BADIRAGUATO, México (AP) — Por primera vez desde que María recuerda, más de 20 kilos de marihuana —la mitad de la producción de esta temporada que debería haberse vendido antes de acabar el año— siguen almacenados en su rancho, uno de los muchos que llenan la sierra de Sinaloa, cuna del narcotráfico mexicano y de algunos de sus capos más famosos, como Joaquín “El Chapo” Guzmán.
Sentada en su casa, una sencilla construcción de madera asomada a unas montañas que parecen no acabar y desde las que se han exportado toneladas de droga a Estados Unidos, esta mujer de 44 años y cuatro hijos reconoce no saber mucho de política, pero sospecha que su mala suerte tiene que ver con el proceso de legalización del cannabis en el que México está inmerso.
“Nunca nos había pasado cosecharla y tenerla encostalada”, afirma la sinaloense que pide no dar su nombre completo, ni su ubicación porque en la sierra que rodea Badiraguato, siempre controlada por el crimen organizado, una palabra de más puede ser peligrosa.
La oleada de legalización del cannabis no sólo con fines médicos sino también lúdicos llegó primero a Uruguay y Canadá y ahora se extiende por varios estados de Estados Unidos.
En México la ley comenzó a negociarse en 2019 y aunque avanzó en el Congreso este año, quedó de nuevo bloqueada en el Senado este mes y, como pronto, no saldrá adelante antes de septiembre.
Sin embargo, en las familias mexicanas que se han dedicado al cultivo de la marihuana generación tras generación la situación está creando incertidumbre. En los últimos cinco años el precio ha caído a la mitad pero ahora muchos temen que baje todavía más. Y nadie sabe cuál será la postura que tomarán los “señores”, los grandes caps, frente al nuevo negocio legal.
El cannabis sigue siendo la droga más consumida del mundo, según la ONU, pero es cada vez menos rentable para los cárteles frente al lucrativo negocio de las drogas sintéticas, como el fentanilo, según los expertos.
Su precio y su demanda cayeron cuando se permitió el cultivo en varias entidades estadounidenses., pero México sigue siendo el principal exportador de marihuana a Estados Unidos, según un reciente informe de su agencia antidrogas (DEA, por sus siglas en inglés).
En la sierra de Sinaloa, cada vez con mayores sequías, unos ya no quieren cultivarla y otros intentan especializarse en semillas de mejor calidad y más cotizadas o confían en combinar la marihuana con la amapola, de la que sacan goma de opio con la que se produce la heroína y que necesita menos cuidados.
María lleva conviviendo con los cultivos ilícitos desde los 16 años. Hasta se enamoró entre marihuana, confiesa. En su casa, rodeada de árboles frutales y gallinas, no falta comida, pero con la droga pagan cada año todo lo demás, desde los estudios de sus hijos, la ropa y celulares, aunque en el rancho no hay ni electricidad ni señal.
La hija mayor de María, de 21 años, acaba de licenciarse en informática; el pequeño, de 8, está en primaria.
A su familia, como a otras muchas, lo que le importa no es tanto que la marihuana sea legal o no, sino que dé dinero.
“A partir de que escuchamos que se va a legalizar empezamos a hacer más grandes los pedazos de amapola”, el otro cultivo tradicional de la zona, explica la mujer. Pero el plan no funcionó.
En febrero, su principal plantío del opiáceo, del que pensaban vivir el resto del año, quedó destruido. De nada valió que al oír acercarse los helicópteros militares, María descolgara el cuadro de San Judas Tadeo que tiene en casa, corriera ladera abajo y colocara al santo entre las flores rojas. El patrón de los imposibles no evitó el efecto del herbicida. Todo se secó.
Dos meses después, su esposo limpiaba nuevas matas de marihuana de más de un metro plantadas entre las amapolas secas. Es todo lo que pueden regar por goteo con el agua sobrante de la casa, canalizada hasta la ladera con gomas.
“Ese cuadrito es de otra semilla y esa sí se va a vender, según dicen, porque es de otra calidad”, afirma María optimista.
La familia cuenta desde hace siete meses con una ayuda mensual de 220 dólares de un programa gubernamental, Sembrado Vida, con el que el presidente Andrés Manuel López Obrador quiere, entre otros objetivos, sustituir plantaciones de droga.
Pero aunque añadieron duraznos y aguacates a los limones, toronjas y guayabas ya plantados, no hay fruta suficiente para vender y las cuentas no salen.
De la marihuana no sacaron mucho, unos 500 dólares (25 por kilo) pero del plantío destruido de amapola esperaban recoger hasta cinco kilos de goma de opio que se traducirían en unos 5.000 dólares.
Desde hace 40 años, el narcotráfico ha generado mucho dinero en estas montañas pero también muchos problemas.
María recuerda los años de bonanza, cuando se hicieron de vacas que luego tuvieron que vender para pagar las escuelas de sus hijos. Su esposo no olvida los periodos de violencia, cuando distintos grupos se mataban para controlar el territorio aterrorizando a los habitantes.
El matrimonio desea otro futuro para sus hijos, pero al preguntar si se imaginan la sierra desvinculada del narcotráfico, la hija de María de 18 años contesta tajante: “Nunca”.
Los vínculos con lo ilegal están por todas partes.
El esposo de María se lanzó hace años con una mochila llena de marihuana a cruzar el desierto de Arizona. El novio de su hija distribuyó droga desde Phoenix al interior de Estados Unidos.
Mientras la mujer cocina un caldo de gallina, suenan narcocorridos en los que se elogia a los “herederos del señor Guzmán”, líder del cártel de Sinaloa sentenciado en Estados Unidos a cadena perpetua.
Después de la lucha interna que siguió a su extradición en 2017, los hijos de “El Chapo” controlan esta zona, aseguran los expertos. Pero estos cerros también están ligados a Ismael “El Mayo” Zambada, cerebro empresarial del cártel, o a Rafael Caro Quintero, uno de sus fundadores y a quien México liberó en 2013 (según la Corte Suprema por un error judicial), cuando cumplía una sentencia de 40 años por el homicidio de un agente de la DEA.
Ambos rondan los 70 años y encabezan la lista de más buscados por Estados Unidos. El segundo fue uno de los mayores traficantes de marihuana en los años 80.
La semana pasada, cuando periodistas de The Associated Press recorrieron parte de esas montañas, sólo se cruzaron con un convoy militar y un control de policía. Imperaba la calma con mil ojos al acecho y la gente armada no era visible aunque puedan aparecer en un abrir y cerrar de ojos, como ocurrió en octubre de 2019 cuando el cártel sitió la capital del estado para liberar a un hijo de “El Chapo” retenido por el ejército.
Uno de los argumentos de los políticos a favor de legalizar el cannabis es que la medida podría reducir la violencia. Algunos expertos no creen que este efecto esté asegurado pero consideran positivo reducir el mercado negro y, por tanto, las cuotas de poder criminal.
El objetivo, explica Zara Snapp, del Instituto RIA y asesora internacional de política de drogas, “no es acabar con el mercado ilegal, porque eso no va a suceder en los primeros años”, sino reducirlo tanto como sea posible.
Organizaciones civiles como la suya también creen que para que la futura ley conlleve más justicia social hay que priorizar a los productores locales de marihuana frente a la gran industria y eso solo se logrará con incentivos. “Si las comunidades deciden no hacerlo (pasar al mercado legal) es porque no hay suficientes razones económicas”, asegura Snapp.
Mientras María y su familia rezan a San Judas para que el trocito de su nueva marihuana se logre, en otro punto de esta misma sierra un hombre enjuto de 39 años, que también pide el anonimato, lleva casi un lustro cultivando variedades más selectas de cannabis que vende diez veces más caras que la tradicional porque tienen mayor contenido psicoactivo.
Si se logran sus dos cosechas -una en temporada seca y otra en lluvias- y no se las erradica el ejército como le pasó hace dos años, calcula que puede sacar unos 50 kilos, que podrían suponer más de 15.000 dólares. Aún así, considera que no está fácil el negocio.
“Desde que uno la siembra hasta que la vende, anda batallando”, dice.
Primero con el agua, que escasea. Luego tiene que pagar a dos trabajadores para que estén en el rancho, cuiden las plantas y el riego, y recorten después cuidadosamente los cogollos secos, de intenso aroma y esporádicos tonos rojizos. Él y otro socio se encargan de pesarlos y envasarlos.
El hombre trabaja la marihuana desde los 9 años. Su socio también está ligado al negocio pero de otra manera. “Mi papá era lavador de dinero”, dice con naturalidad.
Hace décadas, la marihuana era un negocio tan grande que salía de aquí en avionetas que aterrizaban en caminos de tierra como uno cercano a su rancho, todavía despejado de árboles. Ahora el hombre baja la mercancía en un vehículo y la vende en Culiacán, la capital de Sinaloa.
“Tienes que dirigirte al que manda y le tienes que dar la mitad al señor o vendérsela toda a él” para evitar problemas, explica.
Un sistema de vigilantes les alerta de controles o les avisa de que se acerca el ejército con tiempo suficiente para esconder la producción en cuevas o barrancos.
“No nos ha tocado otra escuela”, sentencia el hombre que cree que cuando llegue la ley, beneficiará sobre todo a los consumidores porque para ellos dejar el mercado negro será una cuestión de números. “Si me pagan lo mismo, o casi, siendo legal, pues que bien, trabajaría más a gusto uno”.
Si no, asegura que buscará otro negocio.