WESTFIELD, Indiana, EE.UU. (AP) — Antes de que el coronavirus la tuviese al borde de la muerte, Kari Wabb disfrutaba de su vida como enfermera y madre de dos adolescentes. Ella y su marido Rodney criaban gatos bengala los fines de semana y en su tiempo libre, y ella se fajaba con individuos disfrazados de vikingos, usando una lanza de tres metros (diez pies).
Sobrevivió gracias a un doble trasplante de pulmón, uno de los primeros realizados en pacientes del COVID-19. Ahora trata de reanudar una vida alterada para siempre por el virus.
Las piernas le temblaron hace poco al tratar de levantarse después de recibir la vacuna contra el coronavirus. Rodney, un terapeuta respiratorio acostumbrado a sostener a pacientes de COVID, evitó que se cayese. Las dudas que tuvo durante los meses que pasó en un hospital reaparecieron.
“Rodney siempre me dijo que no me preocupase, que él lo tenía todo bajo control, que se iba a ocupar de mí y que todo iba a salir bien”, relató. “Pero tengo miedo de que no sea así”.
Cuando comenzó la tos a mediados de julio del año pasado, Rodney pensó que era una alergia, hasta que ella se hizo una prueba de COVID que dio positivo. A los pocos días, Kari tenía problemas para respirar.
Le colocaron un respirador y su sistema respiratorio empezó a fallar. La única salida era usar una máquina que reemplaza los pulmones.
“Tanta información, tantas opciones... Hay que tomar tantas decisiones sin saber qué pasará”, expresó Rodney en las redes sociales.
Se aproximaba la decisión más dura, les advirtió un médico: Desconectar o no a Kari de la máquina que la mantenía viva.
En el Ascension St. Vincent Hospital de Indianápolis, el doctor Sangeeth Dubbireddi la veía después de terminar su turno. Las tasas de supervivencia de los pacientes como Kari no eran alentadoras, le dijo a Rodney. Sin embargo, la única zona afectada eran los pulmones.
Mientras el personal se afanaba por estabilizar a Kari, Dubbireddi llamó a hospitales con programas de trasplante de pulmones. El Northwestern Memorial Hospital de Chicago aceptó hacerle un trasplante a Kari si no quedaban rastros del virus.
A principios de septiembre, el personal del hospital armó un semicírculo en torno a la cama de Keri y un capellán rezó con ellos.
“Luego permanecimos en silencio”, con los ojos cerrados, relató Dubbireddi, tratando de darle esperanzas a Keri, miembro del equipo.
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Rodney llevó a Chicago unas fotos que dejaban en claro lo complicado de la tarea por delante.
“Fue asombroso ver la diferencia respecto a cómo se veía antes de que esto la contagiase”, expresó el doctor Ankit Bharat, director del programa de trasplantes de pulmones de Northwestern. “Tenía todos estos tubos conectados a su cuerpo. La verdad, no la reconocía en esas fotos”.
Cuando los sedantes se diluyeron, se hizo la operación. Era apenas el primer paso de un largo camino hacia la recuperación.
Antes de la pandemia, el Northwestern hacía unos 40 trasplantes por año. Hasta septiembre, no obstante, solo 15 pacientes con COVID habían recibido pulmones nuevos, en parte por temor a que no sobreviviesen.
El 2 de octubre el equipo de Bharat se enfocó en poner fin a cualquier hemorragia interna mientras una máquina usada en los bypass mantenía a Kari viva. Luego reemplazó sus pulmones con los de un donante anónimo.
En los meses posteriores Kari recuperó las fuerzas haciendo rehabilitación, pero las dudas permanecían.
Las visitas estaban restringidas por un rebrote del virus. “Me despertaba a las tres de la mañana y me sentía muy sola”, relató. “Mi vida había cambiado mucho. Comprendí que todo lo que tenemos es pasajero y que debía aprovechar el resto de mi vida”.
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Falta media hora para que salga el sol, pero Rodney está en el trabajo y los chicos no se levantan solos.
“¡Gavin, levántate ya mismo!”, grita Kari. Su voz retumba en la escalera con inusitada fuerza.
“Inhalo y pego un grito”, cuenta ella. Después se ocupa de la casa.
Mientras prepara french toasts, Kari se dice a sí misma que debe evitar los huevos porque su sistema inmunológico no resistiría una salmonela. Le dice a Gunnar que mejor que no se pierda el bus porque de lo contrario...
Kari regresó a su casa a fines de enero y sintió como que había cruzado la meta, según Rodney. Pero todavía tiene muchos retos por delante, junto con los demás miembros de la familia.
Tuvieron que vender los gatos porque portan bacterias que pueden comprometer la salud de Kari. Hay salidas de aire por toda la casa y están terminando de pintarla para proteger los nuevos pulmones de Kari. Debe tomar 29 medicinas y tiene una incisión que no termina de cicatrizar.
“¿Cuándo será que recupero mis fuerzas y puedo hacer nuevamente turnos de 12 horas?”, pregunta Kari.
El hospital donde trabaja le ha dicho que cuando está lista para volver, tendrá un empleo esperándola. Pero igual que tantos otros hospitales con empleados incapacitados por el COVID, hace poco le informó que dejará de pagarle su sueldo y tendrá que acogerse a un seguro por incapacidad.
El hecho de que muchos pacientes de COVID con trasplantes eran personas saludables antes de contagiarse hace que a menudo no estén preparados para el desgaste físico y emocional que sigue a una operación.
“Los pacientes como Kari nunca enfrentaron una situación de vida o muerte. Se ponen ansiosos y el estrés postraumático que sufren tras codearse con la muerte puede tomar tiempo para superarlo”, dijo Bharat.
Cada semana que pasa, sin embargo, surgen cosas alentadoras. La primera salida a comer a un restaurante, una reunión con el grupo de vikingos.
“Ella se enfoca en lo que puede hacer, no en lo que no puede hacer”, comenta Dana Downing, una amiga que coordina ese grupo.
Por ahora los días de Kari son tranquilos. Lee y teje. No es la misma vida de antes del COVID, pero ahora mide las cosas con otras varas.
“Cielos, no puedo creer lo que veo”, le dice el doctor Dubbireddi durante una llamada de Zoom.
A Kari le brillan los ojos y sonríe. Rodney se le acerca y le toma la mano.
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La camarógrafa de AP Teresa Crawford (Chicago) colaboró en este despacho.