SAN DIEGO (AP) — Cuando una rastreadora de contactos llamó a una mujer iraquí para decirle que su hija de 18 años había dado positivo en una prueba de coronavirus y poría pasar la cuarentena de dos semanas en un hotel sin pagar, la mujer entró en un estado de pánico y recordó el miedo que sintió ante la posibilidad de que su familia fuese separada cuando escapó de Bagdad después de que una bomba mató a su hermano.
La rastreadora, la inmigrante iraquí Ethar Kakoz, había vivido una experiencia similar, pagándole a contrabandistas para que la sacasen de Irak luego de recibir amenazas de que sería secuestrada. Kakoz propuso entonces otras formas de aislar a la muchacha en su casa de El Cajón, a sabiendas de que la madre no soportaría estar alejada de su hija.
Kakoz es parte de un ejército de rastreadores de contacto de distintos orígenes contratados por los departamentos de salud para ayudar a inmigrantes, refugiados y minorías en general a cuidarse durante una pandemia que afecta en forma desproporcionada a esas comunidades. Una llamada a la vez, los rastreadores tratan de restablecer la confianza en el sistema de salud pública.
Hablan una cantidad de idiomas, lo que los ayuda a superar las diferencias culturales y a combatir la desinformación acerca del virus. Uno de sus problemas es que el propio presidente Donald Trump le resta importancia al virus y dice que los científicos del gobierno son unos “idiotas”.
Los rastreadores como Kakoz, que logran conectarse con la gente, son una excepción más que la regla en una campaña de rastreos que no ha funcionado a nivel nacional.
Mientras que países como Corea del Sur pudieron contener el virus y reabrir sus economías en base a los rastreos de contactos, Estados Unidos no tiene un programa nacional y depende de iniciativas locales que no consiguen que la gente coopere ni tienen los recursos suficientes.
A muchos estadounidenses les preocupa el tema de la privacidad y esto se ve agravado por la desconfianza en el gobierno que reina entre las minorías.
Los rastreadores llaman por teléfono a personas que según los departamentos de salud han estado a menos de dos metros (seis pies) de individuos infectados durante más de 15 minutos.
Su objetivo es convencerlas de que se aíslen o tomen precauciones para no propagar el virus. Algunos rastreadores van más allá y visitan a la gente para ver cómo están y ayudarla a pagar el alquiler, a solicitar el seguro de desempleo o a pedir ayuda alimenticia.
Kakoz trabaja para un programa conjunto de la Universidad Estatal de San Diego y el condado de San Diego que contrata personas que hablan árabe, español y filipino, o de barrios de afroamericanos.
En Nashville han contratado a rastreadores que hablan bengalí y nepalés, mientras que el condado de Ventura, cerca de Los Ángeles, recluta gente que habla mixteco, una lengua de indígenas mexicanos.
“Al margen del idioma, el conocimiento de estas comunidades (que tienen estos rastreadores) es vital para este tipo de trabajo”, dijo Matt Leger, director de CONTRACE Public Health Corps, una consultora creada hace seis meses para ayudar a las comunidades a establecer programas de rastreo de contactos.
Kakoz vive en El Cajón, ciudad de unos 105.000 habitantes al este de San Diego que ha recibido muchos refugiados, incluso de países árabes en guerra.
Dice que la pandemia les genera temores parecidos a los que sintieron en sus países.
“Muchas de estas familias reviven el pasado y la inseguridad que sintieron durante la guerra... la falta de alimentos, el no poder salir a la calle”, dijo Kakoz.
Su conocimiento de esas realidades ayudó a Kakoz cuando habló con la mujer iraquí y terminó ofreciendo ideas para la convivencia de una familia de seis personas en un departamento de tres dormitorios con dos baños.
Una habitación y un baño serían reservados para la muchacha en cuarentena y todos los miembros de la familia debían usar barbijos incluso adentro del departamento. También los puso en contacto con consejeros para que los ayudasen a superar los traumas de la guerra.
“Los entiendo”, expresó Kakoz. “Mi responsabilidad es educarlos y decirles lo que deben hacer”.
En otra llamada convenció a un hombre iraquí de que el coronavirus no provenía de un gas que estaba siendo ensayado por los militares estadounidenses, creencia que hizo que su esposa mantuviese las ventanas cerradas luego de que una prima se contagió.
Kakoz había visto algo al respecto en una página de Facebook en árabe y convenció a la pareja de que debía abrir las ventanas para que circulase el aire, como recomiendan los expertos.
La doctora Hala Madanat, investigadora de la Universidad Estatal de San Diego que ayudó a diseñar el programa, dice que aprendió lo importantes que pueden ser los rastreadores como Kakoz durante el brote de ébola en África.
La situación se complicó por la desinformación y la desconfianza en el gobierno.
Pero en Nigeria, las autoridades apelaron a personal que había estado trabajando en la erradicación del polio para que hiciesen de rastreadores de contactos y pudo contener el brote en cuestión de meses.
Amira Temple, otra rastreadora de contactos de la Universidad Estatal de San Diego, dice que considera su trabajo una extensión de su activismo a favor de los derechos civiles de hispanos y afroamericanos.
“Estas comunidades tienen escasez de alimentos, viviendas y seguridad, y el COVID saca todo esto a la luz”, manifestó.
“Una madre soltera le dijo a Temple en una llamada telefónica que ella y su hijo se habían confinado tras estar expuestos a una persona infectada pero que necesitaban comida. Temple les llevó comida que dura mucho tiempo.
“Pienso a menudo en ella”, comentó Temple. “Me alegro de haber podido ayudar y de que esta gente sepa que tiene el apoyo de la comunidad”.
Cuando recibió una llamada de una rastreadora que hablaba español después de que un pariente de alguien que vivía en el departamento de arriba diera positivo, la mexicana María Téllez, de 77 años, se mostró agradecida de que alguien se preocupase por ella.
La rastreadora de la Universidad Estatal de San Diego Verónica Pelayo es hija de inmigrantes mexicanos. Téllez no habla inglés pero dice que de inmediato sintió que podía confiar en Pelayo.
Pelayo llama a mucha gente que está en el país sin permiso y de entrada le hace saber que la información que den es confidencial. Dice que trata de que cada llamada “sea muy personal y de demostrar comprensión” por las circunstancias de los demás.
En la llamada a Téllez, Pelayo resaltó la importancia de usar tapabocas. Posteriormente visitó a Téllez y a un pariente durante un período de cuarentena para ver cómo estaban y asegurarse de que tenían comida.
Téllez dijo que eso “nos animó y nos hizo sentir que todo iba a salir bien”.
“Ya no tuvimos miedo”, agregó.
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La Associated Press produjo este despacho con el apoyo de la Re de Periodismo de Soluciones.