Nunca imaginé, cuando llegué a los estudios de RCA de la calle Bartolomé Mitre al 1700 con olor a ropa humedecida, que me encontraría con tanta gente popular. Me puse en la cola de los aspirantes a famosos con una fingida naturalidad. Lalo Fransen, Raúl Lavié, Johny Tedesco, Jolly Land y Nicky Jones llenaban el lugar con sus risas, divirtiéndose. Don Ricardo Mejía estaba sentado frente a una gran consola de sonido. Sobre la misma había una botella de coñac Terry, de la cual se servía mientras escuchaba atentamente a cada uno de los que cantaban ante un intimidatorio micrófono donde se leía «RCA».
En un momento, mientras dos muchachas se preparaban para dar su prueba, don Ricardo miró hacia atrás, donde varios esperábamos nuestro turno. Me llamó la atención cuando, por un instante, detuvo su mirada en mí. Luego, pasó algo más sorprendente aún. Se incorporó y se acercó con una copa de coñac:
—Sírvase, ya le va a tocar a usted —me dijo casi paternalmente. («Este tiene coronita», dijo alguien detrás de mí.) Creo que aquel gesto humano obedeció al hecho de haberme visto con la ropa mojada por la llovizna. Tomé un trago, devolví la copa y le agradecí. Nunca había sentido un cosquilleo semejante en la garganta.
Ese instante se grabó para siempre en mi memoria, porque también pasó algo inexplicable. No sé si fue el perfume del coñac —lo sentí parecido al aroma del ingenio azucarero donde nací—, de repente algo olió a infancia. ¿Por qué en ese momento? No lo sé. Aunque fue por demás curioso, me agradó que ciertas cosas todavía olieran a infancia.
El pasado es una vía muerta que extrañamente revive con un sonido, un olor o un sabor.
Finalmente, llegó mi turno. Pasé al estudio y me paré con mi guitarra frente a ese enorme micrófono.
—¿Está listo?
—Sí, señor.
—Cuando quieras —me dijeron.
Primero canté un rock'n'roll, «María». Luego, «Sabor a nada». Esta última me la hizo repetir dos veces. Al terminar, guardé mi guitarra y me dirigí, incluso más nervioso que antes, a la sala de control. Cuando esperaba oír aquello que les repetían a todos: «Deje su teléfono que lo llamaremos», don Ricardo me sorprendió:
—Flaco, cante otra vez la última. Di media vuelta para volver al estudio, pero me dijo:
—Venga. Quiero que la cante aquí.
Eso me confundió un poco, aunque traté de disimular semejante asombro. Me acordé de una frase: «Quien no sabe disimular, no sabe reinar». Creo que todos hicieron un gran silencio más por respeto al señor Mejía que por mí. Volví a cantar «Sabor a nada» en un medio tono casi confesional. Al terminar, don Ricardo me preguntó:
—¿Las melodías son suyas?
—Sí, señor —le respondí.
Entonces se puso de pie y me dio la mano, a la vez que me decía:
—Flaco, lo felicito. Dese por artista de RCA Víctor.
Dios mío. ¿Cómo explicar todo lo que pasó por mi cabeza? Cada cosa que me sucedió esa tarde fue tan fantástica que no quería que el día terminase nunca. Cuando el señor Mejía me dijo: «Dese por artista de RCA», sentí que la vida me daba un beso en la boca. Luego, mientras guardaba la guitarra, se acercó un señor:
—Pibe, soy Víctor Buchino. Tengo que hacer los arreglos de las canciones que vas a grabar.
Nos pusimos de acuerdo rápidamente, saludé y empecé a salir lentamente, como si quisiera darles la oportunidad de que me retuvieran. En la calle seguía lloviendo. Era un día contrario a mis sentimientos y un baño de aire fresco recorrió mi cuerpo. Me quedé un instante mirando hacia el cielo y tuve ganas de dar un grito con todas mis fuerzas, como para que me escuchasen hasta en mi pueblo.
Creo que definir a una persona es tarea casi imposible: apenas si alcanzamos a describir el efecto que causa en nosotros. Don Ricardo Mejía tenía una personalidad tan expresiva como seductora. Desplegaba, en todas las direcciones, una red de simpatía que atrapaba a todos. Esa tarde me trató tan bien que experimenté un sentimiento extraordinariamente feliz.
Mi estado de ánimo era tal que entré en un bar a tomar un café y hasta el mozo me preguntó de qué me reía. Cuando le conté lo que me había pasado ya no me quiso cobrar el café. Desde ese bar llamé a Dino para darle la noticia. El flaco largó una carcajada y me dijo: «¡Mirá cuando se entere nuestro amigo!»
Se refería a un episodio que habíamos vivido un mes atrás, cuando, en una entrega de premios de Canal 9 en la Sociedad Rural, un conocido conductor al que Dino le pidió que me diera la oportunidad de interpretar una canción, nos hizo esperar detrás del escenario durante dos horas, y finalmente, cuando Dino le preguntó si me iba a presentar, el conductor me miró de arriba abajo y dijo:
—Flaco, ¿a vos te parece que lo puedo presentar con esa pinta? ¡Mirá cómo está vestido!
—¡No sabía que era un desfile de modas! —le respondió Dino.
Pocas veces me había sentido tan humillado. Para colmo, cuando ya nos retirábamos subió al escenario Luis Aguilé, a quien le pidieron que cantase.
—¿Alguien tiene una guitarra? —consultó. Un señor me sacó la mía de las manos y se la pasó. Aguilé la tomó, la miró y dijo:
—Yo pedí una guitarra, no un cajón de manzanas.
Esta ocurrencia provocó la risa de todos. Pero nada de eso importaba ya. Solo quería disfrutar lo que me acababa de pasar en RCA. Había sido un día tan maravilloso que ningún mal recuerdo podía empañar el mágico momento que estaba viviendo.
Pocos días después me reuní con el maestro Víctor Buchino, quien hizo los arreglos de las dos primeras canciones que grabé: «María» y «Escalofrío». Buchino era un músico muy reconocido en el ambiente y, tal vez por esta razón, no me animé a insistir demasiado con algunas ideas. Cuando uno escribe una canción, ya tiene claro tanto el ritmo como el tempo que debe llevar.
Fue un error de mi parte no presionar con eso. A la semana siguiente, cuando volvimos a vernos, era demasiado tarde. Buchino había grabado la música y solo faltaba que yo pusiera la voz. Cuando terminé de hacerlo me quedé preocupado; sentía que no habíamos logrado un buen resultado.
Ese mismo día, el señor Mejía me citó en su despacho.
—Vamos a elegir su nombre artístico —me dijo.
—En Mendoza trabajé con el seudónimo «Nery Nelson» —le comenté.
—Olvídese de Nery Nelson. Dígame su nombre y sus dos apellidos.
—Ramón Bautista Ortega Saavedra —respondí.
Entonces, escribió con letras grandes, «Ramón Saavedra». Después hizo lo mismo con «Bautista Ortega». De pronto dejó de escribir, me miró por un momento, y dijo:
—Usted es tan flaco que parece un palito. En ese instante tuvo una reacción, como aquel que acaba de hacer un gran descubrimiento. Rápidamente, escribió «Palito Saavedra». Enseguida probó con «Palito Ortega». A este último le hizo un círculo con un marcador rojo. A continuación, me informó:
—Ya está. De aquí en más, usted será Palito Ortega.