Haccourt (Bélgica), 7 mar (EFE).- Amelia Badillo no aparenta los 92 años que tiene. Enseña su casa con brío, mostrando un jardín soleado pese al frío de marzo en Haccourt, un pueblo belga a escasos kilómetros de la frontera con Holanda. El desparpajo de su primera pregunta lo dice todo de su personalidad: “¿Habéis venido a que os cuente mi historia antes de que me muera?”.
Decoran su salón un enorme mapamundi, pero también dos cuadros con paisajes de Castro Urdiales, cerca de su Santurce natal, donde vivió hasta los ocho años. Estalló entonces la guerra civil en España y fue enviada a Bélgica con un matrimonio que la adoptó como a una hija biológica.
Su historia es también la de más de 5.700 niños que fueron evacuados de España entre finales de 1936 y principios de 1939 y recalaron en Bélgica, donde miles de familias les acogieron y educaron como a sus propios retoños, una solidaridad que la embajada española en este país quiere reconocer a través de un homenaje el próximo jueves.
De sus primeros años, Amelia recuerda que su padre, un “revolucionario por la República española” llamado Antonio, murió antes del inicio de la guerra dejando a una viuda y seis hijos. Su madre, hábil con la costura, tuvo que reconvertirse en sardinera para alimentar a la prole.
La primera vez que se quiebra la voz de la nonagenaria es con su llegada, con su madre y los dos hermanos con los que dejaría España, Dolores y Fermín, a una estación de autobuses en 1937.
“Mi madre lloraba, y recuerdo decirle ‘no llores, porque tú sabes que vamos a un mejor…’”
Amelia no puede continuar. Acepta un pañuelo de papel de su hija y bebe agua para recuperar el hilo de voz. “Con ocho años yo sabía que no podía quitarle la pena que tenía a mi madre con esa frase”.
“Debo decir”, añade, “que creo que tengo una imaginación bastante grande y todo lo emocional lo guardo en mi memoria. Al decirle a mi madre que no llorase porque íbamos a un lugar mejor, yo se lo decía, pero no lo pensaba”.
Con el autobús llegaron al puerto de Bilbao para navegar hasta la isla de Oleron, en la costa atlántica de Francia, a una suerte de campamento infantil. No recuerda cuánto tiempo estuvo allí, pero sí que fue la primera vez en mucho tiempo que recibió un trozo de chocolate con pan blanco.
Tiempo después, se organizó su llegada a la ‘Maison du Peuple’ de Lieja, donde subieron a todos los niños a un escenario mientras iban llegando las familias que se habían ofrecido a acogerlos. Amelia recuerda escuchar su nombre de un hombre que le saludaba con la mano, y cómo una mujer le acogió bajo su brazo en un frío día de mayo.
“Los que me acogieron eran gente sin niños, encantados de poder recibirme en su casa. Maravillosos, son mis verdaderos padres”, rememora hoy.
Amelia se define a sí misma de niña como espontánea, expresiva y extrovertida. Su padre adoptivo quiso para ella la mejor formación y le siguió enseñando español al mismo tiempo que él lo aprendía, aunque a ella siempre le interesó más el francés.
Recuerda como su padre le hizo una casa de muñecas de madera plegable, consciente de que su niña volvería algún día a España. “Vivieron todos esos años pensando que yo un día les iba a dejar. Es fabuloso hacer tantas cosas por una niña que iba a desaparecer de sus vidas”, narra emocionándose de nuevo.
Aunque hubiera preferido ser maestra, Amelia acabó formándose para ser asistente social. Su padre belga la adoptó oficialmente, pero no tenía la nacionalidad que le permitía postularse a un empleo en un ayuntamiento y, con su novio, optaron por casarse.
“Después de pasar por el ayuntamiento, porque no fuimos a la iglesia, ya teníamos los papeles. Él se volvió a su casa y yo a la mía. Era una cosa administrativa”, cuenta riéndose.
Después de quince años sin pisar España, Amelia se reencontró con su madre a principios de los 50 tras tres días de viaje en moto, cruzando Francia con su reciente marido, una tienda de campaña y escasos utensilios para cocinar.
Tras aquella visita, retornó a Bélgica, donde trabajó siete años en un ayuntamiento, tuvo una hija y se estableció definitivamente. Volvería a España muchas veces más y compró un apartamento en Castro Urdiales, aunque incluso una de sus hermanas que se quedó en España durante la guerra acabó emigrando a Bélgica durante la dictadura.
Cuando se le pregunta de qué país se siente, Amelia no duda: “Yo soy universal, soy del país que da el derecho a la gente a vivir”. Para ella, Bélgica fue un país acogedor, de gente muy abierta y civilizada. “No necesitábamos ser ricos para ser felices, (solo) que cada uno tenga para comer, para vestirse, una vida normal. Un reparto de la riqueza más correcto”, recuerda.
Se siente “privilegiada” de haber estado siempre rodeada de personas buenas que le aceptaron en Bélgica, pero al hablar de Santurce su memoria vuela hasta una canción popular. Es uno de esos recuerdos triviales que, asegura, dan sentido a la vida. Y canta.
“Desde Santurce a Bilbao vengo por toda la orilla, con mi falda remangada, luciendo la pantorrilla. Vengo deprisa y corriendo porque me oprime el corsé. Voy gritando por las calles, ¡Quién compra! Sardinas frescas. Mis sardinitas, que ricas son, son de Santurce, ¡las traigo yo!”.
Laura Zornoza