Curiosa paradoja la de los penales argentinos de máxima seguridad: es muy difícil entrar en ellos y muy fácil escapar de entre sus rejas. Esa inquietante cualidad carcelaria desató una fantástica cacería humana, casi sin precedentes en las últimas décadas, con la que el país recibió entre el asombro y la angustia al nuevo año. Todo un símbolo.
La fuga del penal de General Alvear de los hermanos Martín y Cristian Lanatta y de Víctor Schillaci, condenados a perpetua por el triple crimen de General Rodríguez de agosto de 2008, reavivó parte de la historia sombría del kirchnerismo: el oscuro financiamiento de la campaña electoral de Cristina Kirchner en 2007, (en la que cabe la ya casi olvidada valija con ochocientos mil dólares que pretendió entrar al país desde Venezuela Guido Antonini Wilson), las vinculaciones de un sector del poder político con el narcotráfico y la corrupción desembozada que infecta a los cuerpos de seguridad.
La fuga, que pareció guionada por el Súper Agente 86 (los asesinos se fugaron después de empujar un Fiat destartalado estacionado en el penal) fue un cachetazo en la dura "educación presidencial" que padece la flamante gobernadora de Buenos Aires, María Eugenia Vidal, que actuó rápido y con decisión: relevó a la cúpula del Servicio Penitenciario provincial y amenazó con denunciar penalmente a quienes hubiesen facilitado la fuga. Denunciar es una cosa y probar los hechos es otra.
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