"Lo logramos": el éxodo con final feliz de una familia de refugiados iraquíes

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En septiembre de 2015, Ahmed (que entonces tenía 27 años) y Alia (26) huyeron de Irak con su hijo Adam de cuatro meses. Formaban aparte del millón de migrantes que cruzaron el Mediterráneo hacia Europa, en busca de una vida mejor.

Él buscaba seguridad y ella libertad, sueños por los cuales decidieron arriesgar todo.

Estuvieron a punto de morir en el mar, tuvieron la sensación de perder su dignidad en la ruta de los Balcanes, vivieron en la clandestinidad y sufrieron la torturadora espera del derecho de asilo en Holanda, el país que escogieron. Todo, hasta el día en que por fin introdujeron las llaves en la cerradura de su propio hogar.

Una familia entre muchas, encontrada un día soleado de septiembre de 2015 en Guevgueliya, en la frontera de Macedonia del Norte con Grecia. Ese día, con cientos de sirios, afganos, iraquíes, hombres, mujeres, ancianos, heridos, amputados, se subieron al tren que les haría atravesar Serbia en dirección a la Unión Europea.

Durante cinco años, un equipo de reporteros, fotógrafos y videastas de la AFP los siguió paso a paso, en el tren, en la ruta guiados por traficantes, en un centro de acogida lúgubre, hasta el inicio de su nueva vida en Duiven, pequeña ciudad del este de Holanda.

Esta es la historia de Ahmed y Alia, que prefieren conservar el anonimato por razones de seguridad, desde la noche en la que decidieron abandonar juntos Bagdad, tras haber sobrevivido a un atentado.

- El sueño se hace realidad -

Un día de agosto de 2019, suena el teléfono. Alia contesta y recibe la noticia: acaba de obtener el estatus de refugiada en Holanda. Al otro lado del teléfono, su abogado le confirma que inmediatamente después, su marido y su hijo obtendrán el derecho de asilo.

Sus vidas acaban de cambiar para siempre. La pareja se abraza, se besa, Alia grita, llora y ríe al mismo tiempo. "Fue un momento de alegría aún más intenso que nuestra boda", recuerda la mujer de ojos color avellana y el pelo recogido en un moño.

En las siguientes semanas, la familia obtiene sus permisos de residencia y de viaje. Ya no son ilegales. Tienen derecho a un hogar, a ganar dinero, a respirar.

"Al fin hemos podido tener todo lo que deseábamos", dice Ahmed, de cabello oscuro engominado. "Una vida normal, como la de cualquier otra familia en Holanda", sostiene.

- "Vi la muerte" -

Tomaron la decisión de marcharse después de su primera cita tras comprometerse en 2014. Ahmed invitó a Alia a cenar a un restaurante de Bagdad.

De repente una bomba explotó. A su alrededor, clientes muertos. Alia resultó herida en el rostro, y guarda cicatrices.

"Ese día, vi la muerte. Si hubiésemos estado en otra mesa, quizás no habríamos sobrevivido", cuenta Ahmed.

En Bagdad viven la vida de una joven pareja de clase media. Él dirige una tienda de ropa de alta gama y ella es la hija de un profesor de química de la universidad. Están cerca de su familia y tienen su grupo de amigos.

"Amo a mi país", explica el joven mirando imágenes de su ciudad en la aplicación móvil Snapchat. Pero "en Irak, cuando te vas a trabajar por la mañana, nunca sabes si volverás vivo por la noche".

El nacimiento de Adán en 2015 marca el comienzo. Ahmed vende su tienda y las partes de una propiedad recibidas en herencia para financiar "el viaje". No es su primer exilio. En 2006, en el peor momento de la guerra civil en Irak, su familia se refugió en Siria.

Regresaron a Bagdad en 2011, cuando estalló la guerra en Siria.

"Año tras año, la situación en Irak no ha dejado de empeorar, la corrupción, las milicias han tomado el poder", comenta.

Luego, el Estado Islámico, que se estableció en 2014, provocó una nueva ola de emigración. Casi 89.000 iraquíes cruzaron el Mediterráneo hacia Grecia e Italia en 2015, según la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR).

El año pasado había más de 238.000 refugiados en Europa.

"Nos vimos obligados a emigrar, nunca tuvimos opción", añade Ahmed.

- En casa -

Actualmente, Alia, Ahmed y Adam viven en una pequeña casa con tejas de ladrillo marrón, de tres habitaciones y con jardín, en la ciudad arbolada de Duiven, cerca de la frontera con Alemania.

Pintaron las paredes de blanco, colgaron cortinas rosas y plantaron tomates. En la entrada, sobre el felpudo, se puede leer: "En casa".

"Lo logramos", dice con una sonrisa Ahmed, con vaqueros y chaqueta de cuero, bebiendo un café con leche.

Desde que tienen el estatuto de refugiados, reciben un subsidio mensual de 1.400 euros, lo que les permitió obtener un préstamo de 3.500 euros del municipio de Duiven para arreglar su casa. Ahora pagan alquiler, seguridad social, seguros, electricidad.

Dos veces por semana los padres van a clases de holandés. El nivel de Ahmed sigue siendo básico, Alia se desenvuelve bien, aunque para largas conversaciones prefiere el inglés.

Su hijo, con casi cinco años, habla holandés, árabe e inglés. Dice que es "mitad iraquí, mitad holandés".

Todas las mañanas, va al colegio en bicicleta y, cuando el tiempo lo permite, juega al balón en un parque cercano. Aquí no hay bombas, los niños pueden jugar solos.

Su infancia está lejos de ser convencional, pero va bien, estima la directora de su escuela, Marike Ketelaars. "Adam es un niño como los demás. Quiere jugar afuera y hacer amigos", comenta.

Por la noche los padres ven series de Netflix como "Juego de Tronos" en holandés, con subtítulos en árabe. Placeres simples que, hasta hace poco, parecían inalcanzables.

-  Tormentos y ducha fría -

Nunca olvidarán la odisea que vivieron, la angustia, el cansancio, el temor de tener que empezar de cero, hasta llegar a donde están.

Después de cruzar el Mediterráneo, las pruebas se encadenaron, empezando por el paso de la frontera serbo-húngara para entrar en la Unión Europea (UE). Ese otoño de 2015, Hungría erigió vallas para contener la afluencia ininterrumpida de migrantes que llegaban por la ruta de los Balcanes. Si los detienen, son enviados a un campo de retención.

Alia y Ahmed ponen su destino en manos de un traficante de personas que, por la noche, los conduce, junto a otros migrantes, en medio de un campo donde deben evitar a los ladrones y a la policía húngara.

Mientras avanzan en silencio, escapan por poco de una emboscada, constata entonces la AFP que los acompaña. De entre las sombras, surgen hombres con uniforme de policía, dispuestos a atacarlos. Algunos migrantes agitan ramas de árboles, otros se dispersan en la oscuridad. Los atacantes desaparecen tan rápido como aparecieron. Probablemente, ladrones. Alia está muerta de miedo.

Los primeros pasos en la soñada Unión Europea los desconciertan. En Budapest, ningún hotel, ni siquiera un burdel, acepta alquilarles una habitación. Agotados, deben dormir junto a su bebé en la calle.

En una semana, sus ahorros, 9.000 euros escondidos en una mochila, se han evaporado.

La llegada a Holanda es un alivio. Pero no dura mucho.

Decidieron intentar esta ruta, en el último minuto, porque tenían familia ahí. Pero el recibimiento de sus parientes no es el que esperaban. Una "traición" para Ahmed, que se siente abandonado.

Es el comienzo de una errancia de cuatro años, durante los cuales pasan de un campo a otro, incluida una prisión para mujeres, de una región a otra, perdidos en un laberinto de procedimientos administrativos interminables.

Hacia finales de 2015, cuando la AFP vuelve a encontrarse con ellos, la familia vive en un centro de exposición reconvertido en centro de alojamiento en Leeuwarden, en el norte. Viven en un guardamuebles sin puerta ni techo. "Esto no es vida, cómo explicarlo", dice entonces Ahmed. "Es como ser un pájaro en una jaula".

Su vida depende solo de la esperanza de que se les conceda el derecho de asilo, sin el cual no pueden trabajar, alquilar una casa, tener un futuro.

Pero se lo rechazan dos veces. Porque, dicen, Ahmed volvió a Irak tras su exilio en Siria, lo que contradice las declaraciones según las cuales no estaba en seguridad en su país. Apelan las decisiones, en vano.

Y tocan fondo. Durante un año viven en la clandestinidad, sin documentos, obligados a mendigar una cama en casa de conocidos, teniendo el sentimiento de haber perdido su dignidad.

"No podía hacer nada que exigiera tener que enseñar papeles", cuenta Ahmed. "Me miraban con desprecio, valía menos que cualquiera", agrega.

La angustia es tal que Alia pierde el cabello. "A veces, era más de lo que podía soportar", dice.

- "En seguridad" -

Poco a poco, la pareja se ha adaptado al país. Las compras en un supermercado asequible del barrio, el pan y las especias árabes en la ciudad vecina de Arnhem.

En Irak, Alia dejaba que su madre cocinara para toda la familia. Aquí, aprende en tutoriales de Youtube cómo preparar platos iraquíes y holandeses.

Pese a la pandemia de covid-19 y el aislamiento que conlleva, la pareja, bastante sociable, ha forjado vínculos con padres de alumnos a los que saludan cada mañana con un "goedemorgen " (buenos días).

Desde que viven en Holanda han tenido que soportar comentarios racistas, del tipo: "tal vez se haga eso (en el país) de donde sois, pero no en el nuestro". Pero "en general, los holandeses nos acogieron calurosamente", dice Ahmed.

Aún asombrado por su nueva vida en este país, que en 2015 recibió 58.880 solicitudes de asilo según el Servicio Holandés de Inmigración y Naturalización (IND), a veces se pregunta: ¿Realmente valió la pena ponerse en peligro por este exilio en Europa? Aquí es donde decidimos tener nuestro hogar", zanja.

- "Alivio" -

Hoy, Alia es una mujer transformada, dinámica, segura de sí misma y de su futuro. Nada que ver con la que dudaba de su decisión de irse, que se refugiaba detrás de su marido cuando la AFP la conoció en la ruta de los Balcanes.

Ella fue quien finalmente obtuvo asilo para la familia. A diferencia de su marido, ella nunca salió de Irak y en Bagdad tuvo que abandonar el centro de secundaria tras ser amenazada por islamistas. Su solicitud, respaldada por un abogado, fue aceptada.

La energía perdida en los primeros años del exilio la recuperaron cuando conocieron a un grupo de solicitantes de asilo venezolanos y a una polaca. "Hemos pasado por todo esto juntos, lo peor y lo mejor", dice. "Se han convertido en mi nueva familia", agrega.

Con ellos empezó a ver el país de otra manera, a salir, a bailar en la discoteca, a divertirse por primera vez en mucho tiempo.

Cuanto más se integra en el país, la joven, fan de pop árabe y de reggae latino, más despliega sus alas. El contrato de alquiler está a su nombre y la cuenta bancaria también.

Suele vestir pantalones tejanos, sudadera con capucha y zapatillas deportivas. Lleva el cabello al estilo "tie and dye", saborea su nueva vida en un país donde se respetan los derechos de las mujeres, ella que nunca ha adoptado las costumbres tradicionales de Oriente Medio.

"Aquí estoy liberada de todo eso", dice.

- "Todo es posible" -

A veces siente nostalgia del país. Cuando habla de su familia en Irak se le vienen las lágrimas a los ojos. Pero "ya no se arrepiente" de haberse ido.

Esto no le impide aferrarse a sus raíces iraquíes y querer transmitirlas a su hijo susurrándole historias en árabe. "Va a crecer aquí, pero tiene que saber de dónde viene".

Para el futuro Ahmed quiere sacar el permiso de conducir y lanzar un negocio, tal vez en el transporte. En cuatro años, tan pronto como sea elegible, solicitará la nacionalidad holandesa. "Para poder ejercer mis derechos y responsabilidades en el país que nos adoptó".

"Queda un largo camino por recorrer, pero lo peor ya pasó", dice. "Ahora todo es posible".

Alia espera su segundo hijo. Algún día, como sus padres, será ciudadano europeo.

ser/dp/bc-erl/zm/af

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