Algunas de las razones por las que las leyes alimenticias que en el año 1490 a. C. Jehová le transmitió a Moisés han merecido la justa apreciación, en el sentido no solo gastronómico, de "una de las mejores dietas que se conocieron nunca".
Si estas interdicciones —que salvo para los ortodoxos significan ya muy poco, aparte del borscht y los blintzes, en cualquier restaurante que exhiba la estrella de David— parecen desorientadoras, es sobre todo porque muy pocos las conocen a fondo (incluida gran cantidad de judíos modernos, que se asombran de enterarse que pueden leerlas en el Levítico, el tercer libro del Pentateuco; y a fe que es una lectura imprescindible para cualquier gourmet de "nariz curiosa").
No hace falta preocuparse por los complejos rituales para la matanza y para la inspección de las carnes, pues de todo esto se ocupan gentes bien adiestradas y expertas antes de que compremos los alimentos; pero las antiguas reglas buenas y sensatas para cocinar —que conviene seguir o al menos meditar— se aprecian mejor en la exposición que Moisés hizo a su pueblo más de mil años antes de que el mayor de los judíos asustara a los romanos en Jerusalén y, acabada la Pascua, muriera, acaso para salvarlos.
Claro que a menudo el pragmatismo se impone a los principios religiosos; así ocurre en "La matriarca", de G. B. Stern, cuando Babette Rakonitz descubre inadvertidamente la excelencia del jamón y se las arregla para disfrutarlo un año entero, so pretexto de no saber qué está comiendo. Es fácil que algunos razonen como Babette cuando la riqueza y la errancia los han transformado —bien que de mala gana— en cosmopolitas como los Rakonitz. Y hay muchos judíos así.
Son los pobres, los oprimidos, los que feroz y lealmente se han aferrado a las varias capas de leyes ceremoniales que los envuelven; los que, siglos después de que su nación desapareciera, para volver a alzarse, se mantienen inconmovibles como pueblo de enorme fe religiosa. Conmueve y asombra que al cabo de terror y huidas, luego de tanta vigilia en tierras extrañas, muchos judíos sigan comiendo y ayunando como les indicó Moisés.
Es gastronómicamente emocionante reconocer la influencia de la trashumancia en la riqueza de sus platos: olivas y aceite de España y Portugal; estofados agridulces de Alemania; pepinos, arenques, pasteles de mantequilla y bollos de cereal llamados "bolas" de la hospitalaria Holanda; pescado relleno cocido y sopa de menudillos de ganso de Polonia; de Rusia y Rumanía los blintzes, las tortas de alforjón llamadas kasha y los púdines llamados kugel, la pesada dulzura de las compotas y conservas de fruta, y el borscht ligero o espeso, caliente o frío, en cualquier hora del día o estación del año.
Pero lo que entusiasma de la cocina judía no es el sabor internacional; es más bien el hecho de que muchas normas de ceremonia y dieta hayan propiciado forzosamente un peculiar arte de la sustitución, el disfraz y aun la picardía (una picardía que no tiene nada que ver con la deshonestidad, como sucedía con la delicada gula de Babette, y apenas concierne a especias y condimentos). Debido a las numerosas prohibiciones en torno al preparado y consumo de carne, los judíos usan mucho el pescado. Uno de los platos principales del shabat —día en que está prohibido cocinar— es por ejemplo el salmón muy sazonado, que se puede cocinar el día anterior y servir frío de cien maneras deliciosas. Otra ventaja del pescado es que no se prohíbe cocinar animales de sangre fría con crema, queso u otros productos lácteos.
En los hogares judíos que pueden costeársela se sirve carne una sola vez al día; pero aun así en los más ortodoxos se come relativamente poca verdura, porque no se la puede preparar con mantequilla o crema en toda comida que contenga carne y, por lo tanto, las cocineras no saben muy bien cómo hacerla. Los pobres consumen más verdura que los ricos, en la sopa, aunque desde hace unos años empiezan a apreciarse bastante las ensaladas.
Puesto que en una ciudad como Nueva York hay muchísimos hijos de familias judías estrictas, buena cantidad de maestros tienen que adaptar los cursos: en Economía Doméstica, por ejemplo, donde se enseña a las niñas los rudimentos de la cocina, podría ser emocionalmente grave violar las normas kosher, aun involuntariamente. Otro tanto ocurre en los comedores escolares, donde los chicos se arriesgan a la repulsa de los padres si en una comida mezclan carne y helado.
Por suerte, los buenos judíos deben cumplir con muchas fiestas, aunque también observar un número alarmante de ayunos estrictos. Algunos de estos hoy son respetados solo por los más religiosos, como el ayuno de Ester que precede a la fiesta de Purim; pero dondequiera que un judío esté y mientras el mundo siga rodando, Yom Kipur, el día del Perdón, debe ser un período de purificación y reflexión.
También hay semiayunos, como ese período de nueve días de la canícula en que no se puede comer carne: ¡una regla dietética cuerda y sencilla para proteger a los que viven en malas viviendas o sin techo, tanto hace mil años en el desierto de Arabia como el próximo agosto en Nueva York!
Las reglas pascuales son muchas, y para un gentil, tan misteriosas como confusas. La más fastidiosa es la que establece que todo utensilio que haya tocado la menor miga de pan levado no puede usarse durante ocho días. Esto obliga a emplear juegos separados de vajilla, y a esterilizar toda la cubertería.
Para cumplir con lo kosher (que en hebreo significa "lo justo" o "adecuado") se ponen piedras al rojo en una olla de agua hirviendo y allí se sumergen los diversos artículos. Cuando la Pascua acaba, estos utensilios se pueden usar, pero para la siguiente festividad hay que volver a purificarlos. La vajilla de mesa especial se envuelve cuidadosamente y se guarda donde no exista el más leve peligro de que sea contaminada por la levadura.
A consecuencia de esta y otras reglas kosher toda familia ortodoxa deberá tener cuatro juegos de vajilla: ¡dos de Pascua, uno para la carne diaria y otro para los lácteos! En cuanto a la casa, antes de Pascua se limpia hasta la última ratonera para evitar el peligro de incluso una olvidada miga de pastel.
Debido a la falta de levadura, que estimula la imaginación de los cocineros, es probable que los platos de Pascua sean los más interesantes de la cocina judía. Hay toda clase de tortas y pastelillos de almendra y púdines, e infinitos usos de la matsá (matsot, en plural): buñuelos, pastas, galletas. Todo es doblemente rico, para compensar la falta de levadura, y se emplean con sumo arte grasa aligerada de ganso y de pollo, y carne picada sin sebo.
Y es así como el viejo Moisés cuidó de sus hijos, procurando con franco realismo protegerlos de la contaminación y la decadencia, dietética y espiritual, en sus vagabundeos por los tórridos y sucios países del mundo antiguo: obligándolos a practicar la ceremonia a un tiempo mística y práctica del kosher, aseguró que los recipientes de sus banquetes estuvieran esterilizados, libres de las omnipresentes bacterias.
Les prohibió comer levadura, ese demostrado propulsor de burbujeos digestivos.
Permitió que al menos una vez al año se calmaran los famélicos nervios y músculos con un sabio ungüento de grasa, grasa de ganso e incluso —con más cuidado— de vaca. Y bien sabe cualquier refugiado europeo que la medida es realmente balsámica, porque el que pasa largo tiempo sin comer grasa se vuelve irritable, es propenso a escalofríos y, en definitiva, se enferma.
Moisés dejó que de vez en cuando su pueblo se acomodara en el primer sillón a su alcance y comiera sin freno. Aún hoy en día, para Pascua, los judíos comen que da gusto y en los placeres de la mesa se olvidan de los pesares; pues, si observa correctamente las leyes mosaicas, el hombre no ha de temer llevarse veneno al vientre: solo ha de temer su propia gula.