WUHAN, China (AP) — Un año después de un estricto confinamiento, volvió la vida a Wuhan, pero Zhu Tao sigue encerrado en su departamento en un 14to piso, donde se pasa el día leyendo las noticias, jugando al fútbol virtual en su PlayStation y pensando que China está al borde de un colapso.
Gastó miles de dólares, los ahorros de su vida, en carne seca y barras de chocolate, botellas de agua, bolsas de arroz, tapabocas, trapitos desinfectantes y un panel solar de 900 dólares.
A Zhu le aterra la idea de que el virus pueda regresar y de que, otra vez, el gobierno oculte la verdad y Wuhan disponga otro confinamiento.
“Me encuentro en un estado en el que solo como y espero la muerte, como y espero la muerte”, expresó Zhu, con un corte de cabello a ras que se hizo él mismo ya que no se anima a ir al peluquero. “La gente como yo somos una minoría, pero me tomo esto muy en serio”.
Zhu, obrero de 44 años de la industria siderúrgica, es un feroz crítico del gobierno y apoya el movimiento a favor de la democracia en Hong Kong.
Él y otros que expresan públicamente esos puntos de vista son ridiculizados, ignorados o silenciados. Son una minoría en una China cada vez más próspera y autoritaria, donde hay cada vez menos tolerancia para las protestas.
Al estallar aquí el brote que luego se esparciría por todo el mundo, matando a 2 millones de personas, Zhu ignoró los informes de la prensa oficial que restaban importancia al virus y se quedó en casa, medida que puede haber evitado que él, su esposa y su hijo se infectasen.
Durante unos pocos meses en los que hubo un gran malestar hacia las autoridades que ocultaron información, Zhu se sintió reivindicado.
Pero cuando el invierno dio paso a la primavera y se levantaron las restricciones, el ánimo de la gente cambió. Ahora los hijos de nuevos ricos disfrutan de whiskies caros y de juegos electrónicos en los nightclubs y miles de personas recorren la calle Jianghan en el principal distrito comercial de la ciudad.
Profeta por breves momentos, Zhu es hoy un paria, cuyas críticas al estado van en contra de la ortodoxia gubernamental. Disgustó a sus suegros y vecinos y fue detenido, vigilado y censurado.
Listo para otra ronda de infecciones, se pregunta cómo es posible que todo el mundo haga una vida normal.
“Este es el acontecimiento histórico más grande del último siglo”, dijo Zhu. “Pero todo el mundo ha reanudado su vida como si nada, como antes de la epidemia. ¿Cómo pueden ser tan indiferentes?”.
Zhu creció en la década de 1980, una era con bastante apertura política en China, en la que los profesores a veces tocaron conceptos como la democracia y la libertad de expresión tras quedar atrás la Revolución Cultural de Mao Zedong.
Zhu encajaba bien en ese ambiente, dada su naturaleza “rebelde, desobediente” y sus instintos intelectuales. A menudo apela a referencias literarias cuando habla a pesar de no haber cursado estudios universitarios.
Era un niño al estallar las protestas de Tiananmen en 1989, cuando cientos de miles de personas tomaron la plaza para exigir reformas democráticas. Tras la sangrienta represión militar, leyó mucho sobre el tema y asumió la causa de los manifestantes mientras otros se hacían más cínicos, indiferentes o apoyaron al Partido Comunista, contentos con la creciente prosperidad.
Cuando Zhu incursionó en las redes sociales por primera vez hace una década, descubrió que otros compartían sus ideas. China todavía no había perfeccionado los métodos de control de la internet y abundaban los comentarios sin censura.
La primera controversia que interesó a Zhu fue un escándalo sobre leche en polvo contaminada que mató a seis bebés y enfermó a decenas de miles. Se unió a grupos de chat y participó en reuniones, y lentamente se acercó a círculos de disidentes.
Cuando el presidente Xi Jinping —el líder chino más autoritario en décadas— llegó al poder, sus puntos de vista le crearon problemas a Zhu. En el 2014 fue detenido por un mes tras presentarse con una camisa negra y una flor blanca en una plaza de Wuhan en el aniversario de la represión de la PIaza de Tinananmen, lo que le generó tensiones con su hijo adolescente.
Al surgir un misterioso trastorno respiratorio a principios del año pasado en Wuhan, su desconfianza del gobierno le vino bien. Zhu empezó a pedir a amigos y familiares que se cuidasen. Algunos pensaron que eran sus quejas de siempre, pero su esposa y su hijo se quedaron en la casa, evitando contagios como los que sufrieron muchos familiares.
La primera infectada fue una tía de su esposa, que empezó a toser luego de ver a su médico en un hospital donde se propagaba el virus. Después una prima que la acompañó. Acto seguido la madre de su vecino.
Se decretó una cuarentena, dispuesta sin aviso previo el 23 de enero a las dos de la mañana. Wuhan pasó así a la historia como el epicentro de la cuarentena más grande jamás dispuesta. El virus causó estragos en esta ciudad de 11 millones de habitantes, llenando los hospitales y matando a miles, incluida la tía de su esposa.
Zhu sintió que los hechos le estaban dando la razón y vio una explosión de ira en las redes sociales, que alcanzaron su punto culminante en febrero, después de la muerte de Li Wenliang, un médico de Wuhan que había sido castigado por advertir a los demás que el virus podía costarles la vida.
Esa noche, Zhu estuvo pegado a su teléfono, leyendo cientos de comentarios en las redes denunciando la censura y exigiendo libertad de expresión.
Al día siguiente, muchos de esos comentarios habían sido eliminados por los censores. En el certificado de defunción de la tía de su esposa los médicos dijeron que había fallecido por una infección pulmonar, a pesar de que la prueba del coronavirus había dado positivo. Eso aumentó las sospechas de Zhu de que el gobierno ocultaba la gravedad del brote.
“Estaba tan furioso que me dolía”, afirmó. “No tenía donde desahogarme. Te sientes tan mal que quieres matar a alguien”.
El virus afectó las relaciones de Zhu. Un vecino que era amigo de infancia se peleó con él cuando los médicos dijeron que su madre padecía una infección pulmonar común.
“Le dije, ‘¿cómo puedes estar seguro de que el hospital te dice la verdad?’”, relató Zhu. “Le dije que tuviera cuidado”.
Una semana después la madre del amigo falleció y el amigo lo acusó de haberle echado un maleficio a la mujer. No se hablan desde entonces.
En abril se levantó la cuarentena, después de 76 días. Pero Zhu no regresó al trabajo, como los demás. Pidió una licencia por razones médicas y permaneció en su casa. Su cuarentena personal lleva más de 400 días.
No quiso ir a los funerales de su primo y una tía, por lo que sus parientes se sintieron ofendidos.
Hay más gente como él, desde intelectuales renegados de Beijing hasta un café punk en Mongolia Interior con carteles y adhesivos que dicen “prevenible y controlable”, burlándose de una frase que usaron las autoridades.
En Wuhan, los disidentes se comunican a través de chats codificados. Algunos se reúnen a tomar un té y hablan de las incoherencias del partido, diciendo orgullosos que se salvaron del virus por no confiar en el gobierno.
Pero salvo por esos contactos, no hay mucho espacio para organizarse o mantenerse en contacto
Encerrado en su casa, Zhu lee mucho. Le gustan los escritores soviéticos que se burlaban del aparato propagandístico de Moscú. Y está convencido de que el virus puede esparcirse más por China, a pesar de que la cuenta oficial de contagios y muertes es hoy mucho más baja que la de la mayoría de los países.
“Llevan tanto tiempo mintiendo...”, expresó, “que si empiezan a decir la verdad, no se las voy a creer”.