Kary Mullis era un señor muy inteligente. En 1993 ganó el premio Nobel de Química por su descubrimiento de la reacción en cadena de la polimerasa (PCR), pieza clave para el estudio de ADN que permitió el mapa del genoma humano, entre muchísimas otras cosas. Pero quienes lo conocieron polemizando en rincones opacos de internet no hubieran imaginado que había un científico detrás del troll que argumentaba cosas como que el cambio climático es una conspiración, que el VIH no causa sida y que los alienígenas existen, tal como había comprado él al ser abducido y devuelto por uno, que había asumido la forma de un pequeño mapache.
Paul Frampton, experto en materia oscura que enseñaba física en la Universidad de Carolina del Norte, cumplió 56 meses de condena en una cárcel de Argentina porque —como investigó la escritora Maxine Swann, y contó él mismo en su narración sobre el hecho— una Miss Bikini a la que había conocido en la web, declaradamente enamorada de él, le pidió que llevara una de sus maletas de Bolivia (donde se iban a ver, pero algo lo impidió) a Buenos Aires (donde seguro, esa vez sí, se encontrarían y serían felices). En lugar de trajes de baño, estaba cargada con dos kilos de cocaína.
Steve Jobs, fundador de Apple, rechazó en 2004 una cirugía que hubiera removido parcial o totalmente el tumor que se había desarrollado en su páncreas y prefirió un tratamiento alternativo de dieta. Nueve meses después debió aceptar la operación, pero ya era tarde para impedir la proliferación del cáncer. Murió en 2011.
Gente brillante, seguro, pero con un punto ciego, indicaría la lógica.
No, objetó David Robson en el libro La trampa de la inteligencia. Excepto que se considere que su propia inteligencia es ese punto ciego.
“No es sólo que la inteligencia en general y la educación superior no nos protegen de varios errores cognitivos: la gente inteligente puede ser incluso más vulnerable a cierta clase de pensamiento tonto”, escribió “La gente inteligente y educada tiende menos a aprender de sus errores, por ejemplo, o aceptar el consejo de otros. Y cuando se equivocan tienen más capacidad para construir argumentos elaborados que justifiquen su razonamiento, lo cual significa que se vuelven más dogmáticos sobre sus puntos de vista”.
Su ensayo, subtitulado Por qué la gente inteligente hace tonterías y cómo evitarlo, analizó la inteligencia como un conjunto de elementos, no sólo como aquello que mide el coeficiente intelectual (IQ). Para ilustrarlo, la comparó con un automóvil.
“Un motor más veloz puede llevarnos a un lugar más rápidamente si sabemos cómo usarlo correctamente. Pero el mero hecho de tener más caballos de fuerza no nos garantizará que lleguemos sin problemas a nuestro destino. Sin el el conocimiento y el equipamiento adecuados —los frenos, el volante, el velocímetro, una brújula, un buen mapa— un motor veloz puede llevarnos a conducir en círculos, o directamente contra el tráfico que viene en nuestra dirección. Y cuanto más veloz sea el motor, más peligrosos seremos”.
Del mismo modo, la inteligencia “puede ayudarnos a aprender y evocar datos y a procesar información compleja rápidamente, pero también necesitamos un sistema de control y equilibrio para usar correctamente la fuerza del cerebro. Sin eso, una inteligencia mayor puede en realidad sesgar mucho más nuestro pensamiento”.
Con frecuencia las personas que tienen un coeficiente intelectual alto ignoran los límites de su capacidad de comprensión. “La gente inteligente no sólo tiende a cometer errores como cualquier otra persona, sino que es posible que sea más susceptible al error”, argumentó. Enumeró distintos dispositivos mentales que fuerzan ese resultado:
- El sesgo de confirmación, por el cual la psiquis humana tiende a identificar la información que confirma lo que ya conoce a la vez que desconoce lo que puede contradecirla. Una persona inteligente, con gran capacidad para identificar patrones, puede volverse ciega a la evidencia que refutaría esa percepción. Por ejemplo, recordó Robson, la Agencia Federal de Investigaciones (FBI) arrestó en 2004, como parte de la investigación de los atentados del 11 de marzo en la terminal madrileña de Atocha, a Brandon Mayfield, un abogado convertido al islam, aunque sus huellas dactilares no correspondían.
- La “enfermedad del Nobel”, como acuñó David Gorski el efecto de la vanidad en combinación con problemas materiales como los controles de calidad de la ciencia, la ética, los gobiernos y la industria vinculada a la ciencia: puede suceder —como le pasó a Linus Pauling, premio Nobel de Química que defendió que el cáncer se curaba con vitaminas— que un experto destacado por su brillantez en un área crea que ha desarrollado “una manera especial de mirar las cosas que debe ser acertada” y asuma posiciones dudosas.
- El “atrincheramiento cognitivo”, según la expresión de Ronald Langacker, que hace a la inteligencia lo que el endurecimiento de las arterias a la circulación de la sangre en el cuerpo. Como una víctima del dogmatismo aprendido, la persona inteligente que conoce algo a fondo, sea sobre su vida privada o en el campo profesional, siente cada vez menos disposición a considerar alternativas.
- La “inclinación al resultado", es decir la tendencia a concentrarse en lo que sucedió y no en lo que podría haber sucedido. Aplicado a, por ejemplo, la industria, causa problemas serios: Toyota ignoró unas 2.000 denuncias de problemas con los pedales para acelerar porque no habían causado muertes, y un día enfrentó un accidente que mató a cuatro personas.
Pero también lo que entendemos como un coeficiente intelectual alto es algo más complejo de lo que se cree. Los tests habituales se centran en razonamiento y resolución de problemas, pero no consideran las habilidades de pensamiento crítico, que son el corazón de la toma de decisiones. Cuestiones como la importancia del resultado, la probabilidad de un evento y la capacidad de combinar esa información para hacer una elección no importan para el test de IQ. En consecuencia, un coeficiente alto no garantiza una decisión competente. De hecho, IQs elevadísimos han estado detrás de cracks financieros globales, puso Robson como ejemplo.
“Yo no quisiera que mi libro fuera considerado un alegato antiintelectual o que se entendiera que la ignorancia es de alguna manera preferible a la educación”, aclaró en una entrevista para El Mundo. “Lo que sí creo es que necesitamos un mayor reconocimiento de que incluso las personas más brillantes son capaces de equivocarse y cuando lo hacen, al estar en posiciones de mayor responsabilidad, las consecuencias son increíblemente serias”.
Muchas veces esas personas ocupan, además, puestos de relevancia social: “Es fácil encontrar a líderes que se han vuelto dogmáticos, que no admiten otros puntos de vista. Hoy en día, la humildad se ve como una rasgo de debilidad”, agregó al periódico español. “Consideramos que los líderes fuertes son aquellos que actúan rápidamente, con mucha convicción. Angela Merkel, por ejemplo, fue criticada por su tendencia a esperar y recopilar información antes de adoptar una postura; incluso hay un nuevo verbo alemán, merkeln, para describir esas dudas. Sin embargo, está demostrado que las personas con mayor humildad intelectual son las mejor preparadas para tomar decisiones”.
La trampa de la inteligencia explora, además modos para hacer que la inteligencia de los humanos (que en los últimos 80 años ha aumentado en promedio) no los haga quedar mal. Además de un “kit de detección de estupideces”, el libro aconseja algunas estrategias como valorar la lentitud sobre la velocidad: si ser inteligente es ser rápido, conviene recordar que la sabiduría en la toma de decisiones no tiene la misma relación con el tiempo.
Robson también subraya la necesidad de mantener viva la curiosidad. Si un niño pequeño puede hacer unas 26 preguntas por hora, como sabe cualquier padre que haya enfrentado una cadena de por qués, la escuela primaria lima la curiosidad hasta dos preguntas por hora. Eso se debe a que, a diferencia de otros sistemas, la educación occidental intenta “ofrecer un recorrido tan suave como sea posible”. Pero eso —comparó— “es como si fuéramos al gimnasio a aumentar la masa muscular y una vez allí decidiéramos levantar las pesas más livianas".
La atención consciente (técnicas como el mindfulness) que ponen freno a las evaluaciones instintivas o reactivas, el auto-distanciamiento (“¡cuánto mejor somos al aconsejar a otros!”, ironizó) y la reserva de horas del día lejos del teléfono para no delegar algunas operaciones intelectuales son otros de sus consejos.
“¿Curiosidad, humildad intelectual, reflexión, autonomía? Suena al viejo buen escepticismo”, ironizó The Times al reseñar el libro del periodista británico especializado en ciencia, que ahora sale en español.
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