Scott Fitzgerald: entre la literatura exquisita y la esquizofrenia

Fue pilar, junto con su compatriota Ernest Hemingway, de la llamada "generación perdida norteamericana", y víctima de un atroz adversario: él mismo

Revista Mustique 162

Francis Scott Fitzgerald nació en St. Paul, Minnesota, el 24 de septiembre de 1896. De joven mostró una peculiar personalidad, producto de la combinación del sentimentalismo y las ansias de poder. Estudió en Newman School y luego se trasladó a Princeton. En la universidad destapó facultades humorísticas y una escritura incisiva. Plasmó el talento literario en diversas publicaciones locales, y compuso comedias musicales, estrenadas en el Triangle Club.

El miedo llamó a su puerta con la misma insistencia que la vocación. Lo citaron para intervenir en la Primera Guerra Mundial. Se sumó a las filas de combatientes aunque nunca debió exponerse el frente de batalla. Fue teniente de infantería y soporte de campo del general John A. Ryan.

Casi diecinueve meses de un entrenamiento arduo y sostenido lo capacitaron para vencer al enemigo; sin embargo, tras aguardar horas en el puerto de embarco, jamás subió al barco. «En aquel lugar terrorífico, cargando la máscara de gas, el casco de acero y alimentos en lata, sentí que viajaba a la muerte. Desde entonces siempre sufrí neurosis de no combatiente, bajo la forma de feroces pesadillas».

En la demencial borrachera del festejo sin causas, descubrió una atracción suprema: las mujeres rubias y maquilladas, que se desplazaban con astucia en busca del hombre que les asegurara el futuro. Esas féminas suspicaces se transformaron en las protagonistas de sus primeras obras, que alertaron al sector editorial. A partir de ese momento, Francis Scott Fitzgerald jamás dejó de escribir.

En 1920, a los 24 años de edad, tras maratónicas semanas de excesos y festejos, escribió su primera novela, A este lado del paraíso. Las ventas se multiplicaron con efecto viral y la consecuencia resultó evidente: miles de dólares y el reconocimiento inmediato de la crítica literaria y de los lectores.

El dinero le dio el boleto necesario para subirse al tren de la alcurnia. Trató con los poderosos que apoyaban las piernas en escritorios de roble. Frecuentó bailes privados, y ahí conoció a Zelda, hija del juez de la Suprema Corte de Alabama, bella y escritora.

Cuando Fitzgerald le propuso matrimonio a Zelda, los amigos del escritor se expresaron con contundencia: le detallaron las razones de la peligrosidad de la decisión. No obstante, se ha conservado una carta del propio Fitzgerald, dirigida a Isabelle, una amiga de la universidad:

«Ninguna personalidad tan fuerte como la de Zelda podría pasar sin recibir críticas y, como dices, ella no está por encima de los reproches. Siempre supe eso. Ninguna joven que se irrita en público, que disfruta francamente el contar historias chocantes, que fuma constantemente y que manifiesta que ha besado a miles de hombres y se propone besar a miles más, puede considerarse más allá del reproche, aun cuando esté por encima. Pero Isabelle, yo me enamoré de su valentía, su sinceridad y su apasionado autorrespeto; y son esas las cosas que creería aun si el mundo entero prefiriera recelar que ella no es lo que debiera ser. Aunque por supuesto, la verdadera razón, Isabelle, es que la amo y ese es el principio y el fin de todo. Tú sigues siendo católica; pero Zelda es el único Dios que me queda».

En los años veinte, el matrimonio Fitzgerald escaló rápido los peldaños de la popularidad. Jóvenes, ricos, inteligentes, divertidos. Palabras que integraban los artículos redactados por la acosadora prensa. Las alabanzas convirtieron a la pareja en el prototipo del «sueño americano».

Scott y Zelda exageraron las fiestas y las borracheras. El corolario del descontrol se asomó de manera paulatina; fueron echados de numerosos hoteles y Zelda se lanzó desquiciada en las aguas de la fuente Union Square, sitio histórico de Nueva York.

Marido y mujer Fitzgerald, íconos de la juventud norteamericana, admirados por obtener lo que toda la gente deseaba. Una hija, mucamas, éxito, dinero y fama. Pero, la cáscara de vida perfecta comenzó a erosionarse. Se convirtieron en presas de sus egos, alimentados sin control durante años y años. En el seno de la relación florecieron los celos y la competencia. Zelda abortó un hijo, criticó a Scott en público y lo engañó en París.

El escándalo mediático tomó dimensiones mundiales. Aquellos que habían alcanzado el paraíso, transitaban el infierno. Las conjeturas circularon en variedad y cantidad. Muchos críticos señalaban a Scott como el verdugo del lazo marital. El deseo insaciable de ser millonario, las ansias desmesuradas de dilapidar el dinero a fin de competir con grandes fortunas.

El escritor plasmó su sufrimiento en la novela A este lado del paraíso.

Pero Ernest Hemingway, conocido de ellos, mostró un punto de vista inverso. Según el Premio Nobel de Literatura, el éxito de Scott molestó a Zelda. Enceguecida por la envidia, estimulaba a su marido a divertirse y tirar dólares; y así evitaba que se concentrara en su carrera literaria.

Ante el testimonio de tan reconocido autor, Zelda se defendió: «Scott, me dejabas más y más sola, y aunque le echabas la culpa al departamento o a los sirvientes o a mí, sabes que la verdadera razón por la que no podías trabajar era porque salías todas las noches, estabas enfermo y tomabas constantemente».

En algún lapso amoroso, un rompimiento momentáneo, Scott le envió una carta a Sheila, su amante:

«Quiero morirme, Sheila, y a mi modo. Solía tener a mi hija y a mi pobre y perdida Zelda. Ahora hace más de dos años que veo tu imagen en todos lados. Déjame recordarte hasta el fin, que está muy cercano. Eres lo mejor. Vales por ti misma. Eres demasiado para un neurótico tuberculoso que solamente puede ser celoso y mezquino y perverso. Voy a pasar mi último tiempo contigo, aunque no estarás aquí. No falta mucho. Quisiera dejarte algo más de mí. Puedes quedarte con el primer capítulo de la novela y el bosquejo. No tengo dinero pero podría valer algo... Te quiero absoluta y definitivamente».

Vivió con ella y murió en su casa el último mes de 1940.

A pesar del aturdimiento mental por el abusivo festejo y el secreto infierno conyugal, Fitzgerald sacó cuatro volúmenes de narraciones: Flappers y filósofos (1920), Cuentos de la era del jazz (1922), Todos los hombres tristes (1926), y luego Taps en Reveille (1935). Historias aceptadas y publicadas en Saturday Evening Post, American Mercury y Harpers.

Los malditos y los bellos (1922) fue la novela que precedió a sus obras cumbres: El gran Gatsby (1925) y Tierna es la noche (1934).

La enorme aceptación de El gran Gatsby, coronó a Scott Fitzgerald como el portavoz de la «generación perdida», un grupo de notables escritores (Hemingway, Faulkner, Dos Passos, Steimbeck, y otros) radicados en París hasta la depresión de 1930.

Igual de atractiva que El gran Gatsby resultó Tierna es la noche. Diagramó un personaje psicoanalista, Dick Driver, con el objeto de volcar al papel sus experiencias de la vida real. Por ejemplo, un altercado vivido en Roma, en 1924; se peleó con borrachos y terminó en la cárcel.

Dijo: «La mayor parte de lo que me ha pasado está en mis novelas y mis cuentos, es decir, todas las partes que pueden ir a la imprenta».

Scott Fitzgerald fue un hombre que palió con el éxito la demonología de su vida. Dejó un legado escrito de gran riqueza literaria. Imprimió en las hojas sus reales deseos, su inusual encanto, y su lento transitar hacia la desdicha por haber elegido como esposa a una mujer letal, construida de envidia y diagnosticada esquizofrénica.