Por qué los boleros tienen éxito en conmovernos

En su nuevo libro, el prestigioso escritor Martín Kohan reflexiona sobre la eficacia del discurso sentimental en la canción popular latinoamericana. Infobae publica un adelanto

El universo de la sentimentalidad parece impregnarse siempre de cierto efecto kitsch, como si nunca pudiese desprenderse del todo de los tonos de la cursilería. Esta formulación general, según la cual todo sentimentalismo derivaría en kitsch, encuentra un necesario matiz en la observación de Ramón Gómez de la Serna de que "cursi es todo sentimiento que no se comparte". Porque es evidente que la expresión de la sentimentalidad y la cursilería tienden a asociarse, pero es evidente también que a ese carácter cursi se lo advierte solo desde una perspectiva exterior, con una mirada que no se involucre en la esfera de lo expresado por el discursso de los senti­mientos.

Basta con distanciarse de las vehemencias del discurso sentimental para convertirlo en kitsch, pero basta con involucrarse en él para que la irónica atribución de cursilería se desvanezca. Lo que sucede con la cultura de masas es que por su condición intrínsecamente expansiva apunta a abarcarlo todo: su tendencia es precisamente la de anular toda posibilidad de colocación exterior, la de eliminar toda posible extraposición (basta con pensar en los denodados esfuerzos que ensayaba Theodor Adorno para situarse fuera de los mecanismos de la industria cultural y lo costoso que le resultaba hacerlo).

En este sentido, la observación de que los intelectuales, para decir: "Te quiero", decimos: "Como decía Corín Tellado, te quiero", marca de alguna manera la imposibilidad de sostener el discurso de los sentimientos sin hacerse cargo de las formulaciones que para ello son establecidas desde la cultura de masas. La cultura de masas dispondría, entonces, un diccionario y una gramática de la sentimentalidad.

Los boleros constituyen una zona fundamental de ese diccionario y de esa gramática, por tratarse del género privilegiado para hablar del amor a través del registro de la cultura de masas. Considerados bajo una mirada ajena, que se coloque en una posición de exterioridad, los boleros resultan ser, evidentemente, una larga e ilimitada proliferación de cursilerías: es la epifanía del kitsch. Pero no por nada los boleros desconocen la ubicación apartada de la tercera persona, y apuestan en cambio, mediante el desgarramiento de la primera persona o mediante la insistente apelación a la segunda, al pleno involucramiento.

Su estrategia, al igual que la de todos los géneros masivos, es conseguir la identificación del receptor. Mirados desde afuera, no pueden sino provocar un cinismo distante (el mismo tipo de cinismo que suscita "todo sentimiento que no se comparte"). Solo que los boleros no están hechos para ser mirados desde afuera, sino para que nos reconozcamos en ellos: es entonces que se revelan como un mapa posible para la expresión de la sentimentalidad. Los boleros son la fábula de amor que la cultura de masas narra (junto con los folletines, los melodramas, la radio y las telenovelas, la música sentimental en un sentido amplio) para configurar nuestro imaginario sobre el universo amoroso con todas sus variantes. Ese imaginario se resume en el gran relato de amor que los boleros cuentan


Me importas tú, y tú, y tú, y solamente tú

Lo que importa en los boleros es el tú. El peso que adquieren los verbos se debe más a la interpelación de esa segunda persona que al significado que puedan expresar; porque, de hecho, los verbos de los boleros expresan todos los significados del amor, y lo que interesa es, por lo tanto, que se dirigen a un tú: abrázame, acaríciame, perdóname, júrame, bésame, déjate besar, háblame, pregúntame, contéstame, escríbeme, escúchame, óyeme, atiéndeme, compréndeme, miénteme, no me mientas, olvídame, no me olvides, recuérdame, ven, vete, no te vayas, quédate, aléjate, acércate, vuelve, no vuelvas, mírame, mírame más, no me mires, no te burles, no te rías, no te enojes, quiéreme, no dejes de quererme, no me quieras tanto, no me quieras así, ódiame, no me platiques, no me amenaces, engáñame, pégame, mátame, quémame los ojos, pide, no me pidas, dime, no lo digas, decide tú.

Si lo sustancial estuviese en la dimensión estrictamente semántica, está claro que los verbos de los boleros resultarían psicotizantes. Pero lo que importa, desde luego, no es lo que esos verbos dicen (porque lo dicen todo), sino el hecho de que los enuncia un yo dirigiéndose a un tú, y que ese tú ha de considerar como objeto de su acción a ese yo que le habla. Los boleros son una red de solicitudes, son el fervor de la petición. La petición supone (sin que importe qué es lo que se pide) la posibilidad de hablarle a un tú y que ese tú tenga en cuenta al sujeto hablante, aunque sea, en el peor de los casos, para quemarle los ojos. Lo que cuenta entonces es hablar (en el mismo sentido en que Barthes, analizando las figuras del discurso amoroso, sostenía que lo que el enamorado no tolera es la falta de respuesta de la amada, porque soporta verse rechazado como sujeto amante, pero no soporta verse rechazado como sujeto hablante).

El vínculo no es otro que el lenguaje, porque en los boleros (aunque se jure callar o aunque se le pida al otro que no diga nada) siempre el yo le habla a un tú, sabiendo que ese tú lo escucha, o haciendo como si lo escuchase. El lenguaje asegura así la persistencia de un vínculo, aunque se lo emplee para expresar una despedida, para expresar una maldición o para expresar un afán de venganza. El lenguaje asegura que ese tú sigue siendo un tú, y que por lo tanto no es un él o un ella (que no es una no-persona). Es posible, pese a todo, que se produzca una distancia tal que incluso el contacto lingüístico resulte inviable.

Ojos brujos tapa SF
Tapa de "Ojos brujos", nuevo libro de Martín Kohan.

En esos casos, la separación entre el enunciador y su amado o amada es demasiado grande como para que se pueda apelar al núcleo constitutivo del discurso del bolero, que es la posibilidad de hablarle al otro. Esa lejanía se subsana en los boleros a través de diferentes mediadores: esos mensajeros, esos portadores del lenguaje, pueden ser el pensamiento, una estrella que cruza la noche, o aun las propias noches ; hablan en nombre del enunciador; llevan y traen frases y noticias del ser amado o para el ser amado, y de ese modo consiguen reconvertir a ese él o ella en el imprescindible tú. Si ese tú, distanciado o distanciada, ya no puede o no quiere hablar con el enunciador, se llega incluso a recurrir a Dios, que resulta para estas circunstancias un enlace tan eficaz como insoslayable: lo que el amado o amada debe saber puede preguntárselo directamente a Dios.

Puede suceder también que el yo recurra a esta clase de mediaciones para saber algo sobre su amado o amada, porque así como la separación impide el conocimiento sobre el otro, impide también, en el mismo sentido, la posibilidad de la pregunta directa. Las estrellas, la luna, el sol, el mar, están entonces, al igual que Dios, al alcance de la mano (o al alcance de la palabra) del enunciador para tratar de saber con quién está el otro, si esa noche se irá de ronda, si piensa en él, si lo ha olvidado, si ya no lo quiere.

Hay todo un orden cósmico que contribuye a salvar la distancia con el ser amado, listo para mediar y restablecer el contacto discursivo. Los boleros no aseguran entonces ni el amor ni la dicha; lo único que aseguran es que el sujeto de la enunciación nunca se quedará hablando solo (aunque a la vez provocan la inquietante impresión de que si ese sujeto se la pasa inventando interlocutores, es porque, en realidad, está hablando solo todo el tiempo).