Túnez, 15 dic (EFE).- "Anoche dormí en Lampedusa" es, desde hace casi un lustro, el grito de triunfo de miles de subsaharianos que retan al desierto, a la distancia y a la violencia en un intento por recobrar la dignidad que les usurpa la pobreza y la represión.
Un momento fugaz de felicidad con el que han seguido soñando este año miles de ciudadanos del norte de África, acosados igualmente por la penuria y el fracaso de aquella "primavera árabe" que asomó hace ya una década.
Mabrouka Houachi, de 37 años, su marido y sus cinco hijos, el mayor de ellos parapléjico como causa de un atropello, fueron siete de los cerca de 23.000 tunecinos que desafiaron a las olas este extraño 2020.
Chatarreros avecinados en un suburbio marginal de Sfax, capital industrial de Túnez, abrigaron la esperanza de llegar a Europa durante algunas horas antes de que la Guardia Costera interceptara la embarcación precaria en la que navegaban con un puñado de jóvenes, también desempleados.
"No cometí ningún delito al ir a Italia ilegalmente para que trataran a mi hijo. Lo que le pido a Dios es que lo sane, es mi derecho. Esto es lo que quiero transmitir a todo el mundo, solo quiero irme para cuidar a mi hijo", explica Houachi a Efe.
"No tengo dinero. Si lo tuviera, para qué ir a Italia, me quedaría y lo cuidaría en Túnez", insiste la mujer, que se queja de ni el Gobierno ni otras instituciones u organizaciones se ocupan de ella, y pide la liberación de su marido, que cuando la chalupa fue abordada se roció de gasolina y amenazó con prenderse fuego.
"Se deja en libertad a extremistas y asesinos, pero no a mi marido por esta huida ilegal", lamenta. "Estoy lista para otra aventura, aunque los peces nos coman. Rezaré, y viviremos o moriremos".
REVOLUCIÓN FALLIDA
Según el Foro Tunecino para los Derechos Económicos y Sociales (FTDES), más de 11.500 tunecinos consiguieron cruzar el Mediterráneo en 2020, y una cifra similar -11.900- fueron interceptados cuando lo intentaban, un 96% de ellos hombres y un 10% menores.
La cifra cuadruplica la de 2019 y confirma una preocupante tendencia al alza: en octubre lograron desembarcar en Italia 1.328, un 180% más que el año anterior, lo que llevó a Roma a advertir a Túnez que suspendería la ayuda económica si no frenaba las salidas.
Una amenaza fatal para un país sumido en una aguda crisis económica y un descontento social similares a los que en 2011 causaron la caída de la dictadura de Zinedin el Abedin Ben Alí y el inicio de la malhadada "primavera árabe".
Aunque desde la perspectiva política el alzamiento ha supuesto un éxito en Túnez, el paro, la corrupción, los abusos, la restricción de derechos y la falta de horizontes que causaron el estallido de ira popular persisten.
Estudios independientes sitúan en un 35% la tasa de desempleo, especialmente entre los jóvenes y los recién licenciados, que sin perspectivas y con los caminos de la migración regular sembrados de minas optan por la heroica desesperada del mar.
"Nuestros jóvenes se aventuran y si no les resulta regresan. Pero Europa solo acepta a ejecutivos y líderes, no a jóvenes que buscan un trabajo y una vida mejor. Jóvenes diplomados y no exconvictos, como dijo un ministro italiano", denuncia Mounira ben Charga, presidenta de la Plataforma de Familias de Migrantes Tunecinos Desaparecidos.
"La cifra ha superado los 1.800 y sigue aumentando debido a las circunstancias y los problemas económicos. Viajan de todas las edades, jóvenes y ancianos. Y lo hacen en familia porque ya no pueden encontrar nada. Los que quieren viajar de forma legal hallan obstáculos con la visa, y por eso eligen la clandestinidad", afirma.
LA RUTA ARGELINA
Similar desesperanza y miseria domina el barrio de Gabra, en la ciudad argelina de Relizane, en decadencia desde la guerra civil que ensangrentó el país en la última década del pasado siglo.
De sus arruinadas calles rumbo a la vecina playa de Stidia partieron en septiembre de 2019 la mayoría de los 15 jóvenes que murieron ahogados cuando avistaban la costa de España, situada a apenas 200 kilómetros.
Desde entonces, el flujo de argelinos a la península no ha cesado de crecer hasta convertirse ese mismo año en la primera nacionalidad de los que llegaban de forma ilegal por mar, por delante de marroquíes y subsaharianos.
Su radiografía es pareja a la de quienes huyen de otros países de la región: jóvenes desempleados, en su mayoría licenciados, y padres de familia a los que ya no les alcanza para vivir ni siquiera en la economía sumergida que domina estas sociedades.
"Es una hemorragia nacional", señala Argel Kouceila Zerguine, abogado especialista en derechos de los "harragas" (migrantes irregulares).
"Antes este fenómeno solo existía en Orán y Annaba, pero ahora también en Argel y las ciudades vecinas. Trabajamos con dificultades porque este tema molesta mucho al Gobierno al reflejar algo negativo, un drama nacional que dura más de dos décadas debido a una acumulación de problemas sociales, políticos, libertad y falta de confianza", argumenta.
Ese malestar estalló el 22 de febrero de 2019, fecha en la que unas 5.000 personas salieron a las calles de Argel para pedir la renuncia a un quinto mandato consecutivo del entonces presidente Abdelaziz Bouteflika, en el poder desde 1999.
El mandatario, paralizado por la enfermedad desde 2013, renunció en abril en el marco de una agria lucha en el seno del régimen militar, lo que la facción vencedora aprovechó para purgar a decenas de oficiales, políticos, empresarios y periodistas próximos a Bouteflika.
Un pulso que, junto a la elección del nuevo presidente, Abdelmedjid Tebboune, considerado un miembro del aparato, no ha servido para enderezar el rumbo de la economía argelina -en permanente deterioro desde la crisis del petróleo en 2014, única riqueza que explota- ni para acallar la protesta popular o Hirak, que ahora pide la caída del "corrupto régimen militar" que domina el país desde la independencia de Francia en 1962.
Sin cifras oficiales fiables ni organizaciones independientes en un régimen famoso por su hermetismo, Zerguine afirma que la mayoría de los que regresan o son interceptados, terminan encarcelados o simplemente "se pierde su rastro" como en tiempos de la guerra, que dejó cerca de 300.000 desaparecidos.
Aún así, son miles los que van a seguir prefiriendo arriesgarse a vivir en condiciones que se alejan de la dignidad, vaticina el periodista local Saïd Oussad.
HUIR DEL SAHEL
Argelia es también el eje de la migración irregular que huye del Sahel y el África Subsahariana, una territorio sacudido por el auge del yihadismo, el hambre, la violencia, el retraso tecnológico, la falta de infraestructuras, la militarización europea, el aumento demográfico y la crisis climática, que en apenas dos décadas convertirá esta región en la más seca del mundo.
Miles de migrantes cruzan cada año la frontera suroeste que escapa a su control gracias a las mafias y los grupos islamistas armados que dominan el norte de Mali, y miles más son devueltos por las fuerzas argelinas, abandonados bajo el sol en la provincia de Assamaka, en el límite que a duras penas sí controla con Níger.
Desde el centro de Argelia, la ruta se escinde en dos: una hacia el oeste que se interna en Marruecos y el Sahara Occidental con España en la mirilla; y otra hacia Túnez y Libia, más peligrosa debido al caos y la guerra civil que desangran este país desde que en 2011 la OTAN contribuyera al triunfo de los heterogéneos grupos rebeldes sobre la dictadura de Muamar al Gadafi.
El cierre de la travesía libia -dominante en 2017- ha hecho que tanto el paso hacia Marruecos como el tránsito por Mauritania hayan contribuido a convertir las Islas Canarias en una fotocopia de Lampedusa.
Pero no ha secado el negocio de las mafias libias, que siguen aprovechando un pulso internacional en el que Rusia y Turquía pugnan por abrir una puerta hacia el Sahel, nuevo centro de interés estratégico para la Unión Europea, Estados Unidos y China.
Amine llegó a Túnez en 2019 y solicitó asilo a través de la Media Luna Roja, pero no recibe ayuda y tampoco encuentra trabajo digno: sin papeles, quedan pocas más opciones que la explotación en la economía sumergida.
"No sé qué hacer. Salí de mi país porque no podía vivir con ese gobierno. Y ahora estoy perdido en todos los frentes. No tengo familia, trabajo ni ingresos. Sufro porque no tengo idea de mi futuro y creo que he perdido mucho tiempo", dice casi rendido.
Su ejemplo es el reflejo del otro fracaso de las primaveras árabes del que menos se habla: muchos observaron el cambio en el mundo árabe como un motor de desarrollo económico que absorbería a la población migrante y actuaría como barrera. Iniciado el tercer decenio del siglo XXI, el efecto parece el contrario.
Javier Martín