'Arenas movedizas', el último libro de Henning Mankell

Una pesadilla que el autor sueco tuvo cuando era niño le volvió cuando se enteró de que tenía cáncer. Eso lo inspiró a escribir la obra que sitúa al lector en la enfermedad. Infobae publica aquí un extracto

AFP 163

Apenas se enteró de que padecía de un cáncer de pulmón con metástasis en la nuca, Henning Mankell supo que escribiría de la enfermedad que acabaría con su vida. Porque él sabía que eso iba a ocurrir: era de esa forma que iba a morir –y no de otra. Terminó ocurriendo este lunes.

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Entonces comenzó a delinear las primeras ideas de lo que fue su última obra, Arenas movedizas. iInfobae/i publica aquí dos de los capítulos más conmovedores del libro, en donde relata con crudeza su experiencia con el cáncer:

Capítulo 3 - El gran descubrimiento

En el caos emocional en que me encontré inmerso de repente después de que la tortícolis se convirtiera en cáncer, me di cuenta de que la memoria me llevaba no pocas veces a la niñez.

Sin embargo, tardé en darme cuenta de que la memoria me ayudaría a comprender, a crear un punto de partida para encontrar el modo de enfrentarme a la catástrofe que me había sobrevenido.

En algún punto tenía que empezar, simplemente. Tenía que elegir. Y me convencí cada vez más de que el punto de partida se hallaba en los primeros años de mi vida.

Por fin, elijo una noche de invierno de 1957. Cuando abro los ojos aquella mañana, lo hago sin saber que ese día me desvelará un gran secreto.

Muy temprano, voy surcando la oscuridad camino al colegio. Tengo nueve años. Precisamente aquella mañana, Bosse, mi mejor amigo, está enfermo. Yo siempre paso a recogerlo por la casa que se encuentra a unos minutos de la casa del juzgado, donde vivo yo. Su hermano Göran me abre la puerta y me dice que a Bosse le duele la garganta y que no va a ir al colegio. Así que esa mañana tengo que recorrer el camino yo solo.

Sveg es un pueblo pequeño. No hay distancias largas. A pesar de que han transcurrido cincuenta y siete años, recuerdo hasta el menor detalle de aquel día de invierno. Las escasas farolas, que se mecen despacio al viento, racheado, pero no intenso. El farol que hay en la fachada de la tienda de pintura, cuya pantalla se ha quebrado. Ayer no estaba rota. Es decir, ha ocurrido durante la noche.

Debe de haber nevado por la noche, mientras yo dormía. Delante de la tienda de muebles han retirado ya la nieve. El padre de Inga-Britt, seguramente. Él es el propietario de la tienda de muebles. Inga-Britt también está en mi curso. Pero ella es niña, nunca vamos juntos al colegio. Aunque es muy rápida corriendo. Nadie le gana.

Recuerdo incluso lo que soñé aquella noche: estoy en un témpano de hielo en el río Ljusnan, que discurre entre meandros justo a los pies de la casa donde vivo. El témpano va hacia el sur en su deriva, en pleno deshielo. Es primavera. Encontrarse solo encima de un témpano debería ser una experiencia aterradora, puesto que es muy peligroso.

Tan sólo unos meses atrás, un chico unos años mayor que yo se ahogó al abrirse en el hielo un agujero inesperado y traicionero en un lago cercano al pueblo. El agua lo absorbió y todavía no lo han encontrado, a pesar de que los bomberos han estado dragando las aguas. En su pupitre del colegio, la maestra ha pintado una cruz. Todavía sigue allí. Todos los niños de la clase tienen miedo de los agujeros en el hielo y de los accidentes y los fantasmas. Todos tienen miedo de esa cosa incomprensible que se llama Muerte. La cruz que hay en el pupitre es un horror.

Pero en el sueño, el témpano es seguro. Sé que no me voy a caer.

Desde la tienda de muebles, cruzo la calle y me paro delante de la Casa del Pueblo. Allí hay dos postes con paneles acristalados. Varias veces a la semana, cambian la película en el cine. Llegan en cajas de cartón marrón que reciben en el almacén de mercancías del ferrocarril. O bien llegan en el tren de Orsa, que viene del sur o las trae el ferrobús de Östersund. El transporte desde la estación todavía corre a cargo de un coche tirado por un caballo. Engman, que es el conserje de la Casa del Pueblo, coge una de las cajas. Yo lo intenté una vez y no lo conseguí. Pesaban demasiado para un niño de nueve años. Las cajas contienen una película del Oeste de las malas, que veo más tarde. Una de esas películas B o C, en las que la gente habla sin parar y luego, al final, se bate en un duelo que apenas dura nada. Y poco más. Y todo ello en colores muy raros. La gente tiene la cara de color chillón y el cielo parece más verde que azul.

Ahora veo que Engman va a poner El sheriff valiente, que no parece muy atractiva, y también una película sueca de Nils Poppe. La única ventaja de esa película es que también es para niños. No tengo que colarme por la ventana del sótano en la que Bosse y yo hemos hecho una trampilla secreta para poder pasar por ella cuando ponen películas para mayores.

Y estando allí esa fría mañana de hace cincuenta y siete años, vivo uno de esos instantes decisivos que marcarán mi vida para siempre. Recuerdo la situación con una claridad casi excesiva. Es como si tuviera el recuerdo grabado a fuego en la memoria. De repente me sobreviene una certeza inesperada. Como una descarga eléctrica. Las palabras se organizan solas en la cabeza.

«Yo soy yo y ningún otro. Yo soy yo.»

En ese instante, adquiero mi identidad. Antes, mis pensamientos eran tan infantiles como cabía esperar. Ahora se materializaba un estado totalmente distinto. La identidad presupone conciencia.

Yo soy yo y ningún otro. No pueden sustituirme por nadie. La vida se torna de pronto una cuestión seria.

Ignoro cuánto tiempo me quedé así, en medio de aquel frío y aquella oscuridad, con aquella certeza tan desconcertante. Lo único que recuerdo es que llegué tarde. La maestra, Rut Prestjan, ya estaba tocando el armonio cuando abrí la puerta del colegio. Dejé el abrigo en el perchero y esperé. Estaba terminantemente prohibido entrar si llegabas tarde, y ya habían empezado el salmo y la oración matutina.

Por fin se terminó, oí el arrastrar de bancos y llamé a la puerta. Dado que rara vez llegaba tarde, la señorita Prestjan me miró con curiosidad y me indicó que entrara. Si hubiera sospechado que llegaba tarde por pereza o por vagancia, no me habría permitido entrar.

—Bosse está enfermo —dije—. Le duele la garganta y tiene fiebre, hoy no vendrá a clase.

Luego me senté en mi pupitre. Miré alrededor. Nadie había descubierto el gran secreto que yo llevaba tan dentro desde aquella mañana de 1957.

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