¿Quién tiene miedo?

El 4 de marzo de 1933 Franklin D. Roosevelt tomaba juramento como nuevo presidente de los Estados Unidos. En medio de una gris y lluviosa jornada, pero armado con su característica y copiosa sonrisa, firme convicción y fe en sus conciudadanos, se dispuso a dar el discurso de inauguración. Las tan sólo 1.883 palabras quedarán impresas en el consciente de los norteamericanos por siempre a pesar del paso del tiempo. En un panorama desolador que imponía la realidad de la Gran Depresión: cientos de miles de fábricas clausuradas, las fértiles llanuras y las praderas diezmadas por los efectos del dust bowl y la ruina del sistema bancario —sólo en los primeros tres meses de la crisis un total 659 bancos habían quebrado y por primera vez el desempleo en los Estados Unidos superaba el 25 por ciento. No hubo corralito, simplemente los ahorros de los trabajadores se habían evaporado.

A miles de kilómetros de distancia de su epicentro en Wall Street, el cataclismo se había extendido por todos los rincones del planeta y sus efectos nocivos, como el derrumbe del comercio internacional, el crecimiento del militarismo y el fortalecimiento del fascismo en Europa, pronto llevarían a dos terceras partes del globo al borde del abismo y, finalmente, al apocalipsis de la Segunda Guerra Mundial.

Con la carga de la historia sobre sus espaldas y un agudo dolor que le causaba su propio peso sobre las raquíticas e inútiles piernas afectadas por la polio, erguido, Roosevelt le habló al pueblo norteamericano durante 20 minutos. Con calma y, sobre todo, afrontando la realidad con firmeza, les explicó cómo juntos debían resolver los graves problemas que el país atravesaba. Teniendo presente el lema de su alma máter, Harvard, les habló con la verdad. "Sin miedo, con la ayuda de Dios y con determinación esta nación perdurará, renacerá y prosperará", les dijo. Pero en aquel día fueron sin duda otras las palabras que quedarán registradas en la memoria de quienes lo escuchaban: "A lo único que hay que tenerle miedo es al miedo mismo". Finalmente, estas palabras marcaron el principio del fin de ese oscuro capítulo. Poco sabía él de los complejos desafíos y los aún más trágicos tiempos que el futuro traería; pero él y su pueblo estaban ahora unidos y determinados en avanzar juntos, a pesar de la profunda crisis de confianza que los envolvía.

En solamente 12 años, la administración de Roosevelt dejó atrás la crisis económica más profunda y larga de su historia, con sus casi catorce millones de desempleados y más de tres millones de desplazados, y convirtió, a su vez, a los Estados Unidos en la primera potencial mundial; una posición que conserva aun después de 70 años. Aquellos niños californianos inmortalizados por el lente de Dorothea Lange, con los vientres vacíos por el hambre, roñosos y de caras cubiertas por moscas, se transformaron en los jóvenes libertadores de millones de seres humanos en Europa, África del Norte y Asia. Ellos también alimentaron y reconstruyeron a una Europa devastada por la guerra. Con grandeza y compasión, esto incluyó a los países del Eje, que fueron finalmente derrotados en 1945. En poco tiempo más, esos mismos jóvenes, convertidos ya en hombres y mujeres, revolucionaron la producción industrial y transformaron el mundo a través de la tecnología, la informática, la aeronáutica y el comercio internacional.

En efecto, esa fría mañana de 1933 cambió para siempre el destino de los Estados Unidos, convirtió a los desposeídos en la llamada "gran generación". Los graves problemas que ese país atravesaba eran reales y el miedo, a su vez, lo había transformado todo en una verdadera parálisis.

De la misma manera, el 25 de octubre pasado los argentinos demostraron que no temen al futuro, que se sienten confiados y creen en sí mismos. Están a la espera de mostrar que un cambio profundo es posible y que el país volverá, en lugar de sólo contar con el recuerdo lejano de su gran pasado, a tener nuevamente la confianza para construir el futuro próspero que se merece.

Los problemas que hoy vive nuestro país son insignificantes comparados con aquellos que los Estados Unidos enfrentaban en las décadas del treinta y el cuarenta. El miedo se ha convertido en las últimas semanas en el grito de campaña de un oficialismo en plena retirada. No es un grito de guerra, sino un grito agónico y, aun cuando no sea real, es por sobre todas las cosas injusto; en efecto, trata de reducir a los argentinos a la nada misma. Como si Argentina no se mereciera ni siquiera existir sin ellos gobernándolos.

La Argentina, por el contrario, ha sido durante su historia uno de los pueblos más modernos y exitosos de América Latina —pioneros en educación, ciencia, tecnología, diseño, medicina y agroindustria. El miedo, en todas sus dimensiones, nunca ha intimidado a los argentinos.