Democracia en muerte lenta

La democracia está en el talante de sus gobernantes: los que respetan las decisiones judiciales, los que se someten a ellas, los que respetan la independencia del Congreso y no utilizan el poder del ejecutivo para torcerle el cuello al votante

FOTO DE ARCHIVO. Partidarios de Donald Trump irrumpen en el Capitolio, durante una manifestación para impugnar la certificación de los resultados de las elecciones presidenciales de 2020 por parte del Congreso en Washington, Estados Unidos, el 6 de enero de 2021. REUTERS/Shannon Stapleton

La democracia no es solo un papel escrito al que le llaman Constitución. En Venezuela, su mafioso dictador Nicolás Maduro todavía dice que su país es una democracia. El papel aguanta todo. Tampoco son solo las instituciones, que se pueden torcer y acabar siendo utilizadas por dictadores y populistas del siglo XXI, como ha sucede en México, Colombia, Argentina, Brasil, y ni hablar de las dictaduras del continente.

La democracia está en el talante de sus gobernantes: los que respetan las decisiones judiciales, los que se someten a ellas, los que respetan la independencia del Congreso y no utilizan el poder del ejecutivo para torcerle el cuello al votante o desconocer su decisión.

Lo sucedido en Estados Unidos el 6 d enero de 2021, cuando un presidente pretendió desconocer las reglas de juego de la democracia y la decisión de los votantes, incluso con una toma del Congreso por parte de sus simpatizantes, forma parte de un patrón que poco a poco ahoga la democracia, incluso una tan fuerte como la de ese país.

Manifestantes contra los resultados electorales y el gobierno del presidente Lula da Silva invaden el Congreso Nacional, el Supremo Tribunal Federal y el Palacio del Planalto, en Brasilia (Brasil), el 8 de enero de 2023. EFE/André Borges

Además de la toma del Congreso de Estados Unidos por parte de los seguidores de Donald Trump, en la región los seguidores del Jair Bolsonaro en Brasil hicieron algo similar en el Congreso, la Corte Suprema y la Presidencia, luego de la elección de Lula da Silva el pasado 8 de enero.

Pero este deterioro democrático, y el intento de desconocer las decisiones del elector, no comenzaron con Trump o con Bolsonaro. Comenzaron mucho antes. En el 2007, Hugo Chavez desconoció la decisión soberana de sus ciudadanos y se pasó por la faja el referendo que el mismo convocó. Nadie se quejó, nadie levantó la voz ni protestó contra ese exabrupto, que generó precedentes en democracias serias como la colombiana. Claro, era Hugo Chavez, con petróleo a 100 dólares, era la izquierda mafiosa populista repartiendo dinero a cambio de apoyos y de comercio. Lula, callado; Estados Unidos, callado; en la región nadie musitó palabra, todos fuimos culpables en ese sentido; incluso Colombia, tengo que ser muy claro, expresó preocupación pero no asumió una actitud mucho más dura, como debería haber sido.

EFE 162

Nadie vio ese hecho como precedente del deterioro de la democracia que se venía para la región. Cometimos todos un error absurdo, que hoy se paga en otros países pero que en Venezuela fue el inicio de la hecatombe política que la tiene como la tiene.

¿Se imaginan que el dictador chileno Augusto Pinochet hubiera desconocido el resultado del plebiscito en su país y se hubiera quedado gobernando? La crisis política que se hubiera dado habría sido tremenda, pero en Venezuela, donde se desconoció el resultado de un referendo, el dictador siguió como si nada hubiera pasado -y hoy sigue en el poder un remedo de dictador, que es más un capo mafioso- con la mirada cómplice del mundo.

El siguiente ejemplo fue el plebiscito por la paz en Colombia. El silencio de Estados Unidos retumbó en el continente y abrió las puertas para lo que sucedió el 6 de enero del 2021. Nadie creía que podía ganar el NO. El presidente Juan Manuel Santos cambió las reglas del juego para facilitar el triunfo del SÍ; las cortes se lo aceptaron, mostrando que tan manipulables eran y cómo, con los “incentivos” correctos -la mal llamada mermelada-, le aceptaban al Presidente lo que él quisiera.

(AP)

Fue una campaña de todo un Estado, con recursos públicos, con los medios de comunicación públicos y privados entregados y con lacomplicidad de la mayoría de la clase política y los partidos, contra un movimiento político, el Centro Democrático, que no se oponía a la paz, sino al acuerdo firmado que le daba a las FARC total impunidad, como se ha visto hasta ahora.

Recuerdo que el principal diario del país, El Tiempo, me entrevistó un día antes y la primera pregunta fue: “¿Qué van a decir cuando pierdan el plebiscito?”. Le contesté al periodista que íbamos a ganar y me repitió la pregunta. Le respondí lo mismo. Así está publicado, pero nunca olvidaré la incredulidad del entrevistador y los ojos que puso cuando respondí.

Los ciudadanos en las encuestas decían que iban a votar por el SÍ, pero mientras hice campaña muchos me dijeron que le habían mentido a las encuestadoras. Había un gran voto oculto y de castigo. Las FARC habían victimizado al país durante décadas y los ciudadanos no querían que se salieran con la suya. De ahí el resultado.

Lo que pasó después no tiene nombre. O sÍ lo tiene, fue un golpe de Estado. El presidente Santos invitó a la oposición, en un acto de pura demagogia y para guardar apariencias, pues el premio Nobel estaba en juego. Es más, yo convencí al presidente Alvaro Uribe, en contra de muchos y con su misma reticencia, de que se sentara con las Farc, pero Santos lo impidió. No iban a hacer nada, no hicieron nada y desconocieron la voluntad popular.

Luego, el Congreso le aprobó, con un procedimiento express que no estaba en la Constitución -y que las cortes de nuevo avalaron-, elevar el acuerdo a nivel casi constitucional. Las cortes y el Congreso, otra vez con el incentivo de la “mermelada” de contratos y burocracia, corrupción pura y dura, accedieron a darle la espalda al pueblo y aprobarle a Santos, ya con su Nobel bajo el brazo, su proyecto personal, que dividió al país y no trajo la paz a Colombia.

¿Y Estados Unidos qué? Avaló este golpe de Estado, como lo hizo en Chile en 1973 o en Guatemala en 1954. De otra manera pero con el mismo resultado. Silencio cómplice de la administración Obama-Biden, que vendría a morderles el trasero apenas cinco años después. Permitieron el desconocimiento de la voluntad popular, lo aceptaron y abrieron la puerta para los eventos del 6 de enero del 2021. Lo del Nobel es igual, aunque ya ese premio ha ido perdiendo su importancia y su peso, pues es más un reconocimiento político que se cultiva y se gana (Lula está haciendo el trabajo) que un reconocimiento verdadero al trabajo por la paz y la libertad.

El precedente abrió las puertas a una serie de irrgularidades constitucionales en Colombia a las que aún no les vemos final. El supuesto resultado -la paz- era prioritario, y la complicidad internacional hoy hace parte de ese legado ideológico donde hay golpes de estado buenos y golpes de estados malos. Unos se aceptan y otros no.

Triste decirlo, el fin de esta historia aún no se ha visto. La democracia quedó herida y todavía nos falta saber si de muerte o no. Gracias presidente Santos, gracias presidente Obama y gracias presidente Biden. El fin NO justifica los medios.