Supongamos que alguien describiera a un pequeño país que proporcionara enseñanza universitaria gratuita para todos sus ciudadanos, transporte para los niños en edad escolar y atención sanitaria gratuita —cirugía cardiaca incluida— para todo el mundo. Cabría sospechar que dicho país fuera fenomenalmente rico o bien que va camino de la crisis fiscal por la vía rápida.
Al fin y al cabo, en Europa los países ricos han descubierto cada vez más que no pueden financiar la enseñanza universitaria y están pidiendo a la juventud y a sus familias que soporten los costes. Por su parte, Estados Unidos nunca ha intentado ofrecer una enseñanza universitaria gratuita para todo el mundo, y fue precisa una enconada batalla solo para que los estadounidenses pobres tuvieran garantizado el acceso a la atención sanitaria, una garantía que en estos momentos el Partido Republicano se esfuerza denodadamente por revocar aduciendo que el país no puede permitírsela.
Aun así, Mauricio, un pequeño Estado insular que se encuentra cerca de la costa de África oriental, no es un país especialmente rico ni va camino de la ruina presupuestaria. Pese a ello, ha pasado las últimas décadas construyendo con éxito una economía diversificada, un sistema político democrático y una sólida red de Seguridad Social. Muchos países, en particular Estados Unidos, podrían aprender de su experiencia.
En el transcurso de una reciente visita a este archipiélago tropical de 1,3 millones de habitantes, tuve la oportunidad de constatar sobre el terreno algunos de los pasos de gigante que ha dado Mauricio, logros que podrían parecer desconcertantes en vista de los debates que se han producido en Estados Unidos y otros lugares. Consideremos la propiedad de la vivienda: pese a que los conservadores estadounidenses dicen que el intento del Gobierno de extenderla al 70 por ciento de los ciudadanos fue lo que provocó el colapso económico, el 87 por ciento de los habitantes de Mauricio son propietarios de su vivienda, sin que ello haya propiciado una burbuja inmobiliaria.
Ahora viene la cifra más dolorosa: durante casi treinta años el PIB de Mauricio ha aumentado a un ritmo superior al 5 por ciento anual. A buen seguro que tiene que haber algún «truco». Mauricio debe de ser rico en diamantes, petróleo o alguna otra materia prima valiosa. Sin embargo, lo cierto es que Mauricio no posee recursos naturales explotables. Es más, en 1961 sus perspectivas de futuro eran tan lúgubres que a medida que se aproximaba la independencia de Gran Bretaña —que llegó en 1968— el premio Nobel James Meade escribió: «Será todo un logro que [el país] pueda emplear productivamente a su población sin una reducción drástica del nivel de vida actual [...] Las perspectivas de desarrollo pacífico parecen escasas».
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El centro de la capital de Mauricio, Port Louis.
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Como si hubieran pretendido demostrar lo mucho que se equivocaba Meade, los habitantes de Mauricio han hecho aumentar los ingresos per cápita de menos de 400 dólares en torno a la época de la independencia a más de 6.700 dólares en la actualidad. El país ha progresado desde el monocultivo basado en el azúcar a una economía diversificada que incluye el turismo, las finanzas, la industria textil y —si los planes actuales fructifican— la tecnología avanzada.
Durante mi visita, lo que me interesaba era comprender mejor lo que había conducido a lo que algunos habían bautizado como el Milagro de Mauricio, y lo que otros podían aprender de él. De hecho, se pueden desprender muchas lecciones, y los políticos estadounidenses y de otras partes deberían tener presentes algunas de ellas a la hora de librar sus batallas presupuestarias.
Para empezar, no se trata de saber si podemos proporcionar atención sanitaria o enseñanza a todo el mundo, o siquiera de garantizar que la mayoría de los ciudadanos sean propietarios de sus viviendas.
Si Mauricio puede permitirse estas cosas, Estados Unidos y Europa —que son mil veces más ricos— también pueden permitírselo. De lo que se trata, más bien, es de cómo organizar la sociedad. Los ciudadanos de Mauricio han optado por un camino que conduce a niveles más elevados de cohesión social, bienestar y crecimiento económico, así como a un menor nivel de desigualdad.
En segundo lugar, y a diferencia de muchos otros países peque- ños, Mauricio ha decidido que la mayor parte de los gastos militares son un despilfarro. No hace falta que Estados Unidos vaya tan lejos: una mínima parte del dinero que nuestro país gasta en armamento que no funciona contra enemigos que no existen daría para mucho a la hora de crear una sociedad más humana, comprendida ahí la provisión de atención sanitaria y enseñanza para quienes no pueden permitirse costeárselas.
En tercer lugar, Mauricio reconoció que, al carecer de recursos naturales, su único activo era su gente. Quizá ese aprecio por sus recursos humanos fuese también lo que llevó a Mauricio a darse cuenta de que, sobre todo dadas las diferencias religiosas, étnicas y políticas potenciales del país —que algunos intentaron explotar para inducir al país a seguir siendo una colonia británica—, la enseñanza para todos era fundamental para la unidad social. También lo era un fé- rreo compromiso con las instituciones democráticas y la cooperación entre trabajadores, Gobierno y patronal, precisamente lo contrario de la clase de disensiones y divisiones que los conservadores estadounidenses están engendrando en la actualidad.
Esto no quiere decir que Mauricio no tenga problemas. Como muchos otros países de mercado emergentes que han tenido éxito, Mauricio se enfrenta a la pérdida de competitividad en materia de tipos de interés. Y a medida que cada vez más países intervengan para debilitar sus tipos de interés mediante la expansión cuantitativa, el problema empeorará. Con casi toda certeza, Mauricio también tendrá que intervenir.
Además, al igual que muchos otros países de todo el mundo, Mauricio se enfrenta hoy a inquietudes relacionadas con la importación de alimentos y la inflación energética. Responder a la inflación con la subida de los tipos de interés no haría sino agravar las dificultades creadas por unos precios elevados acompañados por un alto nivel de desempleo y unos tipos de interés aún menos competitivos. Las intervenciones directas, las restricciones sobre las entradas de capital a corto plazo, gravar las ganancias patrimoniales y estabilizar unas normativas bancarias prudenciales son medidas que habrá que tener en cuenta.
El Milagro de Mauricio se remonta a la independencia. No obstante, el país sigue enzarzado con una parte de su legado colonial: la desigualdad en el reparto de la tierra y la riqueza, así como la vulnerabilidad de su política global de alto riesgo. Estados Unidos ocupa sin compensación una de las islas del litoral de Mauricio, Diego García, como base naval; oficialmente se la arrienda el Reino Unido, que no solo se quedó con el archipiélago Chagos, violando así las leyes internacionales y de las Naciones Unidas, sino que también expulsó a sus habitantes y se niega a permitirles regresar.
En la actualidad Estados Unidos debería ser justo para con este país pacífico y democrático, reconocer los legítimos derechos de propiedad de Mauricio sobre Diego García y purgar sus pecados pasados pagando una cantidad justa por un territorio que ha venido ocupando ilegalmente durante décadas.