Muchas veces se ha acusado a los escritores de habitar la así llamada "torre de cristal": un espacio alejado de toda mundanidad, exento de la complejidad de las relaciones sociales, un sitial destinado a "l'art pour l'art", como lo llamaban algunos románticos franceses. Pronto esa imagen se transformó hacia aquella en la que el trabajador intelectual -el escritor- ejercía su derecho a abandonar aquella torre y sumergirse en la sociedad al natural como quien se introduce en un mundo ajeno, pero con el que se identifica. Más escasos son las experiencias de escritores surgidos desde el mundo mismo del trabajador manual -y que triunfan como literatos-. Pero que los hay, los hay.
Tal es el caso del novelista y cuentista argentino Kike Ferrari. Un hombre cuyas obras han sido publicadas en la Argentina, Francia, México, Italia y España y que ha ganado varios premios internacionales en el género al que se dedica: el género negro. Ganó el premio Casa de las Américas de Cuba y el Silveiro Cañada del festival literario Semana Negra de Gijón por su primera novela "Que de lejos parecen moscas", que le dio notoriedad entre los escritores latinoamericanos leídos en la península ibérica. Sin embargo, en su cotidianidad porteña, Ferrari escribe por las mañanas y por las tardes y no por una cuestión de métodos, sino porque luego debe ingresar a su trabajo como personal de maestranza de Metrovías. Es decir: como trabajador de limpieza del subte. Un pasaje diario que lo lleva al ejercicio de las letras al oficio nocturno del balde con lavandina y la escoba para mantener limpios las estaciones de los subterráneos.
Una combinación de oficios que puede lograr escenas de elevada composición paradojal. "Hace poco me escribieron de una cátedra de estudios sobre literatura latinoamericana en la universidad de Georgia, en los Estados Unidos, con un pequeño cuestionario sobre mis textos, que respondí -cuenta Ferrari a Infobae-. Terminé de escribir el mail a las ocho de la noche y a las once estaba con el uniforme puesto en la estación Pasteur. Fue extraño. En el lapso de tres horas había pasado de responder un cuestionario académico de una universidad estadounidense a limpiar la suciedad de un linyera en un rincón del hall". Una imagen que bien podría formar parte de los cuentos o novelas que Ferrari escribe ya que, como se señaló, su género es el policial negro, un espacio de la literatura que ahonda en los lugares oscuros de la sociedad y que apela a un realismo sucio, despiadado. Ese clima trasunta en la literatura de Ferrari y bien se puede observar en su último libro de cuentos, "Nadie es inocente", que acaba de publicar la editorial Revólver en el país. Historias con criminales, perseguidos, policías corruptos, mafiosos y asesinos, víctimas que también son victimarios. Un clima espeso en cada relato de una ficción que golpea.
Sin embargo, el contexto de su obra parece muy alejado del real. Por caso, la entrevista con Infobae se realiza en su departamento del barrio de Once, un tres ambientes en el que mates de por medio se da la conversación acompañada por los gritos y correrías de sus tres pequeños hijos, uno nacido hace pocos meses, el del medio que corre desnudo por los cuartos, la más grande de cinco años que le pide indicaciones acerca de si "hacer" se escribe con "h" o así nomás.
—Se podría pensar que quien escribe sus cuentos es un Phillipe Marlowe cualquiera con una botella de whisky en mano, pero a primera vista su vida parece bastante familiar.
—Claro, como si tuviera tiempo para eso... En realidad, yo creo que la literatura es una experiencia vital tan fuerte como otras. Hay una cosa que tiene que ver con lo que uno mira alrededor, a nuestra propia circunstancia. Yo tengo una vida feliz, pero en el sentido de todo lo que uno puede ser feliz en una sociedad tan injusta. Pero soy feliz. Tengo una hermosa esposa, tengo a mis hijos a los que veo todos los días crecer, tengo amigos. Soy una persona feliz en la medida de lo posible. Pero vivimos en un mundo de mierda y a eso no hay forma de escaparle. El género negro va en búsqueda de la zonas más oscuras, más brutales del capitalismo. Y eso nos permite contar historias. Historias que por un lado permiten entretener y por otro lado decir cosas que uno tiene ganas de decir sobre este sistema.
—A la vez, se podría pensar que si bien hay una crítica feroz, no hay en su literatura héroes que puedan resolver esa situación problemática.
—El título de mi libro de cuentos juega con esa cuerda. Se llama Nadie es inocente, y creo que es así. Algo que también me pasó con la novela Que de lejos parecen moscas. Ahí hay treinta personajes y todos me caen para el orto, ninguno me cae ni un poquito bien.
—Y tampoco plantea una redención social. Como en el cuento del taxi de su último libro.
—Claro. Es un cuento que se llama: "Cuanto creés que vale la mina". En una primera versión, la que está publicada en España, el cuento se llamaba "Cincuenta pesos", que responde a la pregunta. Sucede sobre un taxi. Y los dos personajes son horribles, el taxista y el pasajero, que el "realismo socialista" hubiera querido construir como una víctima social, un pibe pobre que fue llevado al delito por la sociedad. Pero en el cuento ese pibe es un villano. Es un fascista, un ser oscuro, un lumpen que además es racista, xenófobo. Todo lo peor. En ese taxi no hay víctimas ni héroes, sino dos personajes despreciables que construye esta sociedad.
—Usted sí es parte de la clase trabajadora. ¿Sería un "escritor proletario"?
—Creo que en realidad sería un "proletario que escribe". Sí, soy de la clase trabajadora. Cambié mucho de trabajos, renuncié a unos, me echaron de otros. Ahora tengo 44 años y trabajo como personal de maestranza de Metrovías. Pero salvo un momento en el que tuve una camioneta, nunca tuve otra cosa que ofrecer salvo mi fuerza de trabajo. Mirá, tampoco hice una carrera universitaria. Tal vez por lumpen, pero ahora miro hacia atrás y no veo que haya ninguna carrera que me interese. Ni siquiera Letras, que uno podría pensar como la carrera afín a un escritor. A mí me parece que es una carrera que mecaniza la literatura. En fin, siempre trabajé.
—¿Cuáles son funciones en el subte?
—Soy un trabajador raso. Pertenezco al escalafón más bajo, en el área de limpieza. Trabajo en la estación Pasteur. Entramos a las once de la noche, cuando el subte cierra, y salimos a las cinco de la mañana.
—¿Sus compañeros saben que es un escritor premiado? ¿Son curiosos al respecto?
—Se van enterando en algún momento. Mirá, cuando yo era chico y pensaba en un escritor se me aparecía la imagen de Borges: un tipo flemático, con bastón, pensando sólo en libros. Hay muchos de mis compañeros que tienen una imagen del escritor parecida a esa. Y además piensan que es alguien que vive de su escritura. Por eso, cuando se enteran, primero hay una sorpresa. Porque no tienen configurada la imagen del escritor como un tipo que como ellos habla de fútbol, que mete el cuerpo y que no labura menos que ninguno, que tiene tatuajes, que tiene dos o tres hijos, como ellos. Hay una primera rareza, pero después se hace natural. En una estación teníamos un compañero que era tatuador. Haciendo tres tatuajes por día hacía un sueldo muy importante, pero trabajaba con nosotros. Ahora renunció y se va a vivir a Nueva Zelanda. Ese sí que era un caso más raro que el mío.
—¿Y qué le preguntan cuando se enteran que usted es escritor?
—Creo que la pregunta más frecuente es: "Y entonces, ¿vos qué hacés acá?". Pero les contesto fácil. Yo tengo la cuenta hecha sobre cuánto gané con la literatura. El momento que más plata junta agarré fue cuando en la Semana Negra de Gijón me dieron dos mil euros todos juntos. Fue lo máximo que gané por escribir. Si divido eso por doce meses, no me alcanza. Cuando me preguntan les cuento y es claro que tengo que trabajar para vivir.
—¿Tiene aspiraciones de ascenso en su trabajo en el subte?
—Hoy estoy en la categoría más baja, porque empecé hace dos años en este trabajo, cuando abandoné mi trabajo de fletero porque me contrataban en Metrovías. Empezás como limpieza, después vas subiendo: auxiliar de estación, boletero, guarda y así para arriba...
—¿Y en la literatura existe un escalafón semejante?
—Es raro. Pero si uno mira para atrás existen esas categorías. Tiene que ver con cómo circula lo que escribís. Hay un momento de salto que es cuando alguien te lee, alguien que no conozcas. Después hay otro salto cuando alguien te premia. A mí me pasó cuando me premiaron en Casa de las Américas. Un proceso que se continuó con el premio de la Semana Negra en Gijón. Eso me dio la pauta de saber que alguien iba a leer lo que yo escribiera, que había más lectores si no esperando, que iban a leer lo que yo publicara. El siguiente momento es cuando te piden materiales textuales. Y luego cuando las editoriales piden publicarte. Ese sería un paralelo con el escalafón del subte.
En unos momentos más Ferrari se pegará un baño, se despedirá de sus hijos y de su esposa, tomará el bolso y partirá hacia la estación Pasteur, donde se pondrá el uniforme de limpieza para luego baldear y barrer los andenes de la estación. Suena coherente: un escritor del género negro en un horario nocturno en un oficio proletario en un ambiente subterráneo. Aunque no deja de sorprender, claro. Ferrari también es hincha de River, como otra parte indisociable de su rol como trabajador manual del subte e intelectual de la literatura. "Me acuerdo cuando estaba en Gijón, me llamaron para entrevistarme por haber ganado el premio desde una radio en Madrid. En un momento, me dijeron que querían pasar a otro tema. Y pusieron la grabación de ese relator que se puso como loco cuando River se fue a la B. Y la pusieron al aire, conmigo del otro lado del teléfono. 'Ustedes están locos', les dije. 'Aprovechen que están en Madrid y yo en Gijón, porque, ¿cómo me van a hacer esto? Pero recuerden que yo para regresar tengo que pasar por Barajas, en Madrid, y puedo buscarlos para que aprendan a no hacerse los graciosos'. ¡Ahí cayeron en que se habían portado mal con un hincha de River! 'No te enojes', me decían, y estaban arrepentidos de verdad. Fue muy fuerte para mí el descenso de River. Durante toda una semana me escondía en el baño a llorar para que mi nena no me viera así". Como para desmentir más mitos se podría afirmar que, así como los ricos, los escritores proletarios -o los proletarios que escriben, como le gusta más a Ferrari- también lloran.