No deja de tener gracia que un dirigente político, en lugar de buscar ampliar la base de su apoyo social y electoral, anuncie muy suelto de cuerpo que sus esfuerzos se dirigirán a blindar la adhesión de los convencidos o de los fieles, de movilizar a los propios.
div dir="ltr">Y no incluyo en el concepto a aquellos que la necesidad, la postergación y la miseria de décadas de corrupción y latrocinio desde el Estado han convertido en participantes "semiprofesionales" de toda manifestación de la que pueda obtenerse algún paliativo a sus carencias: los que son arreados como si de ganado se tratase, subidos masivamente a los micros fletados por el municipio usado a la manera del camión jaula del ganadero y ni siquiera saben muy bien cuál es la razón por la que fueron llevados allí.
En este caso me refiero a los otros, a los que son llamados desde el discurso y los mensajes que circulan a través de las redes desde la épica del combate.
El único objetivo de movilizar a los partidarios inconmovibles es que no declinen, que no decaigan en la pereza de una convocatoria que, en realidad, no tiene alicientes.
Con esos eufemismos, por lo general, se refieren a los exaltados: esa clase de individuos que se relacionan con la política a través de una hostilidad visceral al adversario. Esos que nunca dudan porque tienen la certeza del sectarismo. Primero deciden su adscripción en un bando y después determinan su forma de pensar a través de ese sentido de la pertenencia. Su criterio está conformado por una estrechísima horma intelectual construida con retazos perdidos de convicciones. Son el núcleo irreductible, disciplinado y acrítico de la vida partidista y, mucho más acrítico, de la figura del líder,