Nicolás Avellaneda fue el mandatario más joven de la Argentina. Inauguró y finalizó su mandato con sendas revoluciones, que se oponían tanto a su asunción como a una de sus decisiones más sabias y polémicas: la capitalización de la ciudad de Buenos Aires. Su gestión se caracterizó por una serie de medidas y decisiones trascendentes que contribuirían a forjar la Argentina moderna. Entre ellas, se destacan: el notable impulso a la educación, la ampliación de las fronteras del país, con la incorporación de la Patagonia oriental y el Chaco austral a la soberanía argentina, la implantación de un plan de austeridad en las finanzas públicas, la extensión de las líneas férreas y el impulso a la actividad económica privada. Esto último especialmente en materia de exportación de cereales e implantación de los primeros frigoríficos. Pero Nicolás Remigio Aurelio Avellaneda sería más recordado por la ley de inmigración y colonización (nº 817) promulgado bajo su mandato, el 19 de octubre de 1876.
El Presidente había nacido el 3 de octubre de 1837 en San Miguel de Tucumán. Cuando tenía apenas cuatro años de edad, su padre, Marco Avellaneda, fue ejecutado en Metán por órdenes del general federal oriental Manuel Oribe, quien seguía instrucciones de su jefe, don Juan Manuel de Rosas. La ejecución de Marco, líder y alma de la Coalición del Norte que se había armado contra el dictador porteño (y que aspiraba a organizar el país bajo el dictado de una constitución democrática) fue cruel y atroz. Fue decapitado y su cuerpo desmembrado a la vista de todos; su cabeza se exhibió en una pica durante varios días, en la actual plaza Independencia de San Miguel de Tucumán, en 1841.
Pese a esta traumática experiencia, el joven Nicolás pudo superar este trance y, lejos de exteriorizar, a lo largo de su vida, un espíritu revanchista o resentido contra los antiguos rosistas, fue siempre leal, tolerante, magnánimo y respetuoso de todos, aun de sus más acérrimos opositores. En 1868, cuando tenía treinta y un años de edad, Domingo Faustino Sarmiento lo designó ministro de Justicia e Instrucción Pública. Avellaneda fue el principal impulsor y ejecutor del plan sarmientino de educación, por el cual todos hoy recordamos al presidente sanjuanino. Fue tan exitosa su gestión que desde allí se presentó directamente a la Presidencia de la Nación, apoyado por el propio mandatario saliente.
En 1874, Avellaneda asumió la Presidencia, con treinta y siete años de edad. Todo un récord, hasta el día de hoy. A poco de asumir, los seguidores de su adversario en las urnas, Bartolomé Mitre (que sólo había ganado en Santiago del Estero, Buenos Aires y San Juan), se levantaron en armas. Avellaneda sofocó esta sublevación, con bastante benevolencia, a los pocos meses.
El siguiente problema que debió enfrentar el joven mandatario fue una importante crisis económica, que conjuró instaurando un duro plan de ajuste fiscal, despidiendo a más de seiscientos empleados públicos, dando el propio presidente ejemplos de austeridad. A los pocos meses, apareció, por primera vez en la historia, el campo argentino, para salvar la situación económica del país. La producción cerealera, la incipiente industria frigorífica y los buenos precios internacionales, sumados al plan de austeridad pública de Avellaneda, sacaron rápidamente al país de la crisis.
El Presidente podía ahora ocuparse de las cuestiones importantes. Avellaneda era consciente de que la Argentina tenía un extenso territorio, con un grave déficit poblacional para poder desarrollarse armónicamente. El mandatario decidió, entonces, cumplir con el pedido de la Constitución de 1853, que, además del preámbulo ("y para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino"), el antiguo artículo 25 disponía: "El Gobierno federal fomentará la inmigración europea; y no podrá restringir, limitar ni gravar con impuesto alguno la entrada en territorio argentino de los extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar la industrias, e introducir y enseñar las ciencias y las artes".
A tal fin, Avellaneda envió al Congreso su proyecto de ley de "Inmigración y Colonización", donde sostuvo, como cuestión de Estado, el poblamiento del territorio nacional, el cual sería el germen de la actual conformación social de nuestro país, donde casi todos descendemos de inmigrantes.
Ya la Primera Junta había advertido que uno de los problemas del naciente Estado era la inmensa extensión de tierras sin ocupar, que no contribuían a asegurar la soberanía de la Patria. Todos los Gobiernos patrios que se sucedieron, en mayor o menor medida, mencionaban en sus instrumentos la necesidad de poblar el territorio con inmigrantes procedentes del único lugar conocido y relativamente cercano que creyeron compatible con nosotros: Europa. El Primer Triunvirato, en decreto del 4 de septiembre de 1812, apuntaba: "promover la inmigración por todos los medios posibles". Lo mismo expresó el Congreso de Tucumán el 9 de julio de 1816, antes de declarar la independencia.
La comunidad que creció más rápidamente en los primeros años fue la británica, que se instaló principalmente en Buenos Aires, al compás del aumento del comercio y la apertura del puerto. Luego llegaron los franceses (algunos exiliados a la caída de Napoleón Bonaparte) y, en menor medida, alemanes e italianos. El Gobierno de Rivadavia trajo los primeros artistas, científicos, técnicos y sabios europeos. Con las guerras civiles y el régimen rosista continuó el lento crecimiento de la colectividad inglesa, en detrimento de las demás. Por esos años, Sarmiento, en sus obras, alentaba la inmigración como manera de revertir la natural tendencia al ocio que él observaba en nuestros habitantes. Juan Bautista Alberdi sostenía algo semejante: "Un hombre trabajador es el catecismo más edificante".
Avellaneda coincidiría plenamente con tales ideas. En su gestión, se sostenía: "Todo está salvado cuando hay un pueblo que trabaja". Había que hacer trabajar a los argentinos y la manera más práctica era inyectando, rápidamente, sangre de inmigrantes, que vinieran a trabajar y a enseñar las bondades del trabajo a nuestros gauchos. En 1865 Avellaneda publicó su Estudio sobre las leyes de tierras públicas, donde analizó la legislación argentina sobre el tema y propuso, siguiendo el modelo norteamericano, entregar tierras a los productores agropecuarios, simplificándoles los trámites burocráticos al mínimo indispensable para asegurar el asentamiento de poblaciones estables, aumentar la población en las zonas productivas, asegurar así el territorio y la soberanía nacional, además de aumentar la riqueza productiva argentina. Adelantaba Avellaneda en esta obra lo que haría luego en su mandato: "La propiedad territorial fácil y barata debe ser la enseña de leyes venideras, para vencer en su nombre y con su obra el desierto, cambiando el aspecto bárbaro de nuestras campañas".
En su mensaje de apertura de las Sesiones Ordinarias del Congreso Nacional, el 1.º de mayo de 1876, el presidente Avellaneda anunció su ambicioso proyecto: "Podemos distribuir mejor la inmigración, extendiéndola por todo el país, radicarla y ofrecerle un incentivo con la adquisición de la propiedad territorial, abriéndole en el exterior al mismo tiempo nuevas corrientes. Economicemos sobre todos los ramos de los servicios públicos, pero gastemos para hacer más copiosas y fecundas nuestras corrientes de inmigración. El agente maravilloso de la producción, el creador moderno del capital es el inmigrante y afortunado el pueblo que puede ponerlo a su servicio, porque llevando consigo la más poderosa de las fuerzas renovadoras no tendrá sino perturbaciones transitorias y será constante su progreso. No hay gasto más inmediatamente reproductivo que el empleado en atraer al inmigrante y en vincularlo al cultivo del suelo".
La ley de inmigración pretendía precisamente eso: captar gran cantidad de trabajadores para ocupar y desarrollar el campo argentino. Significó equiparar los derechos civiles de argentinos y extranjeros. Fue la primera ley nacional que trató temas migratorios. Avellaneda tomó como base una anterior ley de la provincia de Entre Ríos. La ley Avellaneda se dividía en dos partes: la primera sobre inmigración y la segunda sobre colonización. La parte "De la Inmigración" tenía sesenta artículos, ordenados en diez capítulos. Creó el Departamento de Inmigración (predecesor de la Dirección Nacional de Migraciones). Distinguió a los inmigrantes de los "viajeros" (los actuales turistas).
Concedía estos beneficios al inmigrante: alojamiento, manutención y traslados dentro del país. Consagraba el artículo 14 de dicha ley: "Todo inmigrante que acreditase suficientemente su buena conducta y su actitud para cualquier industria, arte u oficio útil tendrá derecho a gozar, a su entrada al territorio, de las siguientes ventajas especiales: 1º Ser alojado y mantenido a expensas de la nación, durante el tiempo fijado; 2º Ser colocado en el trabajo o industria existente en el país a que prefiriese dedicarse; 3º Ser trasladado a costa de la nación, al punto de la República a donde quisiese fijar su domicilio; 4º Introducir libres de derecho prendas de uso, vestidos, muebles de servicio domésticos, instrumentos de agricultura, herramientas".
La ley creó oficinas de empleo, para buscarles trabajo y defenderlos de los abusos laborales de los empleadores locales. Regulaba además las condiciones que debían reunir los barcos para transportar a los inmigrantes. Establecía el procedimiento de desembarco, los documentos y los recaudos sanitarios que se les iba a exigir. Creó una red de agentes y comisiones de inmigración en Europa para promover a la Argentina como destino. El último capítulo indicaba cómo se financiarían las distintas actividades y los organismos.
De este modo, el Estado argentino concedía a los inmigrantes europeos: anticipo para pasajes, alojamiento en hoteles y asilos, trabajo y tierras. Se buscaba convertir al inmigrante en colono: propietario pequeño o mediano de tierras en el campo. Se creó el legendario Hotel de Inmigrantes en Buenos Aires para proveer alojamiento y comida a la llegada de los extranjeros al puerto. Luego se previó su traslado a su lugar de asiento definitivo. Estos beneficios se concedieron no sólo a los inmigrantes traídos por empresas o agentes de colonización, sino también a los que arribaran por su cuenta.
Así comenzó a circular, en una Europa azotada por las sucesivas guerras, la hambruna, el hacinamiento y el desempleo, la fama de la Argentina como granero del mundo, tierra promisoria de trabajo, pan y paz para las sufridas familias agricultoras del Viejo Mundo. En Europa los lotes para el trabajo rural se encontraban excesivamente parcelados, los suelos desgastados y la miseria rondaba por doquier. Las agencias de promoción hicieron una intensiva campaña de difusión para captar interesados en radicarse en nuestro país.
Así se gestó el aluvión inmigratorio de fines del siglo XIX, que comenzó con Avellaneda. La tarea de los agentes argentinos en Italia y Austria fue ardua. Destacó el cónsul en Génova, Dr. Eduardo Calvari, quien interesó a miles de italianos para embarcarse. Menos suerte tuvieron los agentes albicelestes en Austria. Tal vez por las diferencias de idioma, climáticas o culturales; los inmigrantes austríacos no fueron numerosos.
La segunda parte de la ley, "De la Colonización", comprendía ocho capítulos. Promovía el establecimiento de colonias en territorios nacionales, terrenos particulares o provinciales, mediante el Departamento de Tierras y Colonias. A tal fin, se loteaban las tierras públicas en parcelas de cien hectáreas cada una. A las primeras cien familias se les otorgaba un lote, en forma gratuita, y se les permitía que compraran más tierras, a dos pesos por hectárea, mediante formas de pago accesibles. Se facultaba al Gobierno a contratar la provisión de casas, herramientas, enseres, animales y alimentos para los colonos a precios subvencionados. El espíritu de la ley era claramente promover la ocupación del campo y las actividades económicas agrarias para contribuir con el desarrollo económico del país.
Esta ley tuvo un efecto impactante en los años siguientes. Permitió la llegada de casi cuatro millones de extranjeros. Sin embargo, lejos de establecerse el grueso de los recién llegados en el campo, como era la idea de Avellaneda, muchos de ellos se establecieron en los centros urbanos próximos a los puertos. De más de 68 mil inmigrantes registrados en 1875, sólo poco más del 10% se volcó al trabajo rural, y no todos ellos se radicaron definitivamente.
El censo de 1895 arrojó la presencia de un millón de extranjeros (un 80% viviendo en la capital nacional, provincia de Buenos Aires y el litoral). Mientras la tasa de urbanización en 1869 alcanzaba el 39%, en 1914 ascendía al 62%; lo cual revela que el grueso de la masa inmigratoria se radicó en las ciudades argentinas y rehuyó la colonización en el campo. También corresponde destacar que la gran mayoría de los recién llegados (alrededor de dos millones y medio) fueron los primeros "trabajadores golondrinas", pues permanecieron durante una temporada o cosecha en nuestro país, para luego retornar a sus lugares de origen, sin radicarse definitivamente en la Argentina.
La ley de inmigración y colonización de Nicolás Avellaneda significó un exitoso instrumento de inmigración, pero que no rindió sus frutos como herramienta de colonización. Gracias a él se moldeó a nuestro país como un crisol de criollos e inmigrantes, que nos caracteriza, hasta el día de hoy, y nos distingue de las demás naciones de América Latina. Los recién llegados, luego de albergados inicialmente en el Hotel de Inmigrantes, se radicaron en los conventillos de nuestras ciudades, que surgieron, en la época, como soluciones habitacionales para responder al aluvión inmigratorio. Así, los conventillos del sur de la ciudad de Buenos Aires (luego cuna del tango y de tantas leyendas, historias, mitos y tradiciones) se colmaron de inmigrantes y le dieron a nuestra patria la riqueza cultural de la que tanto hoy nos enorgullecemos.