La ruidosa salida del Indec de la directora técnica Graciela Bevacqua puso esta noche, otra vez, en evidencia la dificultad política que enfrenta el gobierno de Mauricio Macri para domar el principal problema económico: la inflación. La erosión del poder adquisitivo de los ingresos de las clases menos favorecidas no solo es una anomalía estadística, sino, principalmente, un eficiente triturador de simpatías ciudadanas.
Apurado por las presiones de los gremios y de la oposición, la administración del Pro había decidido acelerar los pasos para, en un plazo máximo de 60 días, poder dar "datos reales" de la inflación. Se trataba de una decisión tomada desde lo más alto de la Casa Rosada para responder a los cuestionamientos planteados por la CGT y la oposición.
Es que la falta de un "termómetro" creíble para medir la fiebre de los precios habilitó a los caciques gremiales –sobre todo los identificados hasta ayer no más con el kirchnerismo– a revolear reclamos de aumentos por 30% o 40%. Y también sirvió de excusa y coartada a los empresarios que vienen aplicando –con mayor o menor intencionalidad– aumentos preventivos desde que ganó el macrismo.
De hecho, Sergio Massa, con quien Mauricio Macri mantiene ocasionales alianzas tácticas, le hizo un favor a medias. Reactivó el IPC Congreso –esa rémora de los tiempos de Guillermo Moreno y sus mordazas–, aunque dio un dato que, si bien es alto, estuvo por debajo de lo que informaron los propios funcionarios nacionales: 9,9 a 10,3 "perdió", a sabiendas, el número renovador.
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