Este martes 5 de octubre a las 17.30, la memoria volverá a tapizar las paredes del consulado argentino de Nueva York. Arranca allí la exposición “Ese día”, organizada por el departamento de Arte y Producción de la AMIA, cuyo director y curador es Elio Kapszuk. La muestra se iba a inaugurar el 6 de julio de este año, pero fue suspendida por las restricciones que impuso la pandemia.
Son 26 fotografías de sobrevivientes del atentado del 18 de julio de 1994, que tomó la fotógrafa Alejandra López. Además, cada uno de ellos dejó su testimonio. Ese día, 85 personas fueron asesinadas en la explosión que demolió el edificio de la mutual judía de Buenos Aires, ubicada en Pasteur 633. Todavía, el terrorismo que ejecutó la acción no pagó. La justicia no llegó para los familiares de las víctimas. Quedan el recuerdo y la memoria, que no se apagarán.
Aquí, cuatro historias de quienes se salvaron en medio del horror. Qué hacían y cómo siguieron sus vidas:
“No es una alegría haberme salvado”
Como de costumbre, Horacio Neuah había ido en la mañana del 18 de julio de 1994 al Once para hacer compras. Era comerciante y se proveía en los comercios ubicados alrededor de la AMIA. Ese día, además, lo acompañaba su mujer. “Fui con el coche, un Peugeot 403. Paré en Azcuénaga y la dejé a mi señora, que se fue a un local de la avenida Corrientes. Yo fui para Pasteur 666, Casa Susy, donde hacía las compras. Las hice, pagué y salí. Recuerdo que era un lunes muy claro, pero muy frío. Pasé dos veces frente a la AMIA. Fui a buscar el coche y volví para cargar la mercadería que había comprado. Había una camioneta de reparto de pan delante mío. Estacioné detrás. Cargué la mercadería y cuando arranqué volé con el coche hasta la esquina. No fue que rodé: volé hasta la esquina. Caí en Viamonte. Me bajé porque el coche crujía por todos lados. Los vidrios volaron. Volaban cosas increíbles: vigas de hierro, marquesinas, era algo que no entendía. Al soltar el embrague se paró el coche. Me bajé y miré adelante. Y un detalle: nunca, pero nunca miré para atrás. Nunca vi la AMIA destruida. Nunca pasé hasta que no construyeron el nuevo edificio. Me asusté por un palo de esos de luz o teléfono que cayó y pegó en el techo del coche y quedó al lado mío. Entonces me metí adentro del coche. Y arranqué. El coche arrancó y me fui por Viamonte. Ya venían los del Hospital de Clínicas y me revisaron. Estamos hablando que no entendía qué pasaba, había algo especial. A mi no me afectó tanto el ruido sino lo que me afectó a mi era que no podía respirar. Había algo químico, algo fuerte que no me dejaba respirar. Fui con el coche y estacioné en la playa de estacionamiento de la morgue. Entré, los chicos me miraban, y nadie me preguntó nada. Me quedé ahí cinco minutos. Volví para atrás, agarré por Uriburu y cuando llegué a Córdoba los semáforos andaban, pero había un policía y me hizo pasar a mí. Yo seguía sin entender nada, estaba en un shock terrible. Cuando llegué a mi casa lo vi al encargado y le dije que llame a mi señora… Y ahí me acordé que la había dejado en Pasteur y Corrientes. Dejé el coche y la fui a buscar. Fueron dos o tres horas de un desencuentro bastante importante. Fui al local donde estaba ella, me dijeron ‘usted es el marido de la señora que dejó la cartera y salió corriendo’... ‘Sí, si viene díganle que vaya a casa’, les pedí. Nos reencontramos en casa. Me encerré en mi habitación, y por 48 horas no encendí ni el televisor. No quería saber nada, quería coordinar mi cabeza.
El paso de los años no pudo evitar que Horacio sintiera culpa por haber sobrevivido. “Claro que hay culpas, decís ‘cómo salí del coche y murió la otra persona’. Hay culpa de decir ‘cómo no miraste para atrás, cómo no fuiste a ayudar’. Hay culpas. Pero no podía. No tengo una explicación lógica. Pero así como fue una casualidad que yo haya estado ahí en el momento del atentado, fue una casualidad que me haya salvado del atentado… Fueron muchas casualidades. No es una alegría haberme salvado. Eso me marcó. Fue un antes y un después. No fue haberme ganado la lotería”.
“No fue como una película de guerra, fue de terror”
Laura Moragues tenía 24 años cuando voló la AMIA. Su familia tenía locales en la cuadra de la mutual judía. Como todas las mañanas, los abrió para trabajar. “Era un lunes normal, una mañana común y corriente. Cuando explotó la bomba yo había despedido a un visitador médico que se iba a Rosario y una mujer entró a comprar. Sino, me hubiera agarrado en la puerta. A esa mujer que entró no la volvía ver nunca más en mi vida, pero fue mi ángel de la Guarda. Pero la estaba atendiendo cuando sentí una explosión muy fuerte. Yo estaba, digamos, para en un lugar y aparecí como dos metros más adentro. No entiendo cómo. Pero lo primero que hice fue salir a la calle. Y cuando salí todavía volaban cosas. De todo, objetos y personas. Vi una cabeza sin cuerpo, esas cosas vi. Gente tirada en el piso. Era tanto el desastre que no prestaba atención. Imaginate, ver cuerpos destrozados y una cabeza… no son imágenes fáciles de asimilar. Miré para el lado de la AMIA y no se veía nada. Era una nube como de humo, era polvo. Y empecé a correr para el otro local que estaba un poco más cerca para buscar a mi hermano. Era como si te contara… viste cuando ves una película que va en cámara lenta. Así era, como en cámara lenta, como no podía pisar el suelo porque estaba lleno de de vidrios y cosas así. Y de repente lo ví salir a mi hermano, así como en una película, entre el humo. Y nos abrazamos... “
De inmediato, Laura se puso a ayudar. “Con las chapas de los carteles que se habían caído empezamos a sacar gente para llevarla hasta el hospital de Clínicas, que está ahí a una cuadra. Me acuerdo que bajé unas persianas de los locales, porque así como había gente ayudando también había gente que se llevaba cosas de los locales. Después, no sé cómo, terminé en esa cadena humana que empezaba a pasar cosas, como agua, para los rescatistas”.
Con toda la adrenalina que le generó ese momento, Laura no se dio cuenta que estaba herida. Apareció una amiga y le dije que se fijara qué tenía en la espalda, que me dolía. Me llevaron al Clínicas, yo no quería, tenía unos vidriecitos clavados, que era nada al lado de lo que pasaba. Me hicieron unas curaciones y cuando salí del hospital quise volver al local donde estaba mi hermano. Pero Pasteur y Córdoba ya estaba vallada. Un comisario habrá visto mi estado de desesperación, se acercó y le comenté que estaba mi hermano adentro, que quería pasar. Él me había dicho que mis padres, que estaban en España en ese momento, estaban desesperados por saber algo de mí. El comisario me permitió pasar, me acompañó, hablamos a España y mis papás se quedaron tranquilos”
Luego de esa conversación, Laura se fue del perímetro. Como su local era el único en el que funcionaban las líneas telefónicas fue usado como una suerte de base de operaciones. “Estaba el Mossad, gente de la embajada. Todos trabajaron desde ahí”.
Como a todos los sobrevivientes, le quedaron secuelas. “Durante mucho tiempo no podía soportar escuchar los sonidos de las ambulancias. Cuando hay mucha gente o tumultos me pongo nerviosa. Tuve que dejar la facultad porque no puedo estar en lugares cerrados, me volví claustrofóbica. Fue una experiencia horrible. No fue como una película de guerra. Yo fui a trabajar como todos los días, y de repente desapareció un edificio y murieron casi 100 personas. Es como una película de terror”.
“El miedo siempre va a estar”
El 18 de julio de 1994, María Elsa Cena tenía 38 años. Ella era cocinera, y caminaba hacia Pasteur 605, donde iba a empezar a trabajar gracias a que un vecino llamado Juan le había conseguido un puesto en un restaurante ubicado allí. “Llegué a la estación Constitución a eso de las seis y media y me tomé un remise. Recuerdo que el chofer se pasó una cuadra y me preguntó si quería que volviera y le dije que no. Así que me bajé y caminé frente al edificio, que en ese momento no sabía que era la AMIA. Llegué al restaurante a las 7.50 y me presenté con Gustavo y el Tío, alguien que le decían Tío. Fui al primer piso, él me llevó un café con leche y una media luna, eso no lo olvido. Me dijo ‘bueno, ahora va a venir tu jefe de cocina’, que se llamaba Luis, y había dos o tres más que no me acuerdo. Me puse a empanar milanesas, estaba todo bien, y 9.50 siento que todos corrieron y bajaron. No sabía que estaba pasando. Todos gritaban ‘¡la AMIA! ¡La AMIA!’... Yo no sabía lo que era, creía que eran las fritadoras que teníamos atrás. Había cinco y creí que era eso, porque si no están bien limpias, explotan. Pero bueno, en ese momento se ve que me desmayé por los vidrios y quedé tirada. Por un buen rato quedé tirada hasta que vino Gustavo y le preguntó creo que a Luis si faltaba alguien y le dijo ‘sí, falta la nueva’, que era yo y fueron a buscarme. Me bajaron, y hubiera preferido quedarme arriba (se emociona), por lo que vi abajo… Eso no tuvo sentido y nunca va a tener”.
Cuando salió, Elsa se sentó en el cordón de la vereda. Por delante de sus ojos pasaban las imágenes más terribles que vio en su vida. “Era un desastre, porque veía a la gente que gritaba, había piernas por un lado… Yo estaba inmóvil, aturdida, porque la explosión duró un segundo. Sentís que explotó, todo negro, vidrios por todos lados, yo estoy llena de esquirlas en la cabeza, en la espalda. Ahí te das cuenta que no era la freidora. Cuando me dejó Gustavo ahí el tío se quedó al lado mío, perdió un dedo creo. Pero después me quedé sola. Veías la desesperación por ayudar, y yo buscaba un celular o algo para poder comunicarme con mi mamá, con alguien para que viniera a buscar. Yo no quería estar ahí, era polvo, muerte, muertos, gente decapitada, ver una pierna o un brazo… Me quería comunicar con alguien y no podía.Hasta (Villa) Domínico se escuchó. Mi hijo estaba en mi casa y mi mamá al lado. Le dijo ‘abuela viste lo que pasó, explotó la AMIA’. Sin saber todavía que yo estaba ahí. A mi mamá le entró una desesperación. Se fue a Constitución y pidió un remise. ¿Quién la llevó? El mismo remisero que me llevó a mi. Mi mamá se puso a llorar, es de llorar igual que yo. Querían llegar al Clínicas pero no podían. Al Clínicas a nosotros nos llevó un colectivo, creo que era el 101, y nos subió como podíamos. En cinco o diez minutos estuvimos. Fue terrible. Había un muchacho con sobretodo, sentado en el primer asiento, y tenía tapado el ojo, lo había perdido. Era una película de terror. Había una mamá con una nena que estaba descalza, en pantuflas. Fuimos uno de los primeros que llegamos al Clínicas. Me pusieron en una habitación con una chica. A mi mamá y a mi papá les costó encontrarme. Era una desesperación de buscar y preguntar. A las personas que habían fallecido las dejaban a un costado. Sacaban los escritorios para atender porque ya no había camillas. El hospital de Clínicas es enorme pero no estaba preparado para una cosa así, tan grave. Hasta que me ubicaron.
A pesar de haber tenido la suerte de sobrevivir, Elsa reconoce: “No quedé bien. Hice terapia y Yo después dejé, pero tuve que volver cada tanto por las angustias y temores. Cambió toda mi forma de actuar y salir, los miedos. No soy la misma. Los miedos siguen. A veces alguien corre o sentís algo y me quedo porque me asusto. Me encerré mucho en mí. El miedo está siempre. Siempre va a estar”
“Después del atentado, cambié profundamente”
El 18 de julio fue un lunes muy particular para los futboleros. El día anterior se había disputado la final del Mundial de Estados Unidos, que ganó Brasil por penales ante Italia. Era el tema del día. Ese es el primer recuerdo que tiene Daniel Pomerantz, sobreviviente y director ejecutivo de AMIA: “A las 8.15, 8.30 estaba en la oficina. Era una oficina prácticamente nueva, la estaba empezando a disfrutar. Un compañero de trabajo, a las nueve y media habrá sido, me llama por teléfono y me dice que quiere verme porque había un tema muy importante de trabajo para resolver conmigo. Francamente no tenía muchas ganas de encontrarme con él porque era temprano, era un lunes, tal vez porque sabía que si me enganchaba con esa conversación iba a estar un largo rato. No tenía ganas, lo recuerdo perfectamente. Pero fue tan insistente que no me dió para decirle que no. Pero sí tuve la lucidez en ese momento de decirle que no venga, que yo lo iba a ver, porque quería que la reunión terminara cuando yo quería. Me acuerdo que no me senté, sino que me quedé parado a la vera de la puerta, en la entrada. Se dio un juego de preguntas y respuestas, los dos de pie. Él me preguntaba, yo le respondía. Yo me quería ir, él me retenía. Era como un scketch que se sucedía una y otra vez. No habrá durado mucho, porque así nos encontró ese momento fatídico, el momento del estallido, totalmente desestructurante. En principio, el piso se movía. El trastabilló, recuerdo que lo agarré… Salo es su nombre. Lo tomé a Salo de los brazos para que no caiga. Yo también trastabillé, nos quedamos los dos de pie. Recuerdo una lluvia de vidrios, traté de ver y no pude, escuché gritos”.
Cuando la nube de polvo comenzó a despejarse, Daniel pudo ver la luz y el cielo. “Había un pequeño patio, en ese segundo piso, en la zona trasera. Recuerdo caminar a tientas, encontrarme con otro compañero de trabajo que trataba de orientar que por ahí era una salida. Junto con Salo nos dirigimos a ese lugar y abrimos la puerta. Y esa terracita la ocultaba el edificio. Se me ocurrió treparme para ver la parte de adelante y entender qué había sucedido. Y vi que no había un edificio. Durante un tiempo, AMIA no existió. Y lo siguiente que recuerdo son los gritos que provenían de un piso más abajo. Recuerdo a Tamara con su pedido de auxilio y sus gritos desesperados. Recuerdo a Ana María… gritaba por su hija. Fue desgarrador escucharla. Rememoro esto y sigo viéndolo como si fuera el día de hoy. Su hija falleció en el atentado…”
Lo siguiente que intentó fue salir de ahí. “Empezamos a saltar de terraza en terraza buscando una salida al exterior. Recorrí un pasillo, había gente que me miraba, con miradas como extraviadas, incrédulas… Por un edificio lateral salí a la calle Tucumán. Es decir, exactamente a la vuelta de la entrada de Pasteur 633. Y me dirigí hacia adelante”.
En ese momento, una vez abajo, pensó de que manera avisarle a su familia. “En 1994 los celulares no eran algo habitual. Veo a una persona que se dirige a mí, con un celular. Se lo pido y accede. Llamé a mi esposa y estaba durmiendo. Se enteró por mí del atentado a la AMIA. Corté y llamé a mis padres. No los encontré. Ellos ya habían salido a Pasteur. Me quedé dando vueltas esperándolos. Y en un momento determinado los vi. Y me abrazaron como, imagino, hacía mucho que no abrazaban a su hijo. Creo que pensaban que no me iban a ver más”.
Después, la vida lo arrastró como un río. “Cada uno va buscando sus tablas con las cuales flotar en ese naufragio. La mía fue la actividad. Tomé la decisión de no parar. Los dos primeros días fueron con jornadas que terminaban a las dos de la mañana. Y no recuerdo qué. Probablemente no estuviera haciendo nada relevante. Pero tenías la compulsión de no parar a pensar lo que había pasado, las circunstancias que había transitado y el estar para contarlo. Los dos años que siguieron fueron de cambios en mi vida. Tal vez esa fue la respuesta. Esa persona que llamé primero, a los dos años dejó de ser mi esposa, un poco más tal vez. Reinicié un camino de estudio. Decidí volver a algo que había dejado. Me mudé. Volví a terapia. Cambié profundamente en poco tiempo”.
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