Un día como hoy, hace treinta años, el dictador iraquí Saddam Hussein conmocionó al mundo cuando atacó y anexó el vecino emirato de Kuwait. Aquel 2 de agosto de 1990 el orden de la post-Guerra Fría era sometido a su primera crisis internacional. Irak había violado la integridad territorial de un estado soberano. El mundo vivía entonces una verdadera aceleración de los tiempos históricos. Tan sólo meses antes había caído el Muro de Berlín y ese evento había disparado que, en cuestión de semanas y como un castillo de naipes, cayeran uno a uno todos los regímenes comunistas de Europa del Este.
Por la diferencia horaria, el presidente George H. W. Bush tuvo los primeros indicios de la invasión a las ocho de la noche del miércoles 1 de agosto, de boca de su asesor de Seguridad Nacional Brent Scowcroft. Este llegó a la Casa Blanca junto a su principal asesor en asuntos de Medio Oriente, Richard Haass (actual Chairman del Council of Foreign Relations).
Bush admitió en sus Memorias (A World Transformed, 1999) que aquella noche su mente estaba en otras cosas y no en Irak. “Estábamos atravesando una recesión y en medio de una horrible batalla por el presupuesto”, confesó. Una hora más tarde, Scowcroft le confirmó al presidente que los servicios de inteligencia habían podido confirmar la noticia: “Lo tenemos claro, ya están por cruzar la frontera”.
Bush reconoció años más tarde que la “costaba entender que Saddam atacara Kuwait” y admitió que había imaginado que sus presiones eran parte de una intención de mejorar su posición frente a su vecino, y ante las enormes deudas en las que estaba inmerso.
Para entender las razones que movieron al dictador iraquí a atacar Kuwait hay que rastrear en los sucesos de la década anterior. Más precisamente, en el interminable conflicto bélico que enfrentó durante ocho años a Irak con Irán. Aquella guerra iniciada en septiembre de 1980 por la audacia que siempre caracterizó el comportamiento internacional de Saddam y cuya mejor conclusión acaso hubiera resultado de una derrota de ambos contendientes, tal como alguna vez reflexionó Henry Kissinger. Pero lo cierto es que Bagdad emergió exhausta de aquella guerra.
La caída del precio del petróleo, a partir de la segunda mitad de los años ochenta, había jugado otra mala pasada al audaz tirano iraquí. Una política coordinada entre la administración Reagan y el rey Fahd de Arabia Saudita, destinada a deteriorar las posibilidades materiales y la posición global de la Unión Soviética había hundido el precio del barril que se derrumbó de veintiseis a once dólares desde 1986. Dos semanas antes de la audaz invasión a Kuwait, en una carta remitida al secretario general de la Liga Arabe, el ministro de Relaciones Exteriores iraquí Tariq Aziz acusó a los kuwaitíes y a los Emiratos Árabes Unidos de haber implementado una política deliberada para inundar el mercado a través de excederse de las cuotas fijadas por la OPEP provocando un impacto desvastador en Medio Oriente.
Algunas expresiones de la embajadora norteamericana en Irak April Glaspie pudieron confundir al dictador iraquí. Durante una entrevista con ésta, el 25 de julio de aquel año, Saddam y su ministro Azis habrían entendido que la representante de Washington les había dado "luz verde" para atacar Kuwait cuando el líder iraquí y su canciller explicaron sus penurias frente a los emiratos vecinos.
Lo cierto es que aquella noche, mientras las tropas de Saddam anexaban Kuwait -cuya familia real huyó de inmediato- Bush tomó comenzó a diseñar los pasos a seguir. Se comunicó con su embajador ante las Naciones Unidas, Thomas Pickering y le explicó que -de ser necesario- los Estados Unidos resolverían la crisis de manera unilateral, pero que -de ser posible- lo harían a través de una coalición internacional a través de un mandato del Consejo de Seguridad. Bush recordó que “aunque era optimista, no podía estar seguro de qué podía esperar de las Naciones Unidas” y explicó: “Yo era plenamente conciente que se trataba de la primera prueba de la post-Guerra Fría”. En las primeras horas del día siguiente recibió el apoyo de la primera ministra británica Margaret Thatcher, quien realizaba una visita a los Estados Unidos. El Presidente entendió enteramente la importancia de la situación que importaba, en los hechos, el primer desafío a lo que semanas más tarde daría en llamar como un “Nuevo Orden Mundial”. Su propia experiencia lo ayudaría. Bush (padre) era -tal vez junto con la única posible excepción de Richard Nixon- el presidente más preparado en materia de política exterior de las últimas décadas: había sido jefe de misión en China, embajador en las Naciones Unidas, titular de la CIA y vicepresidente durante ocho años.
En tanto, el secretario de Estado James Baker acortó una visita oficial que cumplía en Mongolia y voló hacia Moscú. Allí, junto al ministro de Asuntos Exteriores soviético Eduard A. Shevardnadze mantuvieron un encuentro en el aeropuerto moscovita de Vnukovo-2 desde donde emitieron un comunicado conjunto condenando el accionar de Bagdad, al que calificaron como “brutal e ilegal”. El corresponsal del New York Times en la capital soviética Bill Keller reportó que “el esfuerzo combinado de las dos superpotencias busca movilizar la máxima presión internacional sobre Irak, un país que durante años fue un aliado de los soviéticos y un gran comprador de armanento”.
En una cumbre en Helsinki, el 9 de septiembre, Bush y Gorbachov sellaron su acuerdo y finalmente, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas aprobó una resolución obligando a Saddam a retrotraer el statu quo anterior a la anexión y eventualmente, autorizó al uso de la fuerza para reponer la soberanía estatal de Kuwait. En enero de 1991 una gran coalición, liderada por los Estados Unidos y representativa del conjunto de la comunidad internacional, liberó Kuwait a través de la Operación Tormenta del Desierto. No sin pesar, Israel se abstuvo de integrarla, a pedido de la administración Bush, a los efectos de permitir que numerosos países árabes acompañaran el esfuerzo militar. La Argentina, entonces presidida por Carlos Menem, participó enviando dos naves.
En la actualidad, en tiempos en que muchos sostienen que está surgiendo una nueva Guerra Fría entre los Estados Unidos y China, el espíritu de cooperación de 1990 parece un lejano recuerdo. Después de casi medio siglo de enfrentamiento, los Estados Unidos y la Unión Soviética concurrieron unidos para restablecer la integridad soberana del emirato de Kuwait. Era el resultado de aquel comunicado conjunto, suscripto hace exactamente treinta años, entre los jefes de la diplomacia norteamericana y soviética. Baker escribió en sus Memorias (The Politics of Diplomacy, 1995) que “aquella noche de agosto, después de cincuenta años de mutuas sospechas y fervor ideológico, la Guerra Fría dio su último suspiro en una terminal aérea en las afueras de Moscú”.
El autor es especialista en relaciones internacionales. Sirvió como embajador en Israel y Costa Rica.