Está claro que al papa Francisco le hubiera gustado otro resultado en las elecciones argentinas. No tanto por amor hacia Cristina Kirchner como por empatía con los usos y costumbres de los peronistas, siempre apegados a privilegiar el vínculo con la autoridad eclesiástica, cualquiera fuera, en ese intento pragmático por blindarse ante cualquier inclemencia, ya suceda ésta aquí en la tierra, como en el cielo.
Francisco disfrutaba de ver el esfuerzo descomunal de los kirchneristas por congraciarse con él, después de haber sido considerado un enemigo con todas las letras. Le permitió mostrar su infinita capacidad de perdonar.
Fue elegido Papa y sus amigos empezaron a viajar en el avión presidencial y cualquier organización cercana a su mundo era recibida en los despachos de Gobierno y respaldada por los organismos oficiales. Hasta soñó con poner un miembro de la Corte Suprema de Justicia y al gobernador de la provincia de Buenos Aires. Era como si tuviera poder. Jugaba un poco a la política, influía algo en un asunto, un poco en otro, a veces se producía un poco de ruido, sí, pero nada parecía tan grave. Le divertía sentir que no se había ido del todo de la Argentina.
Las cosas cambiaron drásticamente cuando el candidato a gobernador fue Aníbal Fernández. Todas las fuentes consultadas aseguran que a partir de ese momento nunca más volvió a hablar con la ex presidente. La Iglesia argentina realizó casi una cruzada para evitar la victoria del por entonces jefe de Gabinete en las elecciones bonaerenses, aterrada de que la "conurbanización" de la política (ausencia de fronteras entre las mafias, las fuerzas de seguridad y la política) se extendiera a todo el país, y se diera inicio a un proceso parecido a México o Colombia.
Lograda la derrota del candidato del Frente para la Victoria (FpV) en la Provincia, tal vez el Papa no cayó en la cuenta de que venía una segura derrota de Daniel Scioli. Urgido por los más graves problemas del mundo que le llegan a toda hora, no tuvo tiempo de pensar en lo que estaba pasando en la Argentina y tampoco nadie lo alertó. Cuando a href="https://www.infobae.com/" rel="noopener noreferrer" Mauricio Macri/a ganó, no pudo mostrarse contento. Primero porque no lo esperaba pero, además, porque sus amigos estaban convencidos de que los planes para los sectores necesitados y la ayuda a las organizaciones sociales se cortarían inmediatamente, tal como decía la campaña sucia montada por el kirchnerismo.
En estas salvajes comarcas, ni el Papa pueda ser profeta en su tierra
La culpa no es de Bergoglio. Macri es el dirigente más estigmatizado de la Argentina, un país dominado por las formas peronistas de comportamiento. Aquí, la política es sinónimo de peronismo y fuera del peronismo no hay política, así como se cree que solo hay política social si es peronista, si hay que agradecerle a un líder, devolviéndole lo recibido con lealtad y obediencia. Incluso los empresarios buscan códigos peronistas para encontrar acuerdos y los policías prefieren a los funcionarios peronistas para que les den órdenes, así que no asombra que la Iglesia también sea, de algún modo, peronista.
En la Argentina los bordes son difusos, todo está mezclado, y las cosas nunca parecen demasiado claras. Si en otras partes existe la denominada separación de la Iglesia con el Estado, en la Argentina lo que siempre existió es el mejunje de cualquier cosa con cualquier otra, el desorden, lo que a nadie le permite tener claro el lugar que le corresponde. Ese modo de ser, pegajoso, emocional, confuso, peronista, es lo que conocemos, lo familiar. Y es lo que extraña Francisco allá, en el Vaticano, donde todo se trata de formas establecidas, casi siempre vacías y difíciles de romper.
Desde que Rogelio Pfirter aceptó la responsabilidad de ser el nuevo embajador de la Argentina en el Vaticano y discutió con el jefe de Gabinete, Marcos Peña, y el asesor Fulvio Pompeo, la estrategia para encarar la relación con su viejo profesor se basó en el diseño de un nuevo vínculo entre jefe de Estado y jefe de Estado, respetuoso, protocolar, prolijo, ordenado, distinto al anterior.
Si se mira con detalle la aceptación de las cartas credenciales de Pfirter, se observa que tuvo el mismo patrón, bajo la pompa que despliega el Vaticano en esas ceremonias, a pesar de que Francisco se esfuerza por despegarse de esos formalismos. El protocolo vaticano y el gobierno argentino parecen aliados a la hora de ordenar el vínculo con el país, como puede leerse de la propuesta de que el encuentro se realice en el tercer piso del Palacio Apostólico, la fastuosa residencia oficial que Francisco solo utiliza para las audiencias de Estado. Era la imagen de formalidad que mejor interpretaba lo que pretendía el equipo de Macri.
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