por última vez a su madre, los números de familias migrantes expulsadas están creciendo. Y muchas están tomando decisiones desesperadas.
José Rodríguez, de 41 años y oriundo de San Pedro Sula, Honduras, se ha estado quedando bajo una lona gris con un grupo de compatriotas, pero no ha conseguido dormir desde que envió a su hijo de 8 años a mediados de abril con un primo lejano a cruzar la frontera hacia Roma, Texas.
Rodríguez había tratado de cruzar con su hijo Jordyn, pero los dos fueron expulsados a inicios de mazo. No tenían dinero ni forma de regresar a su país.
“Como padre, es muy duro. No le deseo esto a nadie. La gente me pregunta si envié a mi hijo. ‘Sí’, les digo, ‘pero no lo hagan’”, dijo Rodríguez. “Debes que tener mucha fe y aferrarte a Dios para no desmoronarte. Si estás débil, te puedes desmayar y si tienes problemas del corazón te puedes morir. Es muy duro”.
Su esposa, que se quedó en Honduras con su bebé de un año, se opuso inicialmente a enviar a Jordyn a cruzar la frontera solo, pero Rodríguez la convenció. Le dijo que sus vidas en Honduras solamente empeorarían por la amenaza de las pandillas y una economía golpeada por el coronavirus y dos tormentas tropicales.
Para pagar a los traficantes por el viaje de su hijo, Rodríguez lavó platos en un puesto de venta de tacos por un mes y medio en la frontera. Le costó convencer a Jordyn.
“Tienes que seguir por tu cuenta. Tendrás las mejores ropas, la mejor computadora y las mejores zapatillas. Y autitos de juguete con luces”, le dijo Rodríguez a su hijo cuando se despidieron.
Rodríguez cuenta que durante cuatro días caminó alrededor de la plaza y se detenía constantemente para llorar, hasta que recibió un mensaje grabado de un primo en Estados Unidos cuyo número telefónico había escrito en la partida de nacimiento de Jordyn.
“Buenas noticias: Tienen al niño en un albergue para menores de su edad”, le dijo el primo.
Trabajadores sociales llaman a Rodríguez dos veces por semana desde el albergue de Chicago para ver si hay alguien con quien el niño pueda quedarse en Estados Unidos. Los parientes de Rodríguez dicen que no pueden hacerse cargo de él porque llegaron hace poco y tienen que mantener sus propios hijos.
“Sigo sin poder dormir. La comida no me sabe a nada, pienso en él en todo momento”, expresó Rodríguez. “Lo que quiero es estar con él”.