Un estereotipo asegura que la relación entre suegras y nueras es compleja y difícil. Los conflictos suelen surgir porque ambas partes sienten una invasión de territorio, por expectativas no cumplidas o por quién ejerce más poder o influencia sobre ese hijo o esposo. Estereotipo o verdad irrefutable, lo cierto es que como todas las relaciones interpersonales, los vínculos pueden ser complejos para todos ya sean ciudadanos comunes o miembros de la realeza. La relación entre Isabel II y la princesa Diana o entre suegra y nuera pasó por distintas etapas y no siempre fueron tranquilas.
Cuando el príncipe Carlos anunció que su prometida era Diana Spencer, Isabel no puso reparos. Conocía muy bien que la joven formaba parte de una familia aristocrática y cercana a los círculos reales. De pequeña vivía en Park House en la finca de Sandringham, una casa de diez habitaciones, atendida por seis empleados domésticos y una cocinera. El padre de Diana era heredero del séptimo conde Spencer y caballerizo de Jorge VI y de su hija, Isabel II. Por eso, era frecuente que Diana jugara con los príncipes Andrés y Eduardo. Sus orígenes aristocráticos eran más antiguos que los de los Windsor, tanto que sus padres se casaron en la exclusiva abadía de Westminster, donde se casan los reyes.
Como había sido entre aristócratas, Isabel pensaba que a Diana no le resultaría difícil acomodarse a la vida del Palacio. Para esa época, la joven trabajaba de niñera en la guardería Young England de Pimlico, un centro que estaba de moda y a la Reina esto le parecía un detalle simpático. Que Carlos hubiera vivido una aventura con Sarah, la hermana mayor de Diana, fue algo que prefirió callar. Además, su esposo el príncipe Felipe y el poderoso e influyente lord Mountbatten la convencieron de que esa muchacha tímida y reservada era la indicada para ser la esposa de su primogénito y futuro rey. Aunque nunca hizo declaraciones públicas, como escribió la biógrafa real Ingrid Seward en 2001, “al asentir y matizar, la monarca dejó claro que aprobaba a Diana”.
El primer encuentro oficial con la Reina fue en el castillo de Balmoral. Aunque Diana estaba nerviosa -como revela Tina Brown en su biografía de la princesa de 2007-, sabía exactamente qué hacer para impresionar a la familia. Fue a pescar. Montó a caballo. Dejó que el vigoroso viento escocés le alborotara el pelo. “La Reina la encontraba encantadora y apropiada”, escribió Brown. “Sin las credenciales del aire libre, Diana nunca habría llegado a la primera base con ninguno de ellos”.
El día anterior a su boda, el 28 de julio de 1991, Isabel le envió a Diana una tiara de perlas y diamantes y un collar que habían pertenecido a la reina Mary, mujer del rey Jorge. Después de casarse con el príncipe, Diana mantuvo distancia con su suegra. La reina le resultaba simpática pero aterradora. Sin embargo, ambas mujeres parecían dispuestas al menos a llevarse bien ya que parecía imposible quererse. Un primer gran gesto demostró que la monarca confiaba en su joven nuera. Cuando murió Grace Kelly, la princesa pidió ir como representante de la familia real al funeral en Mónaco. Carlos pensó que no sería posible, pero se equivocaba. Según Diana contó luego: “Fui a ver a su secretaria privada, que entonces era Philip Moore, quien dijo que no creía que fuera posible porque solo había estado en el trabajo tres o cuatro meses. Entonces logré ver a la reina y le dije: ‘Sabes, me gustaría hacer esto ‘, y ella respondió: ‘No veo por qué no. Si quieres hacerlo, puedes”. Los 21 años de su nuera no fueron un impedimento y Diana tuvo su primera prueba de fuego como representante de la familia real.
En 1982, Isabel penaba por el príncipe Andrés que participaba en la Guerra de Malvinas pero tuvo una gran alegría cuando el 21 de junio de 1982 nació William Arthur Philip Louis, segundo heredero al trono. Aunque hacia el afuera Diana sonreía, y gracias a su frescura y naturalidad poco a poco se convertía en la “reina de los corazones”, puertas adentro su matrimonio comenzaba a naufragar. Comprendió que su marido la había elegido más porque era la persona conveniente que la persona amada. A sus problemas matrimoniales se le sumó su bulimia y decidió hablar con la monarca.
Según le contó al biógrafo Andrew Morton durante su conversación con Isabel, “me indicó que la razón por la que nuestro matrimonio se había ido a pique era porque el príncipe Carlos lo estaba pasando muy mal con mi bulimia”. “Colgó su abrigo en el gancho, por así decirlo”, continuó Diana, según Morton. “Y me hizo ver que todos veían eso como la causa de los problemas matrimoniales y no como uno de los síntomas”.
Diana siguió intentando confiar en su suegra. La reina se cansó de todo. Una tarde, Diana pasó a visitarla y la hizo esperar. “La princesa -le dijo un lacayo de palacio a la reina, según Seward- lloró tres veces en media hora mientras esperaba para verla”. La respuesta de la reina: “La tuve durante una hora y lloró sin parar”.
En público, incluso cuando los rumores de los asuntos del príncipe se arremolinaban, Diana seguía diciendo las cosas correctas: que el príncipe la apoyaba, que era un buen padre y marido. “Eso no era lo que le decía a la reina en sus reuniones privadas”, escribió Seward. “Carlos, seguía diciendo Diana, estaba defraudando a la monarquía”.
Aunque el dicho asegura que “el tiempo lo cura todo”, no se afirma lo mismo con la capacidad del tiempo para solucionar problemas. La crisis matrimonial entre Diana y Carlos se agravó pero la monarca prefirió no intervenir. Le molestaba de sobremanera que Diana ventilar sus problemas con Carlos con guardaespaldas, cocineros y mayordomos pero callaba. Para evitar problema decidió espaciar las visitas de su nuera e ignorar los reclamos de Carlos. El divorcio tampoco era una posibilidad.
En 1994, para conmemorar el 25 aniversario de su investidura, Carlos participó de The private man, the public role, un documental que se emitió por la televisión británica. El periodista le preguntó si había tratado de ser “fiel y honorable” en su matrimonio y su respuesta fue demoledora: “Sí... Hasta que el matrimonio se rompió irremediablemente, ambos lo intentamos”, fue su respuesta y agregó: “Siempre he tratado de hacerlo bien y de hacer lo correcto por todo el mundo”.
La admisión de adúltero ante las cámaras asombró a todos, pero quizá no a Diana. La misma noche que se emitía el documental participó de una gala benéfica donde lució el icónico atuendo que pasó a ser conocido como “el vestido de la venganza”. Negro, escotado y corto rompía todas las reglas seguidas por el protocolo real. Al verlo, la reina supo que luciendo ese atuendo su nuera realizaba una declaración perfecta de libertad y confianza.
Si Isabel pensaba que quizá la novela Diana-Carlos había terminado tuvo un nuevo capítulo. El 4 de noviembre de 1994 se publicó The Prince Of Wales: An Intimate Portrait, la biografía autorizada del príncipe Carlos escrita por Jonathan Dimbleby. Allí el heredero “prendía el ventilador”. Aseguraba que lo habían presionado para casarse con Diana y engendrar un heredero. Que al tiempo de casarse había descubierto que su joven esposa era bulímica y que lo ridiculizaba sin piedad.
A la reina Isabel II, no le importó tanto lo que su hijo publicó sino cuándo. Las peripecias que Carlos contó justo se publicaron cuando ella realizaba una gira por Rusia y opacaron su tarea. Preocupado por las repercusiones, el entonces ministro de Asuntos Exteriores, Douglas Hurd, desde Moscú afirmaba que “Todas estas historias de que la República está llamando a nuestra puerta son tonterías”. Y añadió: “Hay que pararlas”.
Un año después, Diana concedió la entrevista a Martín Bashir. En la polémica charla, 23 millones de personas escucharon contar a la princesa que “había tres personas en su matrimonio” en referencia a la relación que Carlos mantenía con Camilla Parker Bowles- y reconocía mantener ella misma una aventura. Habló de sus desórdenes alimenticios: “Tuve bulimia durante varios años. Y eso es como una enfermedad secreta. Te la infliges a ti misma porque tu autoestima está en un punto bajo, y no crees que seas digna o valiosa”. Reconoció: “Me infligí dolor a mí misma y me lesioné brazos y piernas”.
Después de esa entrevista, la reina decidió que los trapitos al sol del desavenido matrimonio de su hijo y los problemas y reclamos de Diana ya le habían hecho demasiado daño a la credibilidad de los Windsor. Sintió como una traición de parte de Diana que en la entrevista haya dicho que Carlos no era apto para ser rey y que no creía que llegara a serlo. Lo consultó con el arzobispo de Canterbury y les escribió una carta a cada uno de los príncipes de Gales instándolos a que se divorciaran cuanto antes. El acuerdo se concretó el 28 de agosto de 1996, a quince años de la llamada boda del siglo.
Una última situación aumentó la antipatía que Isabel sentía por su ahora ex nuera. La filtración a la prensa de los acuerdos económicos que hizo cuando se separó.
El 31 de agosto de 1997, ante la noticia de la muerte de Diana la reina Isabel decidió que el fallecimiento debía tratarse de manera íntima y familiar. Sin embargo, las masivas movilizaciones sociales terminaron por torcer su decisión y se acordó que la difunta princesa tuviera un funeral de Estado.
Convencida por el ministro Tony Blair, el 5 de septiembre, vestida de negro y frente a una ventana abierta por la que se veía una multitud concentrada frente a la entrada del palacio de Buckingham, la reina Isabel pronunció un discurso por televisión. Fue un gesto extraordinario porque, como recuerda el portal de la BBC, al margen de los mensajes de Navidad, solo había hablado en televisión, en 1991, con motivo de la guerra del Golfo.
En este discurso transmitido en vivo, definió a Diana como “un ser humano excepcional” y aseguró que la admiraba y respetaba por su energía y compromiso con los demás, y especialmente por su devoción a sus dos hijos. Para cerrar con un “Nadie que conociera a Diana la olvidará jamás”.
Después de su discurso, la monarca junto a su esposo fueron hasta las puertas de Buckingham para observar las flores que dejaba la gente, visitaron el Palacio de St. James, donde se encontraba el féretro, y saludaron a la multitud que hacía cola para firmar en el libro de condolencias.
El día del funeral, cuando el féretro de Diana pasó frente al palacio de Buckingham, la reina Isabel II inclinó levemente su cabeza. Según el protocolo, la monarca no estaba obligada a realizar esa muestra de cortesía ante otras personas, pero sí lo debían hacer ante ella. Su gesto valió más que las palabras. Espontáneo o no, sentido o estudiado, la monarca despedía a esa mujer a la que quizá nunca llegó a querer pero que sí aprendió a respetar.
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