Hace unos pocos años se popularizó la fiesta para revelar el sexo del bebé que se espera: es una reunión de amigos en una casa decorada con globos, manteles y demás cotillón en azul y rosa, que termina cuando se corta un pastel cuyo interior es de un color u otro. “¡Veinte semanas antes de la llegada de un hijo la gente ya crea ansiedad alrededor de lo importante que es ser niño o niña!", señaló a Time Gina Rippon. La experta en neuroimágenes acaba de publicar un libro sobre cómo no hay tal cosa como un cerebro masculino y otro femenino y, en cambio, existe un ambiente social de prejuicios sobre el género que influye de manera determinante en las conductas de las personas, lo cual moldea el cerebro.
“Los estereotipos de género son una amenaza real para el cerebro, ya que pueden desviarlo del destino que merece", escribió Rippon en Gender and Our Brains: How New Neuroscience Explodes the Myths of the Male and Female Mind (Género y cerebro: cómo la nueva neurociencia destruye los mitos de la mente masculina y femenina).
Explicó a The Globe and Mail: “Si el ambiente está impregnado por la idea de género en el sentido de que espera diferentes cosas de diferentes personas, entonces las va a conducir por caminos diferentes, porque nuestros cerebros están constantemente tratando de ayudarnos a atravesar el campo minado social”. Así, por ejemplo, si se espera que una niña sea agradable, el cerebro ayudará a que ponga sus esfuerzos en eso y no en destacarse en la clase de ciencia.
La profesora de Neuroimagen Cognitiva —el estudio del cerebro mediante imágenes, como las de resonancias magnéticas— en la universidad británica de Aston advirtió que no sólo las fuentes de influencia externas sino que también los padres pueden imponer a sus hijos e hijas sus prejuicios inconscientes. “Ahora sabemos cuánto de eso puede realmente cambiar el desarrollo del cerebro. Estar al tanto es bastante importante”.
Rippon nunca niega las escasas diferencias de base biológica que existen; enfatiza, en cambio, que más característica del cerebro es la capacidad de plasticidad. Se ha comprobado que los varones son mejores en los exámenes de rotación mental (imaginar un objeto 3D dando vueltas en el espacio) que las mujeres. Pero un estudio de adolescentes mujeres que jugaron al Tetris durante tres meses demostró que las áreas de sus cerebros asociadas con el “procesamiento visual-espacial” se habían agrandado. “No tiene sentido hablar de los cerebros como órganos establecidos, ya que pueden cambiar”, argumentó.
Hay alteraciones inclusive en la intervención de las hormonas. “Los niveles de testosterona reflejan la clase de situación social en que un hombre se encuentra”, explicó. “Los niveles de testosterona de un hombre que ha sido padre y atiende a su bebé son mucho más bajos que los niveles de testosterona de los padres que son el responsable principal del cuidado”.
Este rasgo distintivo del cerebro, la extrema plasticidad, implica que es un órgano enormemente sensible a la influencia, en particular en la infancia: si la información exterior está llena de prejuicios de género, esos estereotipos lo van a modelar. “Un mundo definido por el género producirá un cerebro definido por el género”, escribió.
Rippon dio un ejemplo propio. En la sala de maternidad, mientras esperaba que le llevaran a su hija recién nacida, una enfermera entregó un bebé varón a su vecina de camas: “Tiene un par de pulmones muy poderosos”, le dijo a la madre. Al rato, cuando le llevó a su beba, que también había llorado bastante en la nursery, le comentó: “La más gritona. No muy femenina”. Dado que los niños son “esponjas”, como los llamó, es muy difícil impedir que los estereotipos los alcancen: un estudio demostró que el 65% de los padres de varones de cinco años no tenían problemas en darles muñecas para que jugaran, pero sólo el 9% de los niños las quería.
Rippon comenzó su trabajo con la sospecha de que la magnitud y el significado de las diferencias biológicas entre los cerebros de los hombres y los de las mujeres habían sido exageradas no sólo por la prensa, sino también por generaciones de científicos. En los últimos años, la resonancia magnética funcional (fRNM) había mostrado otros resultados: “Estamos tratando de imponer por la fuerza una diferencia que no existe en los datos”.
A partir de eso se dedicó a analizar siglos de investigación sobre diferencias en conducta, habilidades y personalidad entre sexos presuntamente basadas en diferencias cerebrales. Encontró que la evidencia era —cuando la había— más bien raquítica; en cambio, detectó diferencias en los procesos mentales derivadas de la experiencia en el mundo estereotipado.
Desde el siglo XVIII, cuando la ciencia impuso su autoridad sobre las escrituras en occidente, los investigadores buscaron en el cerebro la justificación de los diferentes roles sociales que se asignaban a mujeres y varones. Dios había salido de la escena: ahora la Naturaleza imponía destinos diferentes a los sexos que, curiosamente, se alineaban con el orden social. Esas “opiniones arraigadas”, evaluó Rippon, se combinaron con “casi cualquier disciplina de investigación, desde la genética a la antropología, la historia y la sociología, la política y las estadísticas”.
Quizá el rasgo más abusado haya sido el tamaño del cerebro de las mujeres. Una vez que se aclaró que los grandes animales, como una ballena, no eran prodigiosos por el mero hecho de tener un cerebro enorme, se ajustó la comparación al volumen que representa el órgano en el cuerpo en su conjunto. “En nuestro métier se conoce como la paradoja del chihuahua”, citó Rippon la segunda falsedad sobre el tamaño: esa raza de perros tiene un cerebro descomunalmente grande en proporción a su cuerpo. Y no es descomunalmente genial.
En una ocasión, un estudio sobre la capacidad del cráneo como indicador de la importancia del tamaño del cerebro aplicó una sofisticada fórmula volumétrica a estudiantes de anatomía varones y mujeres y a 35 miembros, todos varones, de la Sociedad Anatómica de Dublin. Cuando se comprobó que las cavidades craneanas de varias eminencias eran pequeñas, “mágicamente surgió una gran cantidad de conversos instantáneos a la conclusión de que vincular la capacidad del cráneo a la inteligencia era obviamente ridículo”, escribió Rippon.
La experta no cree que en el siglo XXI se haya terminado esa clase de prejuicios. Citó a Simon Baron-Cohen, actualmente profesor de psicología en la Universidad de Cambridge, quien teorizó que los cerebros son femeninos o masculinos según se inclinen más hacia la empatía o la sistematización. “Las personas con cerebro femenino pueden ser las más maravillosos terapeutas, maestras de primaria, enfermeras, cuidadoras, trabajadoras sociales, mediadoras o empleadas”, citó; para las personas con lo que Baron-Cohen considera cerebro masculino quedan ocupaciones como la ciencia, la ingeniería, la arquitectura, las finanzas, la programación, el derecho. Rippon advirtió que no hay premio para el lector que adivine “quién termina por ganan mejores salarios en este escenario”.
Gender and Our Brains también criticó la propia área de la neurociencia, que en ocasiones —al menos según se la presentó en los medios y las redes— hasta hace 10 años validaba la idea de cerebros diferentes según el sexo. “Neurobasura”, la calificó. En la última década, gracias al avance en la captura e interpretación de imágenes, los neurocientíficos ya no creen que haya partes del cerebro que concentren en soledad ciertas aptitudes o actividades sino que el cerebro es una red que une redes, por ejemplo: esa perspectiva también echó abajo la asociación entre aptitudes o actividades y sexo.
La idea central del libro, según The New York Times, es mucho más profunda que negar que los cerebros de hombres y mujeres sean diferentes. Es esa plasticidad, esa maleabilidad de un órgano capital que, además, se presenta como mucho menos organizado de lo que se creía. “Sí, hay un área que parece procesar los estímulos visuales. Pero en aquella gente que no puede ver, parte de esa área se puede reutilizar, por ejemplo, para mejorar el oído”.
La diferencia entre los cerebros de los varones y los de las mujeres son iguales en naturaleza a las diferencias entre los pianistas varones y los violinistas varones. Desde la concepción —de ahí su problema con las fiestas de revelación de sexo— los niños y las niñas son tratados de manera diferente; la construcción del género implicará, a lo largo de su vida, el modo en que se desarrollan sus cerebros.
Toda prueba es, entonces, sospechosa: ha sido construida desde el vientre materno. Puede que los cerebros de mujeres y de varones parezcan diferentes en algunas cosas, pero es imposible determinar científicamente si se trata de diferencias estructurales subyacentes o si es el resultado de un tratamiento distinto.
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