Qué pasó el 25 de Mayo de 1810

El Cabildo Abierto del 22 había resuelto deponer al Virrey y formar un nuevo gobierno. Pero Cisneros y el síndico Leiva urdireron una maniobra para burlar la voluntad popular que, para imponerse, debió apelar a los jefes militares

El hasta entonces Virrey del Río de la Plata, teniente general de Marina don Baltasar Hidalgo de Cisneros, se había visto forzado a convocar a los vecinos de Buenos Aires a un Cabildo Abierto ante la agitación que en los días previos había causado la llegada de la noticia de la caída de Sevilla a manos de las tropas de Napoleón y con ella la de la Junta Central, es decir, de la última autoridad real en la metrópoli.

Los criollos que querían asumir las riendas de su destino apelaron al jefe del Regimiento de Patricios, el coronel potosino don Cornelio Saavedra, quien apoyó la moción de que el Cabildo resolviera sobre la forma de gobierno más apropiada a las circunstancias.

En cumplimiento de ese mandato, el Cabildo designó una junta compuesta por dos notables vecinos españoles y dos criollos. Los peninsulares eran: el comerciante José Santos Incháurregui (que algunos llamaban Inchaurrín) y el sacerdote doctor Juan Nepomuceno de Solá, cura rector de la parroquia de Monserrat, de reconocidas simpatías por el bando patriota. Los dos criollos que componían esa junta eran Cornelio Saavedra, indiscutido líder militar de la capital y Juan José Castelli, claro referente del grupo patriota que venía agitando los ánimos y que se había destacado por su discurso en el Cabildo Abierto del 22. Hasta acá, todo bien, si no fuera porque el Cabildo, resistiéndose a convalidar un cambio total en el status quo, designó como Presidente de esa Junta al mismo virrey cesante.

Enterados de esta jugada, los vocales criollos intentaron renunciar, pero fueron fácilmente disuadidos por el cerebro del Cabildo, su síndico procurador, el doctor Julián de Leiva. Este les dijo que no debían temer a Cisneros ya que el ex virrey sólo sería un vocal más, y estaría en franca minoría en esa Junta, pues tanto Saavedra como Castelli podrían contar con el casi seguro apoyo del cura Solá, neutralizando así a Cisneros, a quien por otra parte Saavedra aseguraba respetar y estimar.

Saavedra, apegado a las costumbres y enemigo de los cambios bruscos, aceptó. Castelli, sin estar muy convencido, lo siguió. Esta decisión no les cayó muy en gracia al resto de los patriotas que se reunían en la casa de Rodríguez Peña. Allí las opiniones estaban divididas. Algunos sostenían que no podía admitirse que Cisneros formara parte del gobierno, luego de toda la movida que habían realizado para triunfar ampliamente y sin derramar una gota de sangre en el Cabildo Abierto del 22. Gritaban que el Cabildo se había burlado de la voluntad del pueblo y apuntaban sus cañones hacia el cerebro del cuerpo: Leiva. Exigían a su referente, el doctor Castelli, que renunciara de inmediato. Domingo French, Antonio Luis Beruti y Martín Rodríguez eran de esta idea. Otros, más moderados, llamaban a la sensatez. Argumentaban que se había conseguido un importante avance sobre el régimen colonial imperante hasta entonces. Argumentaban que tenían una base de tres votos en esa Junta y que la presencia o no de Cisneros era una cuestión meramente protocolar. Además, si Saavedra había aceptado integrar la Junta, era un error dejarlo solo allí. Los doctores Juan Gregorio Tagle y Diego Estanislao Zavaleta eran de esta idea.

Mariano Moreno no había hablado en el Cabildo Abierto del 22, pero mantenía un acuerdo reservado con los patriotas. No era habitué de las reuniones secretas en lo de Rodríguez Peña. Sin embargo, por medio del abogado peruano José Darregueyra (luego diputado al Congreso de Tucumán), envió el mensaje de que se sentía sumamente decepcionado y traicionado por la aceptación de Castelli y Saavedra de integrar esa Junta. Les mandó a decir "que se abstenía de todo paso que pudiera comprometerlo más, quejándose amargamente de la imprevisión con que dos o tres ambiciosos, que sólo buscaban puestos y honores, llevaban a todos los demás al abismo". Los ánimos no podían estar más caldeados.

Los descontentos con la formación de esta Junta agitaban los ánimos en los civiles y los cuarteles. Cuenta Vicente Fidel López: "En la madrugada del 24 todo el pueblo estaba de pie en los cuarteles y haciendo rondas por las calles. Los peones y alguaciles del Cabildo salieron a eso de las siete de la mañana a fijar el bando en las esquinas. Pero los grupos de ciudadanos les arrancaban el papelón y los estropeaban sin piedad. Imposibilitados así de cumplir con las órdenes del Cabildo, huyeron arrojando por las calles toda la edición del bando impreso en un inmenso papel con letras de media pulgada. Los ciudadanos la recogieron y con todo desparpajo le prendieron fuego delante de la misma arquería del principal". Los ánimos, evidentemente, se fueron caldeando en el curso de las horas. Nadie respetaba a los funcionarios del Cabildo, ni les permitía realizar su trabajo.

Pese a ello, ese cuerpo insistió en instalar el gobierno que había formado. Pasado el mediodía del 24, consiguió que los miembros de la Junta viniesen del Fuerte a la Sala Capitular a prestar juramento. En medio de los cuatro flamantes vocales marchaba el ex virrey Cisneros, con sus galas de teniente general, pero sin banda ni bastón, sus insignias de mando ya que se las debía devolver al Cabildo después de la jura.

Los patriotas disconformes seguían agitando los ánimos en los cuarteles, dispuestos a disolver esa Junta con las armas. Anoticiado Castelli de que las cosas se ponían más álgidas, advirtió a Saavedra que era imposible aceptar a Cisneros sin entrar en una lucha armada contra el pueblo.

Todos los oficiales del cuerpo de Patricios, los coroneles Martín Rodríguez, Juan Florencio Terrada, Alejo Castex, Lucas Vivas, Esteban Romero, y otros militares, fueron la misma noche del 24 al Fuerte, preocupados, a entrevistarse con Saavedra. Allí le dijeron que no acatarían las órdenes de Cisneros, ni de la Junta, mientras el ex virrey permaneciera en ella; salvo que éste renunciase públicamente al mando de las fuerzas militares y se lo transmitiese a Saavedra. Como la agitación y el desorden crecían en las calles, Saavedra pidió una reunión urgente de la flamante Junta.

Cisneros no quiso someterse a una humillación indigna de su honor, como militar, funcionario y presidente de la Junta. Castelli afirmó que entonces sería imposible salvar la tranquilidad pública y que si Cisneros persistía en su negativa, él renunciaba a la Junta. Era el pretexto que Castelli estaba buscando para salir del brete en el cual se había metido solo. Saavedra respaldó a Castelli, y dijo: "Comandando un cuerpo de ciudadanos, cuya tropa y oficiales protestaban que no obedecerían sino con esa condición, tengo que declarar que mi dignidad me impone también el deber de retirarme a mi casa".

Cisneros se puso de pie, bastante ofendido y dijo, con enfado: "¡Pues renunciemos todos ahora mismo!". "Me parece lo mejor para nosotros -replicó Castelli-, las responsabilidades caerán sobre aquéllos a quienes les correspondan". Y tomando la pluma, antes de que Cisneros se arrepintiera, escribió: "En el primer acto que ejerce esta Junta Gubernativa ha sido informada por dos de sus vocales de la agitación en que se halla el pueblo...". "No...", dijo Cisneros, "ponga usted, alguna parte del pueblo". "¡Es todo el pueblo, señor!", replicó Castelli. "Ni usted, ni yo lo podemos asegurar", replicó el marino. "¡Bien!", prosiguió Castelli, "en que se halla alguna parte del pueblo por no haberse excluido al Excelentísimo señor vocal presidente del mando de las armas...". "Lo que no puede ni debe ser por muchas razones de la mayor consideración", le espetó Cisneros; "Tenga usted presente que yo voy a firmar, y que todos renunciamos". Castelli no quiso tensar más de la soga y le preguntó a Saavedra: "¿Usted acepta?", a lo que el potosino asintió: "Desde que renunciamos no veo inconveniente; y yo haría lo mismo que el señor presidente". Con lo que la comunicación concluía con la renuncia colectiva de todos los miembros de esa efímera Junta.

Ante este imprevisto vacío de poder, el Cabildo se reunió en las primeras horas del 25 e intentó revivir a la fenecida Junta con este documento: "Que desde que la Junta había prestado juramento estaba encargada de toda la autoridad pública, y no tenía ya facultades para desprenderse de ella. Eso que solicita alguna parte del pueblo no puede aceptarse por muchas razones de la mayor consideración, pues habiéndose puesto las fuerzas a la disposición de Vuestra Excelencia, esa Junta está en la estrecha obligación de sostener su autoridad, tomando las providencias más activas y vigorosas para contener esa parte descontenta. De lo contrario, este Ayuntamiento hace responsable a Vuestra Excelencia de las funestas consecuencias que pueda causar cualquiera variación en lo resuelto".

Apenas despachado este oficio, una multitud invadió todos los corredores y galerías del Cabildo, encabezada por Feliciano Chiclana, Vicente López y Planes, el fraile dominico José Ignacio Grela, junto con los renombrados French y Beruti, más un sinnúmero de jóvenes enardecidos. Aterrados por la multitud que hacía estremecer las puertas del salón, exigiendo que se abrieran al pueblo, los cabildantes las hicieron abrir, por temor a que los tumultuosos las echaran abajo. Muchos se escondieron en las piezas interiores. Los funcionarios Leiva, Lezica y Anchorena salieron a detener el tumulto. "¿Qué es lo que ustedes quieren, señores?", preguntó Leiva, con su flema habitual. "La separación inmediata de Cisneros, como lo resolvió el pueblo el día 22", contestó French; y la multitud gritó al unísono: "¡La separación de Cisneros!".

Leiva les respondió que era imposible entenderse con una multitud de amotinados. Que nombrasen tres o cuatro personas para tratar tranquilamente con ellos. Al momento, se adelantaron Chiclana, French, Beruti y Grela; quienes, a pedido de Leiva, hicieron retirar la multitud a la plaza, e ingresaron al Cabildo.

Los agitadores traían un ultimátum, que pretendían imponerle al Ayuntamiento. Mientras tanto, justo enfrente de la Plaza de la Victoria, a pocos metros de allí, en la casa de Miguel de Azcuénaga, estaba instalado el centro de operaciones de los revolucionarios. Allí se encontraban: Rodríguez Peña, Belgrano, Larrea, Paso, Terrada, Martín Rodríguez. Durante la madrugada habían redactado el documento que ahora sus voceros discutían con el Cabildo: "Que habiendo el Cabildo excedido las facultades que el pueblo le había dado, en la elección de la Junta y en el nombramiento del señor Cisneros para presidente con el mando de las armas, ya no era bastante que a éste se le separase del mando: el pueblo había reasumido las facultades que le había conferido al Cabildo el día 22, por el hecho mismo de haber sido violado su encargo; no quería ya que subsistiese la Junta nombrada, y que en reemplazo de ella se constituyese otra en esta forma: Presidente y comandante de armas el señor don Cornelio Saavedra; vocales, don Juan José Castelli, don Manuel Belgrano, don Miguel de Azcuénaga, don Manuel Alberti, don Domingo Matheu, don Juan Larrea; y secretarios, el doctor don Mariano Moreno y don Juan José Paso".

Esta intimación puso en amargas cavilaciones y en graves aprietos a los cabildantes. Después de empeños y de súplicas de todo género, Leiva intentó una última movida. Llamó a los jefes militares para consultarles si este papel contenía realmente la voluntad general del pueblo y de las tropas.

Reunidos los comandantes, Leiva les habló del conflicto en que una multitud sediciosa ponía al Cabildo, y de los males que sobrevendrían si las tropas no sostenían a la Junta ya nombrada. Pero los jefes respondieron que el Cabildo había defraudado los derechos del pueblo y violado sus mandatos, al nombrar presidente de la Junta al ex virrey, que ellos no podían sostener ese gobierno, pues no serían obedecidos por sus soldados. Agregaron que el pueblo y las tropas se hallaban en una fermentación terrible, siendo preciso apaciguarla, cumpliendo con lo que se demandaba en ese documento.

No le quedó al Cabildo más que ceder y aceptar el ultimátum, con los nombres y las cláusulas inscriptas en él. El Cabildo se resignó, protestando que cedía "a la violencia con una precipitación sin término, por evitar los tristes efectos de una conmoción declarada y las funestas consecuencias que asoman, tanto por lo que acaba de oírse, como por el hecho notorio de haber sido arrancados hoy públicamente los bandos que se fijaron relativos a la elección e instalación de la primera Junta presidida por el virrey. En vista de todo, se acuerda que sin pérdida de instantes se establezca nueva Junta con los mismos vocales que se han designado de palabra, en papeles sueltos y en el escrito presentado por los que han tomado la voz del pueblo, archivándose esos papeles y ese escrito para constancia en todo tiempo". El Ayuntamiento, bajo protesta y apremiado por la violencia, dejaba claro para todos que cedía a la presión del tumulto popular, haciendo constar que, a su juicio, se trataba de un hecho grave que aparejaría "funestas consecuencias".

Esa misma tarde, desde el centro de operaciones instalado en casa del coronel Miguel de Azcuénaga, donde habían monitoreado todo el movimiento, los nueve flamantes miembros de esta Junta Provisional de Gobierno cruzaban la Plaza de la Victoria, sorteando charcos y barriales para llegar al recinto municipal a prestar juramento, rodeados de una bulliciosa multitud, que los vivaba, satisfecha, luego de haber alcanzado, victoriosa, el derrumbe del último representante del Monarca Español en estas tierras. Un testigo de aquel trascendental momento recordaría, años después: "Nos parecía que veíamos la imagen resplandeciente de la Patria en que habíamos nacido, levantándose sobre nosotros, con formas aéreas y celestiales".