En 2013, cuando recibió el Emmy por su actuación en Behind The Candelabra, Michael Douglas dijo a la prensa: “Mi hijo está en una prisión federal porque ha sido un adicto durante la mayor parte de su vida y estaba vendiendo drogas. Ahora está en aislamiento y me dicen que no puedo verlo por dos años. Parte del castigo es que si una persona consume drogas en la cárcel, si tiene un desliz, recibe penas extras. Empiezo a cuestionar el sistema”.
En el correccional Cumberland, una cárcel de seguridad media en el estado de Maryland, donde mandaban dos pandillas hispanas (los Sureños, de California, y Tango Blast, de Texas) y un teléfono celular se cotiza a USD 3.500, Cameron Douglas no pudo escucharlo. “Me entero por otro recluso”, escribió en sus memorias, una montaña rusa de desgracia, resistencia y redención que se acaba de publicar en los Estados Unidos. “Me hace sentir muy bien escuchar que papá dijo eso”.
Días antes había pedido una visita especial, para poder ver a su familia: hacía más de un año que no lo conseguía. Se la habían negado, como todas las veces anteriores. Luego del discurso, el administrador de la cárcel le sugirió que volviera a llenar la solicitud.
“Papá vino primero, voló para verme. En la sala de visitas todas las cabezas se dan vuelta, como suele pasar donde va papá. ‘A la mierda’, dice papá, mirando mis músculos y mis tatuajes y mi pelo corto”, contó Douglas su pequeño triunfo.
Uno de esos tatuajes, bajo las clavículas, dice “Take The Long Way Home”, que además de ser el título de varias canciones —la más famosa, de Supertramp— es una expresión en inglés: en lugar de ir por la ruta más corta, tomar un desvío que lleva más tiempo. Y Long Way Home (Largo camino a casa) es el título del libro en el que el hijo y nieto de celebridades cuenta cómo pasó de la riqueza y el privilegio al sistema de encarcelamiento masivo de los Estados Unidos, previa escala en dos años de consumo de cocaína endovenosa —un método tan peligroso que le causó tres episodios convulsivos por sobredosis— y cinco años de heroína, sostenidos con un negocio de tráfico que lo puso en la mira de la agencia antinarcóticos, la DEA.
“Dedico este libro a mi madre y mi padre, a quienes nunca les flaqueó el amor ni renunciaron a mí ante una marea incesante de pesadillas. Sólo ahora puedo empezar a imaginarme lo difícil que eso debe de haber sido para ustedes”, escribió. Ese “ahora” alude a que, a su vez, él se ha convertido en padre, de una niña de dos años, Lua, en esta segunda parte de su vida.
Cameron comenzó a escribir en los sucesivos domicilios penitenciarios por los que pasó: primero lo condenaron por tráfico a cinco años, pero al encontrarle heroína en la cárcel el juez le sumó otros cinco. El libro —que editó Benjamin Wallace, periodista de Vanity Fair— narra con una riqueza de detalles tan extraordinaria que a veces parece que el autor vivió varias vidas. Otras veces los detalles abruman, como las sensaciones en el momento en que recibe el efecto de la cocaína inyectada, o el contrabando de sustancias en el recto de los reclusos de una prisión a otra. “Una memoria conmovedora, honesta, catártica y en ocasiones aterradora”, la describió su madrastra, Catherine Zeta-Jones.
Michael Douglas, que actualmente acompaña el lanzamiento del libro de su hijo mayor, es uno de los personajes centrales de la primera parte del libro, que con saltos en el tiempo va contando el primer tema de la vida de Cameron: las adicciones. “Yo veneraba a papá. Todo hijo admira a su padre, pero todo el mundo admiraba al mío”, sintetizó. Y como su padre con el suyo, Kirk Douglas, él entró en una pelea por la atención y el afecto. Sólo que ahí donde Michael quiso destronar a Kirk, Cameron actuó más como su tío Eric, quien murió de una sobredosis.
El clan Douglas
El primer personaje, entonces, es el abuelo, al que Cameron llama Pappy. “El mundo conoce a Pappy como Kirk Douglas, la estrella de la taquilla internacional de las décadas de 1950 y 1960, una leyenda de Hollywood casi tan famosa por sus conquistas (Lana Turner, Ava Gardner, Rita Hayworth) como por su carrera ilustre de actor en películas como El ídolo de barro, La patrulla infernal, Cautivos del mal y Espartaco. En ese proceso obtuvo tres nominaciones al Oscar como Mejor Actor, se rebeló contra el sistema de estudios al abrir su propia productora independiente y también rompió las listas negras en Hollywood al contratar a Dalton Trumbo para que escribiera Espartaco y lo firmara”.
El segundo es Michael: “El éxito de papá, igual si no mayor que el de su padre, es algo que casi nunca sucede en la segunda generación de familias de Hollywood. Ganó Oscars como productor (a la Mejor Película por Atrapado sin salida) y como actor (al Mejor Actor por interpretar a Gordon Gekko, el de ‘la codicia es buena’, en Wall Street) y ha ganado enormes cantidades de dinero en una carrera que también incluyó películas icónicas como Tras la esmeralda perdida, Atracción fatal y Bajos instintos”.
El tercero es Eric, también actor, quien nunca tuvo el éxito de su padre o su hermano. Durante la década de 1990 fue arrestado varias veces, por posesión de sustancias ilegales, manejo en estado de ebriedad y peleas con la policía. “Con frecuencia mamá y papá me decían ‘No seas como Eric’”, escribió Cameron.
Long Way Home comienza en España, donde la familia Douglas tiene una propiedad en Mallorca. Cameron tiene 25 años, se gana la vida como DJ y se tapa las marcas de pinchazos en los brazos. Un día está con su padre cuando suena el teléfono. Su padre se retira para atender. “Escucho un sonido agudo, un quejido punzante que es humano pero que no puedo identificar”, escribió. Vio entonces que era su padre. “Nunca lo había escuchado hacer un sonido así. Algo devastador debía de haber pasado”. La policía de Nueva York acababa de comunicarle la muerte de su hermano Eric, de sobredosis; ahora a él le tocaba llamar a Kirk y a la madre de su hermano, Anne.
Durante el entierro, recordó Cameron, lloró sólo una vez. “La razón no es un gran misterio. Soy un auténtico adicto a la cocaína líquida. Las drogas son mi prioridad máxima, y mi amigo más confiable”.
Para su tío, que “peleaba contra unos demonios bastante graves”, también había sido el caso; su propio padre no ignoraba las experiencias —tanto la de los demonios como la de los excesos— y había estado en rehabilitación por el alcohol y las drogas, al igual que otro de sus tíos, Joel. “Y entonces vengo yo. He usado y abusado de las drogas desde los 13 años. Me he metido de problemas y he salido, he comenzado y dejado tratamientos”, se describió en el presente de sus 25 años. “No creo haberle dado a mi familia, ni a mí mismo, razones para el orgullo. Cuando papá me mira, últimamente, no veo amor: veo preocupación y tristeza y frustración”. Acaso, llegó a pensar, sí era como Eric. Pero no quería morir como él.
Sobredosis
Sin embargo, en más de una ocasión temió que eso sucedería, ya que sufrió convulsiones por sobredosis accidentales a las que sobrevivió. El libro describe el enojo que Cameron sintió cuando su novia Erin llamó a una ambulancia luego de hacerle resucitación cardio-pulmonar: eso lo obligaba a ir a un hospital.
“Es difícil transmitir el grado en que una adicción grave a las drogas acalla las emociones, estrangula los sentimientos naturales, que sólo se pueden expresar en relación con la adicción”, escribió. Por ejemplo, cuando sentía señales como temblor en las piernas o la imposibilidad de levantarse, sólo le pedía a Erin que se quedara con él los segundos necesarios para confirmar que no era una sobredosis. No sentía miedo a morir, sino más bien a las molestias que podía darle la atención médica: “O bien habría algún problema legal o bien me va a impedir seguir haciendo lo que quiero hacer en este momento, que es simplemente seguir haciendo lo que venía haciendo a pesar de que sé que es destructivo”.
Una crianza atípica
Aunque el texto no lo ofrece como explicación, la crianza de Cameron se describe como bastante turbulenta. Los anticipos del libro contaron ya cómo en las fiestas su padre le pedía que pasara a los invitados un cigarrillo de marihuana y cómo su madre le hablaba a él sobre las infidelidades y los excesos del padre. El libro también cuenta las tensiones en el matrimonio de Michael y Diandra, de las cuales las idas y vueltas en la educación del hijo fueron tal vez las consecuencias menos importantes, aunque llamativas.
Una serie de escuelas caras condujo a un internado, Eaglebrook, donde a los 13 años comenzó a fumar cannabis. “Las drogas eran, para mí, entre otras cosas, un camino para salir de la soledad”. Los fines de semana, en Nueva York, se integró a la cultura del skate y los graffiti y la cerveza y los hongos y el ácido. Hasta que un día en la escuela le encontraron sus provisiones ocultas, y lo echaron.
Los padres lo enviaron entonces a una Escuela de Supervivencia, un campamento en Idaho, donde pasó hambre —los estudiantes tenían que aprender a comer raíces y cazar y asar ratas— y fue acosado, luego del cual comenzó a cursar en Beekman, una escuela liberal en la cual los niños arman su propio plan de estudios. De ahí pasó a un internado de cuáqueros en Pensilvania, George School, y expulsado de allí siguió hasta Carpinteria High, una escuela pública en California: “Los chicos malos, algunos miembros de la pandilla mexicana local, los Carpas —y no los niños ricos de Santa Barbara—, eran mi gente”.
Luego de distintos problemas con la ley, pasó tiempo en reformatorios de menores, y en uno de ellos, en Provo, Utah, terminó los estudios secundarios. A los 18 años, cuando se llevó sin pagar un pedido en un restaurante de comida rápida, mostrándole un arma al gerente, tuvo su “primera impresión del sistema penal adulto” en una cárcel del condado.
Cocaína líquida
“El problema real es que el equipo de la desintoxicación cree —porque papá lo piensa, porque uso agujas— que soy adicto a la heroína”, escribió Cameron. Pero él, desde chico, consumía cocaína. “Yo tenía déficit de atención y la cocaína me ayudaba a concentrarme. Era el mejor combustible para la vida que tenía y me gustaba”, escribió sobre su adicción en la adolescencia, cuando la aspiraba. “Me permitía estar despierto durante horas y disfrutar más de cosa que hacía”.
Pero todo cambió cuando su amigo Jay le enseñó a diluirla e inyectarla. “La cocaína, cuando se la inyecta, parece directamente otra droga. La sangre la lleva hasta la lengua, y se la puede saborear. Es como una ola de sentimientos. Se escuchan sonidos que no están como silbidos de tren”, describió el impacto en el cerebro. “Una vez que comencé a inyectarme cocaína, cualquier otra forma de consumirla me pareció un desperdicio”.
Entre los 23 y los 25 años, la adicción vía endovenosa aceleró en general su vida: robos, choques, armas y violencia puntuaron sus días y sus noches.
Pero como su familia lo creía adicto a la heroína, arreglaron un tratamiento con ibogaína (una planta alcaloide que se utiliza contra el síndrome de abstinencia de los opiáceos) en Tijuana, México: luego de vómitos y dos días apenas consciente, dejó la casa donde hizo la cura y cruzó la frontera a pie. Curiosamente, el episodio interrumpió su adicción a la cocaína.
Pero pronto comenzó a inyectarse heroína, algo que haría en dosis progresivas durante cinco años, mientras se mantenía con un negocio —"logística", lo llamaba— de venta de drogas.
Heroína, finalmente
Primero le faltaba terminar de fracasar en lo que deseaba hacer. Consiguió un papel en una película menor, Shrooms, que se filmaba en Irlanda, y hacia allí voló con una reserva de heroína. Pero se le terminó y no logró conseguir más. Entró en síndrome de abstinencia: “Me chorrea la nariz. Me lloran los ojos. Tengo sudores fríos. Tiemblo”, describió. “Estoy en una locura de dolor”.
Con fiebre, vómitos y diarrea, no pudo presentarse en el set. Intentó mentir; no le creyeron. Lo echaron.
“¡¿Pero qué carajo, Cameron?!”, le gritó su padre al día siguiente, por teléfono. Le dio un últimatum: regresaba a Los Angeles directo a desintoxicarse o él se desentendería. Le volvió a citar la historia de su tío Eric: “Tú viste lo que esos problemas les hicieron a Pappy y Oma. Tenían 80 años y seguían yendo a rehabilitaciones y terapias de familia para hablar de lo que habían hecho mal. Ya no voy a dejarme arrastrar por esta conducta. Está arruinando mi vida, la interrumpe. Tengo hijos pequeños y una esposa a los que proteger. Ellos siempre te han apoyado y te han brindado su amor. No es justo con ellos”.
Cameron le preguntó al padre si había dejado de amarlo. No. Lo amaba igual. Pero había ido a un terapeuta por el miedo que sentía a perderlo. Y se estaba preparando para eso: “Creo que vas a hacer una sobredosis, o que alguien te va a matar, o que vas a matar a alguien. Estoy tratando de prepararme emocionalmente para eso”.
Metanfetamina y cocaína de costa a costa
Para mantenerse, como ya no recibía royalties de Cosas de familia —la película en la que actuó con su padre y su abuelo— ni trabajaba como DJ, comenzó una operación de venta de mentanfetamina: Gabriel, el empleado de mantenimiento del edificio donde alquila un apartamento en Los Angeles, y su hermano Carlos, le han vendido alguna vez; él les compra en cantidad y la envía a sus amigos Alex y Emmanuel, en Nueva York.
“Así que lo estoy haciendo. Estoy cruzando el límite que no iba a cruzar. Pondero lo que eso significa. Sé que no va a terminar bien. Entonces alejo ese pensamiento y me olvido. Pero se queda dando vueltas, fuera de la conciencia, como un sentimiento de presagio y una ansiedad persistente”, escribió sobre el comienzo de sus operaciones.
Pero el primer ingreso que recibió en una semana fue de USD 5.000. No pudo resistirse.
“Muevo entre tres y cinco libras de cristal de metanfetamina por semana. Obengo una ganancia de USD 10.000 de cada libra, lo cual es un neto semanal de entre USD 30.00 y USD 50.000”, escribió.
Tomó toda clase de precauciones: sellar al vacío, armar muñecas rusas de paquetes, abrir casillas postales en distintos lugares y con seudónimos para recibir el dinero, mantener sus depósitos bancarios por debajo del límite de sospecha de USD 10.000, usar un e-mail anónimo y offshore, cambiar constantemente sus teléfonos celulares, usar una cuenta corporativa de correo privado a nombre de otra persona. Llegó a invertir en un club nocturno para lavar dinero.
Creía que nada en los paquetes permitiría que lo rastreasen, pero un día Emmanuel le escribió: “Por favor llámame con urgencia, no ha llegado el paquete. Tu amigo de la costa este”. La novia de Cameron rastreó el envío y vio que fue entregado. “Cuando googlea la dirección, nos espera una sorpresa: nuestra metanfetamina está en una sede del Departamento de Policía de Los Angeles”.
Pronto supo que Alex había sido detenido por la DEA, sin entender lo que eso implicaría para él. Dejó el negocio.
Lo reemplazó por otro: empezó a enviar cocaína. El cambio desorientaría a la DEA, especuló. De todos modos, se llenó de gadgets de inteligencia para protegerse. Vivía en estado de paranoia.
Sólo que omitió desconfiar de Emmanuel, que a diferencia de Alex seguía en la calle. Para informar sobre otros, comprendería luego.
La caída
En 2009, en el décimo piso del Gansevoort Hotel, en Nueva York, donde se acababa de despedir de Emmanuel, un agente de la DEA con una gorra de los Yankees le dijo: “Podemos hacer esto de dos maneras. Puedes hacer una escena, y se sacamos esposado, por la puerta principal, mientras pateas y aúllas. O, por el bien de tu familia, te podemos sacar por atrás y meterte en un vehículo”.
Nada impidió que la prensa se hiciera un festín con su caso. Eso no lo benefició mientras estuvo detenido a la espera de juicio: sus compañeros de cárcel creyeron que colaboraba con las autoridades, y debió recurrir al lenguaje que todos allí comparten para defender su nombre: la violencia.
Cameron hizo un acuerdo con la fiscalía, por el cual dio los nombres de los mexicanos, que habían huido a México con USD 180.000 que le habían robado. Allí no los podrían detener. Después inventó un nombre, Maestro, para ocultar la identidad de otro proveedor. No imaginaba que Gabriel y Carlos regresarían y los detendrían. Él irritaría a las autoridades al negarse a declarar en el juicio.
La cárcel
La desintoxicación fue horrible: aunque un psiquiatra le recetó un tratamiento, la cárcel no se lo proveyó. Durante los primeros meses, en la prisión para todo tipo de procesados donde se esperó el juicio y la sentencia, vio sangre a diario, como una vez que un muchacho le destrozó la cara a otro con un escurridor de piso. Pero pasaría los 60 meses de condena que le impuso el juez Richard Berman en un sector tranquilo de la penitenciaría de Lewisburg, llamado Campo, donde no hay gente con antecedentes de violencia, delitos sexuales o pandillas.
—¿Alguna vez estuviste en baja seguridad, Cameron? —le preguntó uno de sus compañeros, para indicar que el Campo era más flexible incluso que esa categoría—. Esto no es una cárcel. Tú nunca vas a estar en una cárcel.
Se equivocaba, sin embargo.
La angustia comenzó a carcomer a Cameron. Su padre fue diagnosticado con cáncer de garganta, y comprendió que le pasaría lo que había visto sucederle a otros reclusos: estaría lejos de sus seres queridos en los momentos difíciles. Tal vez Michael Douglas moriría sin que él se pudiera reconciliar con él. Además, Gabriel y Carlos creían que la DEA tenía poco contra ellos, y no aceptaron un trato. Él debía decidir si declararía contra ellos o no.
Volvió a consumir heroína, y uno de los vendedores lo denunció. El juez Berman agregó 54 meses a su condena. “La sentencia es tan draconiana que The New York Times la llamará ‘una de las más duras que un juez federal haya dictado por posesión de droga de un recluso’”, recordó él en el libro. Ya no seguiría en el campo: le tocaron varias prisiones de mediana seguridad, con su mundo de jerarquías, bandas, tráfico y violencia. Entre defensores de la supremacía blanca y violadores, también encontró algunas buenas personas, que lo ayudaron a sobrevivir.
Una nueva oportunidad
Tras haber cumplido casi ocho años privado de su libertad, Cameron Douglas salió de la cárcel en agosto de 2016, con un paso por un centro de transición. En la puerta de la última prisión en la que estuvo, Danbury, lo esperaban su madre, los tres hermanos que tiene por ella, y Viviane, una novia de muchos años atrás con la que había reconectado y con quien iría a vivir.
La primera vez que se duchó en la casa de su madre, en Nueva York, topó con un espejo de cuerpo entero en la puerta del baño. “Es la primera vez que me veo en años”, escribió. “Es raro ver todo mi cuerpo de una vez: desnudo, cortado, tatuado. Es un mapa del daño sufrido”.
La relación con su padre fue más difícil de retomar. Incluso cuando lo llamó para contarle que iba a ser abuelo, sólo le dijo “Okay”. Pero dos días más tarde dejó un mensaje, con su esposa y los dos hijos, todos gritando sus felicitaciones para Cameron y Viviane. “Sólo necesitaba un poco de tiempo para procesar la noticia, Cam”, le dijo su padre, y lo invitó a su casa.
Además de escribir este libro, que tal vez convierta en película, y buscar trabajo como actor, Cameron Douglas le enseña a nadar a su hija, Lua, en la piscina del bisabuelo de la niña, Kirk Douglas, que tiene 102 años y es vecino. Intenta “planificar para el pasado en lugar de para el futuro”, como le aconsejó su terapeuta: “Tomar las decisiones pensando en cómo se las va a recordar. Quiero tener buenos recuerdos de hoy. Intento disfrutar del momento”.
MÁS SOBRE ESTE TEMA: