"Se despedaza mi corazón al ver derramar tanta sangre americana"

Lo decía Manuel Belgrano, el 20 de febrero de 1813, al concluir la batalla de Salta, la victoria completa más importante de las armas patrias durante la gesta de la lucha por la independencia

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Cuando el general realista Juan Pío de Tristán y Moscoso se convenció de la inutilidad de seguir resistiendo el vigoroso ataque al que lo sometían los patriotas, decidió capitular. Tristán conocía a Manuel Belgrano desde su juventud. Seguramente compartieron salidas y encuentros durante sus estudios universitarios en España. Ambos, sabiéndose americanos, se sentían identificados y simpatizaban. Se tuteaban y eran amigos. La correspondencia entre ellos revela que, pese a que el destino los había colocado en trincheras opuestas, aún se guardaban respeto y aprecio. Seguramente se reencontraron cuando ambos coincidieron en Buenos Aires, a fines del siglo XVIII; el porteño, como secretario perpetuo del Real Consulado; el peruano, como ayudante del entonces virrey del Río de la Plata, don Pedro Antonio de Melo de Portugal.

Al finalizar la gloriosa jornada del 20 de febrero, de la que se cumple hoy un nuevo aniversario, Manuel Belgrano se encontraba fuera de la ciudad. Afectado por su salud, no había podido presenciar el ataque furibundo de la infantería, que había penetrado la ciudad y ocupado parte de ella; había atropellado a los realistas y los había encerrado en la plaza principal de Salta. Tristán, sin rendirse todavía, envió a un oficial de su entera confianza, el coronel español Felipe de la Hera, a parlamentar con el general patriota.

La situación en Salta al final de la batalla

Belgrano, después de haber vencido la heroica resistencia del ala derecha realista, se aprestaba a ordenar el asalto final sobre el último reducto que le quedaba al enemigo, en la plaza de la ciudad.

 Télam 162
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La victoria hubiera sido segura, aunque costosa, señala el general José María Paz en sus Memorias póstumas: "Diremos entretanto algo de lo mucho que sucedía al enemigo en la plaza. Las tropas derrotadas habían entrado, y por su número y por la posición que ocupaban, eran muy capaces de hacer aún una vigorosa resistencia, pero había entrado entre ellos una espantosa confusión y el terror dominaba los ánimos. Las calles a una cuadra de la plaza estaban cortadas con simples palizadas, lo que, aunque no fuese una gran fortificación, era siempre una obra defensiva: los edificios principales están en la plaza o a sus inmediaciones, de modo que, ocupados, hubiera sido muy difícil desalojarlos. Al fin, la victoria hubiera sido nuestra, porque les hubieran faltado los víveres, pero hubieran prolongado su resistencia, y por lo menos les hubiera servido para obtener una capitulación más ventajosa". Es la que Tristán esperaba obtener, y con ese fin había destacado a La Hera para conversar con Belgrano.

La misión del coronel Felipe de la Hera

La sola presencia del parlamentario, la traza que traía, su semblante y su ánimo abatido revelaban a los patriotas que el enemigo tenía la moral por el piso y estaba pronto a capitular. Narra Paz: "Traía por todo uniforme un frac azul de paisano, con sólo el distintivo en la bota-manga de los galoncitos que designaban su grado con arreglo a la ordenanza española: venía embarrado hasta el pescuezo y en todas sus acciones se notaba la confusión de su espíritu y el terror".

Tanto había corrido la voz de que los patriotas eran unos asesinos sanguinarios que cada tranco que daba dentro del territorio hostil le hacía temer más aún por su vida, a manos de los "herejes insurgentes". La Hera, a diferencia de la mayoría de la tropa realista, era español de origen y temía, por eso, que sus enemigos se ensañaran con él. La Hera llegó temblando, en su caballo, con señal de parlamento y sus ojos vendados, ante la presencia de Belgrano. Recuerda Paz: "Llegado que fue, se le hizo desmontar y se le desvendaron los ojos con sólo la precaución de que diese la espalda a nuestra tropa".

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Ya frente a Belgrano, como no estaba seguro de que fuera él, pues este lucía un sencillo uniforme de campaña y no las entorchadas galas de general, le preguntó si tenía el honor de hablar con él. Cuando Belgrano le contestó que sí, La Hera empezó a hablar bien bajo, por la vergüenza de tener que pedir una capitulación. El general Paz presenció la escena y nos cuenta: "No pudimos percibir lo que decía, pero sí la contestación del general, que le dijo en voz alta: 'Diga usted a su general que se despedaza mi corazón al ver derramar tanta sangre americana: que estoy pronto a otorgar una honrosa capitulación: que haga cesar inmediatamente el fuego, en todos los puntos que ocupan sus tropas, como yo voy a mandar que se haga en todos los que ocupan las mías'".

Así concluyó la batalla de Salta. El coronel La Hera regresó, aliviado. Rememora Paz: "Todos vimos que la suerte del día estaba decidida: nos felicitamos y nos entregamos silenciosamente al placer de la victoria".

Mientras tanto, el terror se había apoderado del enemigo. Se sabían perdidos y desconfiaban de la buena fe de sus adversarios. Sabían que los gauchos se ensañaban con los prisioneros capturados y esperaban una orgía de sangre y venganza cuando las huestes patrias entraran por las calles, para pasarlos a degüello. Paz dice: "Habían decaído completamente de ánimo y las siete octavas partes de los defensores, tan lejos de ocurrir a las trincheras (para defenderse del próximo ataque), buscaron las iglesias y las casas de los que creían patriotas para salvarse de los horrores de un asalto que creían inminente. La catedral estaba llena de soldados y oficiales que, mezclados con padres, paisanos, mujeres y niños, habían ido a refugiarse".

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La línea defensiva realista se tornó raquítica. Los soldados se negaban a volver a sus puestos de combate. Tristán les ordenaba en vano que retornaran a sus puestos. Sin embargo, el terror pudo más y le desobedecieron abiertamente. En ese momento tenso, una señora porteña, muy realista ella, que Paz cree que se llamaba doña Pascuala Balvás, se trepó al púlpito de la catedral y a los gritos comenzó a increpar a los soldados, que temerosos se habían refugiado allí, para que retornaran a "su puesto de honor y defendiesen hasta el último aliento la causa real a que se habían consagrado". Como sus palabras tampoco tuvieron efecto, doña Pascuala empezó a insultarlos, hiriéndolos en su hombría, con agresivas expresiones. Los llamó "viles, infames, cobardes". Sin embargo, todos estaban petrificados por el miedo y nadie se inmutó por sus insultos. Cuenta José María Paz que, terminada la lucha, intentó dar con esta valiente dama; sin poder lograr su propósito. Con ello, su rastro se pierde, así, en la historia.

De inmediato, el fuego se suspendió en todas partes y los artículos de la capitulación se arreglaron esa misma tarde. Se convino que, al día siguiente, el ejército real saliera de la plaza principal de la ciudad "con los honores de la guerra y tambor batiente, entregando después la artillería, armas de toda clase, banderas, parque y demás objetos de propiedad pública".

La situación de la guarnición realista de Jujuy

Jujuy, en ese entonces, era un pueblo que dependía de Salta. Dista de ésta 18 leguas (alrededor de cien kilómetros) al norte, en línea recta. Allí, Tristán había dejado una tropa de entre cuatrocientos y quinientos hombres para guarnecerla. Comenta Paz: "La guarnición de Jujuy era inclusa en los términos de la capitulación". Es decir, que estos soldados tenían que entregar también sus armas a los vencedores. Sin embargo, cuando se enteraron de la derrota de Salta, se retiraron precipitadamente hacia el Alto Perú, abandonaron a Jujuy, con lo cual incumplieron una de las condiciones de la capitulación concedida por Belgrano.

Los otros términos de la capitulación

¿En qué más consistían los términos de esta capitulación? En que los prisioneros realistas tomados hasta el momento del cese del fuego quedarían como tales; no así los soldados que entregaran sus armas, a raíz de la capitulación. Estos "podían retirarse al Perú, bajo la promesa jurada de no tomar las armas contra los que llamaban insurgentes", señala Paz.

Esa noche, las posiciones de las tropas enfrentadas se mantuvieron igual que al momento de suspender las hostililidades. "Es decir, el general Belgrano con una parte del ejército se mantuvo fuera de la ciudad, mientras la otra guardaba, dentro de ella, las posiciones de la víspera", sitiando a los enemigos. Esa noche transcurrió sin mayores novedades, pero bajo una tensa vigilancia entre ambos beligerantes, desconfiando de lo que podía hacer el adversario. Ninguno pudo pegar un ojo. Unos, ansiosos porque llegara el día en que verían coronar la victoria total más importante habida en territorio argentino. Otros, veían pasar los minutos que les parecieron eternos, en que sintieron prolongar una agonía de humillación, miedo y dolor.

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