Ese olor no se olvida más.
Veinte años después, el aroma de la “zona cero” sigue en mí.
También esa bola de fuego naranja.
El olor es el de la noche del 12 de septiembre de 2001 en la zona sur de Manhattan, cuando caminé una Nueva York ya sin Torres Gemelas.
Con la bola naranja me había encontrado un día antes, el 11 de septiembre.
Estaba en un auto en la autopista US 1, que conecta casi toda la costa Este de los Estados Unidos de norte a sur. Venía desde Alexandria, Virginia, y quería llegar a Washington DC. La National Public Radio (NPR) lanzaba noticias asombrosas acerca de lo que estaba sucediendo en Nueva York, y la dulce mañana y el cielo azul de finales de verano ya no importaban. El día se había vuelto horrible.
Entonces, a las 9:37, una enorme bola de fuego naranja se elevó al costado de la autopista. El Pentágono acababa de estallar ante mis ojos. El vuelo 77 de American Airlines había perforado el edificio.
El tráfico se detuvo y la desesperación subió varios niveles en cada uno de los miles de coches varados ante el Departamento de Defensa de los Estados Unidos. A esa gente le estaba pasando en sus autos algo que ya habían vivido sus abuelos en octubre de 1938, cuando la CBS emitió una adaptación radiofónica de la novela “La guerra de los mundos”, de H.G. Wells. La invasión marciana, ficticia, fue tomada en serio por muchos de los oyentes y la histeria cruzó Estados Unidos de costa a costa.
Esta vez no se hablaba de marcianos, pero sí había sensación de guerra. Y la historia, real, a diferencia de la de 1938, venía desarrollándose en sus autos con informes fragmentados, confusos y a veces contradictorios acerca de lo que estaba sucediendo en Nueva York.
A las 8.46 de la mañana, el vuelo 11 de American Airlines se había estrellado contra la torre norte del World Trade Center, entre los pisos 93 y 99. A las 9.03, otro avión, el vuelo American Airlines 175, había hecho lo mismo contra la torre sur, entre los pisos 75 y 85.
A las 9:43, el vuelo 93 de United Airlines se estrelló en un campo cerca de Shanksville, Pennsylvania. El objetivo, se supo luego, era el Capitolio en Washington, del que lo separaban 20 minutos de vuelo.
Tanto la Cámara de Representantes como el Senado sesionaban aquella mañana. Laura Bush, esposa del entonces presidente George W. Bush, estaba en las oficinas de un edificio del Senado cercano al Capitolio.
En la autopista 1, camino a Washington DC, todos los conductores y pasajeros tenían claro a las 9.37 de la mañana que algo extraordinario y escalofriante estaba sucediendo en Nueva York. Pero cuando a esa hora la bola de fuego naranja se desplegó ante sus ojos, la historia dejó de ser algo que contaba la radio para pasar a ser inesperadamente propia.
“¡Esto es una locura, quiero ir a mi trabajo!”, gritaba un hombre en un coche cercano mientras los autos volvían a moverse a paso de hombre en dirección a la capital de los Estados Unidos. En cada uno de esos coches había gente desconcertada, con miedo, temblando o, en muchos casos, llorando.
Veinte años atrás los teléfonos celulares no ofrecían imágenes como hoy, mucho menos whatsapp. Tampoco había redes sociales y la conexión a Internet era una rareza. El teléfono servía para lo que sirvieron los teléfonos toda la vida: para hablar. Y, gran novedad de aquellos años, para mandar SMS.
Pero con las comunicaciones colapsadas, llamar se convirtió en un imposible para buena parte de los que estaban allí. Así, 2001 se pareció bastante a 1938, porque era la radio la que conectaba a esos aterrorizados automovilistas con las noticias.
Y la radio disparaba, con el tono neutro de la NPR, noticias cada vez más duras. Decía que el World Trade Center ardía en Manhattan sin que nadie supiera aún por qué, que había humo saliendo de la Casa Blanca -no era así- y que se estaba evacuando el Departamento de Estado, el Departamento del Tesoro y el Capitolio.
La llegada a Washington DC confirmó que la ciudad era un pandemónio. Todos estaban fuera de sus oficinas. En los parques la gente conversaba con ademanes nerviosos y de las oficinas se arrojaban bolsos y pertenencias de sus ocupantes en una apresurada evacuación. La policía frenaba el ya de por sí colapsado tráfico para permitir el paso de carritos de evacuación cargados con bebés de las múltiples guarderías en el centro administrativo.
Los bebés lloraban, incapaces de entender qué estaba sucediendo.
El cielo seguía azul y el sol brillaba, pero la bola de fuego naranja se había convertido en una espesa columna de humo negro que comenzaba a cubrir la autopista y era visible desde el centro político de la ciudad. Tras dudas acerca de que había causado la explosión, la radio pública confirmaba veinte minutos después de las diez de la mañana que se trataba de un atentado, con un avión secuestrado estrellándose contra el centro de la Defensa de la nación más poderosa del planeta.
Estaba en en el lugar y el momento justos. Venía de pasar dos semanas trabajando en Nueva York, pero había llegado el lunes 10 a Washington para una serie de reuniones en la agencia de noticias DPA, en la que trabajaba por entonces. Escribí casi sin pausa durante todo ese martes único, y a la mañana siguiente, miércoles, me tomé el tren a Nueva York.
Para la mayoría de los pasajeros, aquel fue el viaje de la angustia, un personal regreso al horror. Tras un día en el que desde la mañana ningún vuelo comercial surcó los cielos de Estados Unidos, miles de personas debieron buscar medios de transporte alternativos para regresar a Nueva York.
Parejas abrazadas, miradas perdidas, gestos cansados y silencio, sobre todo mucho silencio. El viaje con escala en el aeropuerto internacional de la capital, Baltimore, Wilmington, Filadelfia y Newark, tenía ambiente de funeral, con gente deseando ver a sus familiares o amigos y otros temiendo que fueran alguno de los miles de muertos en la masacre de las Torres Gemelas.
“No hay vuelos de Washington a Nueva York, pero si los hubiera, ¿quién querría volar hoy?”, me dijo James, un capitalino que viajaba con frecuencia a Nueva York. En el asiento vecino, un matrimonio conversaba con el encargado de controlar los pasajes. “Union Station podría ser también un objetivo”, decían asustados.
Entonces, el tren dejó Newark y por las ventanillas apareció el sur de Manhattan. Todos habían visto la escena una y mil veces por televisión, pero el ya difuminado humo gris que reemplazaba a las orgullosas Torres Gemelas fue demasiado para los pasajeros. Tímidamente primero, casi con angustia después, los que se sentaban a la izquierda abandonaron sus asientos para escrutar la realidad desde las ventanillas del sector derecho.
“No vi otra cosa que las torres allí en toda mi vida adulta”, me dijo asombrado Richard, un administrador de empresas en torno a los 40 años. “Hijos de puta”, fue la expresión, bastante más visceral, de otro pasajero que no tenía ni fuerzas para dar su nombre.
La Nueva York que pisé tras bajarme del tren en Penn Station no tenía nada que ver con la que había dejado dos días antes, en el mediodía del lunes. Aquella era una ciudad vibrante que, como en cada inicio de septiembre, comenzaba a recuperar su ritmo tras las vacaciones de verano.
Y ya nadie lo recuerda, pero la anécdota da una idea del nivel de las preocupaciones antes del 11 de septiembre: ese verano había sido bautizado a fines de julio por la revista “Time” en su primera plana como “El verano del tiburón”, tras una serie de ataques de escualos en la costa Este del país. Estaba equivocada “Time”, aquel verano no sería recordado por los tiburones.
Era un verano, como todos los anteriores, en el que todos aquellos que se habían subido a un avión lo habían hecho casi con la misma facilidad con que se tomaban un taxi o subían al metro.
Los controles eran entre escasos y nulos, no había noción de peligro. A tal punto no la había, que la seguridad en los aeropuertos estadounidenses, en especial en los vuelos nacionales, estaba en manos de empresas subcontratadas que explotaban a sus empleados y no controlaban quién estaba asumiendo esa delicada función.
En 2001, los empleados en los controles de seguridad cobran en algunos aeropuertos 6,25 dólares la hora, menos que los siete que percibía un trabajador en los locales de comida rápida a pocos metros de distancia.
Argenbright Holdings, por entonces el mayor contratista estadounidense en seguridad aeroportuaria, había sido declarado culpable en mayo de ese año de violar leyes federales y debió pagar 1,2 millones de dólares en multas por falsificar datos de entrenamiento laboral y antecedentes en la captación de nuevos empleados. Algunos con antecedentes criminales, incluido uno por secuestro, escribió “The New York Times” en aquellos días.
Eran tiempos en los que no había problemas para subir con objetos punzantes a un avión, mucho menos con llevar líquidos. Muchos subían con armas que no eran detectadas, nadie se sacaba los zapatos en los controles de seguridad, nadie debía exhibir la laptop, los cubiertos eran de metal y no se le prestaba demasiada atención al uso de los incipientes teléfonos móviles.
Aquel verano y aquella despreocupación eran ya, el sombrío miércoles 12 de septiembre de 2001, parte de un pasado que jamás volvió.
El sol brillaba igual de fuerte que lo habría hecho en toda la semana en Manhattan, pero las partículas de polvo suspendidas en el aire filtraban y bloqueaban parcialmente la luz para darle una apariencia irreal a todo.
Luz tenue, calles semivacías, tiendas cerradas, estupor, temor o desesperación en los rostros. Eso era Nueva York durante el día.
Y el día y el sol le dieron paso a una noche de polvo, barbijos, barricadas, ambulancias y decenas de miles de personas caminando kilómetros y kilómetros por Manhattan rumbo a la nada en que quedó convertido el World Trade Center.
Toda la ciudad estaba cubierta por una fina y grisácea película de polvo arrastrada por el viento sur desde el lugar del doble atentado suicida del martes. Polvo sobre las calles, los carteles, los autos, las aceras. El polvo de lo que antes fueron las Torres Gemelas.
Si la primera noche en Nueva York había sido de desconcierto, horror, llanto y calles vacías, la segunda vio a muchos dirigiéndose en un recorrido zigzagueante hacia el sur. En un día en el que muy pocos trabajaron, con el distrito financiero semidestruido, oficinas públicas cerradas y pocas tiendas funcionando, los neoyorquinos se volcaron a la calle para enfrentarse al horror.
La Iglesia de Nuestro Salvador, en Park Avenue, ofrecía en su entrada un libro donde escribir el nombre de muertos o desaparecidos y rezar por ellos, además de sitio para descansar y comer algo. En Times Square un neón irreal iluminaba calles semivacías, mientras en una de sus esquinas una banda luminosa ofrecía las últimas noticias.
Fue una noche sin bocinazos, sólo con sirenas de ambulancias o coches de policía. Todo con el persistente olor a quemado que traía el polvo, distante casi cinco kilómetros de Times Square. Mucha gente caminaba apretando parte de su ropa contra la boca y nariz para respirar. Otros llevaban barbijos. No sabían que 19 años después serían obligatorios.
El camino hacia el sur y por el Este llevaba por la Segunda Avenida, donde los automóviles no podían pasar más allá de la calle 23, o a lo sumo de la 14. A partir de allí, sin transporte público confiable, sólo quedaba caminar, escuchando las notas desgarradas por un solitario saxofonista y sin detenerse en los bares y restaurantes donde unos pocos clientes ocupaban mesas en la calle.
Funerarias como Provenzano y Andrett, los únicos comercios iluminados en una avenida en sombras, hacían sentir que no sólo en el aire, cuyo aroma recordaba al de las filtraciones de las cloacas, estaba la muerte.
Houston Street, el límite norte del Soho, marcaba un muro infranqueable: a partir de allí sólo podían seguir quienes acreditaran con sus documentos ser residentes. Little Italy, bulliciosa y concurrida durante toda la semana, apenas se distinguía en la oscuridad. Todo era barricadas y policía. Y, al final de West Broadway, una nube de humo en el lugar de las Torres Gemelas.
En esa esquina, el aire era más irrespirable que en todo el trayecto previo. La mayor parte de los caminantes apelaba al barbijo, aunque el periodista de la cadena Fox informando en vivo desde el lugar sólo se lo pusiera para salir en cámara. Fuera de las potentes luces de los equipos de televisión, todo era negro, todo eran sombras.
“Y qué puedo hacer?”, se encogía de hombros David, que caminaba las últimas de más de 70 calles rumbo a su casa en el Soho. Sabía que no había más alternativa que caminar. Y caminando se llegaba a una esquina especial, la de la Sexta Avenida (o Avenida de las Américas) con Houston.
El centenar de personas reunidas allí miraba hacia el sur, donde la nube de polvo se adivinaba más sólida. Hacia allí avanzaban los únicos vehículos que podían pasar, los de rescate o seguridad.
Agitando sus banderas y gritando “¡USA!”, el grupo aplaudía calurosamente a cada bombero que salía de la zona de catástrofe, pero también a los policías.
El entusiasmo crecía en exacta proporción al tamaño del vehículo, con las grúas o máquinas excavadoras desatando el máximo fervor.
Pero en esa misma esquina estaba la otra cara, la de las víctimas y sus familiares. Muy pocos pudieron llegar entre el martes 11 y el miércoles 12 hasta los escombros en que quedó convertido el World Trade Center, y nadie vio en televisión imagen alguna de los muchos cadáveres que dejó el doble atentado. Sin embargo, las ausencias eran palpables en el semáforo de Houston y la Sexta Avenida.
Mario Nardone, un “broker” de 32 años sonriendo desde una fotocopia pegada en el poste, figuraba bajo “missing” (desaparecido). Centímetros más abajo, una treintena de velas iluminaban el improvisado altar, donde una postal de la Estatua de la Libertad recortada contra las Torres Gemelas ocupaba el sitio de máxima veneración. “Te amo Nueva York, encuentra la paz”, rezaba uno de los múltiples mensajes escritos a mano.
A dos metros, tres personas sentadas en el piso miraban sin ver mientras apretaban en sus manos sus teléfonos celulares, esperando una llamada que muy probablemente nunca llegó. Más atrás, varios vagabundos dormitando, tan ajenos a todo como los demás a ellos. Y además del polvo, mucha basura: decenas y decenas de bolsas de desperdicios pudriéndose en las calles y algunas ratas saliendo desde la oscuridad.
Embotados, muy pocos hablaban, casi nadie escuchaba. Todos miraban hacia el sur, escrutando la nada en la noche del día después.
Y en al aire, aquel olor.
¿A qué olía el 11 de septiembre de 2001 en Nueva York? A polvo, metal y carne quemada.
Ese olor no se olvida más.
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