Cuando los animales eran arrestados y juzgados como personas

En la Edad Media, lobos, vacas, toros, cerdos y hasta ratas podían ser llevados a tribunales y sentenciados con penas que iban de la excomunión a la horca, pasando por la mutilación y otros tormentos

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"Habiendo tomado consejos de sabios y médicos, y (...) considerado la costumbre del país de Borgoña, y ante Dios, decimos y pronunciamos nuestra sentencia definitiva: la cerda de Jean Bailly, por motivo de lastimaduras y heridas por ella cometidas y perpetradas en la persona de Jean Martin, de Savigny, será confiscada para ser remitida a la justicia y enviada al último suplicio, y será colgada por los pies de un árbol y también decimos por nuestra sentencia que en lo que concierne a la cría de la susodicha cerda, como no está probado que los cerditos hayan mordido al citado Jean Martin, se pospone su causa...."

Era el año 1456 y el suceso ocurrido en ese pueblo francés era dramático: el mencionado Jean Martin era el hijo, de sólo 5 años de edad, de un campesino de la región. Atacado por la cerda en cuestión, no sobrevivió a las mordeduras. Y como el señor Bailly no pudo ofrecer justificaciones a los actos de su animal, la pobre chancha fue ejecutada, y en la plaza pública. Sus cerditos en cambio fueron luego absueltos y devueltos al dueño.

Por absurdo que parezca, era posible demandar y llevar ante el juez a una bestia depredadora, ladrona o asesina

Estos juicios, por absurdos que parezcan, eran relativamente frecuentes en la Edad Media. En aquellos tiempos, era posible demandar y llevar ante el juez a una bestia depredadora, ladrona o asesina. Y, aunque los principales encausados eran los cerdos –capaces de matar, especialmente a niños-, había denuncias hasta contra las langostas o los gorgojos que arruinaban las cosechas.

Piénsese que eran tiempos en que los humanos convivían e interactuaban mucho más que en la actualidad con toda clase de animales, domésticos, de granja o semisalvajes. Era usual incluso que vacas, ovejas y cerdos ocupasen la planta baja de una casa, mientras que adultos y niños vivían en el piso superior. Y, con frecuencia, los chanchos eran dejados en relativa libertad ambulatoria en las aldeas. Esto explica la reiteración de incidentes muchas veces mortales.

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El primer tratadista que sistematizó e inventarió estos juicios fue E.P.Evans, un estudioso de la religión y la simbología medieval, en un libro titulado "Juicios criminales y pena capital de los animales", publicado en 1906. Establece allí "una distinción técnica muy fina" entre los Thierstrafen y los Thierprocesse: "Los primeros conciernen las penas capitales infligidas por tribunales laicos a chanchos, vacas, caballos y todo otro animal doméstico, en general como castigo por homicidio; los segundos reagrupan los procedimientos judiciales iniciados por tribunales eclesiásticos contra ratas, lauchas, langostas, gorgojos y otras plagas para impedirles devorar las cosechas y mantenerlas alejadas de los huertos, viñedos y campos cultivados a través del exorcismo y la excomunión".

La muerte del humano era expiada por la de la bestia

Es decir que la mayor parte de los animales grandes eran juzgados por homicidio y por lo general ejecutados –la muerte de un humano era expiada por la de la bestia-, mientras que las bestezuelas dañinas eran más bien pasibles de excomunión. Vale recordar que en estos tiempos, la iglesia misma era un gran tribunal, no sólo inquisitorial –para temas doctrinarios- sino que intervenía y mediaba en muchos otros litigios de la vida cotidiana.

Algunos estudiosos de la etapa sostienen que estas excomuniones de ratas e insectos tenían por objeto "autorizar" a las personas a combatirlas, dándoles la tranquilidad de que, aunque eran también creación divina, su comportamiento los colocaba fuera de la ley del Altísimo y por lo tanto podían ser exterminados sin culpa.

Entre los casos detectados por Evans, se reiteran las ejecuciones de chanchos como la de uno que fue quemado en la plaza pública en 1266 por haber mutilado a un niño. O en 1386, el caso de otro cerdo que por haberle arrancado la cabeza y los brazos a un niño padeció la misma mutilación. La Ley del Talión: ojo por ojo... aunque el Nuevo Testamento lo prohíbe.

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Un granjero de Moisy dejó escapar un toro salvaje. El animal hirió mortalmente a un hombre. Carlos, conde de Valois, ordenó capturar y juzgar al toro. La bestia homicida fue arrestada por los alguaciles del conde y, por declaración de testigos, se constató el delito. El toro fue condenado a la horca. El hecho tuvo lugar en 1314.

En 1404, tres cerdos fueron sacrificados en Rouvres, Borgoña, por haber matado a un niño en su cuna.

Otros casos, citados en el artículo Procès faits jadis aux animaux (Juicios hechos antaño a los animales) en el blog Le Droit Criminel (El derecho penal), contribuyen a hacerse una idea más general del fenómeno:

En 1120 ratones de campo y orugas fueron excomulgados por el Obispo de Laon.

Otro caso de excomunión, esta vez de sanguijuelas y por devorar a los peces, tuvo lugar en Lausana, hoy Suiza, en 1451.

En 1499, en la localidad de Beauvais, fue el turno de otro toro de subir al cadalso para ser colgado por haber matado en un ataque de ira a un joven de 14 años.

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Un cerdo fue sentenciado a muerte por haber devorado parte de la cara de un niño en el pueblo de Charonne. Su cuerpo despedazado debía ser arrojado a los perros y sus dueños peregrinar a Notre Dame de Pontoise el día de Pentecostés, para terminar de expiar el crimen.

El dueño del animal corría con los gastos que ocasionara el "encarcelamiento" y las costas del juicio, lo que incluía hasta la paga del verdugo, en caso de tener que intervenir éste. Otras erogaciones eran las cuerdas con que se ataba al animal, el transporte en carreta o los guantes que usaba el verdugo para no "mancharse" con la ejecución de una bestia bruta.

El puerco fue llevado al suplicio en carreta, escoltado por sargentos y el verdugo recibió 60 pesos por su trabajo

Por caso, en la municipalidad de Abbeville, en 1479, se dejó constancia de que el puerco condenado por asesinato de un niño fue llevado al suplicio en una carreta, que los sargentos lo escoltaron hasta el patíbulo y que el verdugo recibió sesenta pesos por su trabajo.

Aunque el período en el cual se dieron estos juicios va del siglo XIII al XVII, no se crea que este tipo de situaciones absurdas acabaron allí. En Tennessee en 1917, Mary, la elefanta de un circo, mató a su domador y por ese crimen fue colgada. Para ejecutar la sentencia hizo falta apelar a una grúa.

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Los juicios cumplían con todas las formalidades previstas para el caso de un humano. Un procurador pedía el procesamiento del culpable, se escuchaba a los testigos, se hacía la requisitoria, y el juez dictaba sentencia. Las ejecuciones tenían lugar en la plaza pública o en las llamadas horcas patibularias. Otra curiosidad es que, a veces, se vestía al animal con ropas humanas para la ejecución. Símbolo de la confusión en la mentalidad de la época entre hombre y bestia.

No se crea que no había objeciones a este tipo de procesos. Ya en el siglo XIII, hubo quien señaló el absurdo de enjuiciar a animales. El jurisconsulto Philippe de Beaumanoir (1250-1296) opinaba que no debía procederse de esta manera en casos de asesinatos cometidos por animales porque "las bestias brutas no tienen conocimiento del bien ni del mal". Su argumento era que la justicia tenía por objeto la "venganza del crimen" o hacerle entender al autor que merecía una pena por su acción. Como los animales no tienen la facultad del discernimiento, estos procesos eran "justicia perdida".

No fue escuchado, y se continuó, casi hasta mediados del siglo XVI, con la práctica de infligir al animal una pena proporcional a la causada. Cuando finalmente se desista de estos juicios, se los sustituirá con multas por daños y perjuicios contra el propietario del animal. Claro que la bestia no se salvaba del sacrificio, pero sin juicio.

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Piénsese también que en estos tiempos se debatía sobre si los animales tenían un alma y si resucitaban después de muertos. Es decir si irían al purgatorio, al cielo o al infierno junto con los demás mortales. Una disquisición propiamente medieval, que no formaba parte de las preocupaciones de los filósofos de la antigüedad clásica.

La excomunión como arma contra las plagas

Hacia fines del siglo XVI y comienzos del XVII, empiezan a surgir cuestionamientos dentro de la propia Iglesia a la práctica de la excomunión contra los animales. El tema dio lugar a sesudos debates. El canónico Eveillon, autor de un Tratado de las Excomuniones, del año 1651, denuncia estas costumbres y afirma que en realidad "una cosa es cierta en teología, que sólo el hombre bautizado puede ser excomulgado". Eveillon hace una descripción de estos procesos eclesiásticos: "Eran tan simples (las personas) como para hacer un juicio formal a las bestezuelas, citarlas, darles un abogado para defenderse, abrir una investigación de los daños por ellas causados. Luego conjuraban a los diversos animales, declarándoles que debían salir de todo el territorio y desplazarse a donde no pudiesen causar daño. Si el mal no cesaba con este conjuro, el juez eclesiástico pronunciaba sentencia de anatema y de maldición, y enviaba el auto de ejecución a los curas, sacerdotes y habitantes, invitándolos a hacer penitencia de sus pecados, ya que para su castigo enviaba Dios ordinariamente estas calamidades".

La opinión de Eveillon era que los animales no podían ser excomulgados, y que bastaba con exorcizarlos siguiendo las ceremonias prescritas, sin superstición y sin desarrollar un ridículo procesamiento seguido de sentencia.

¿Y qué de la zoofilia?

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En los casos de zoofilia, que merecían penas gravísimas, los jueces medievales se mostraban más razonables y la acusación iba dirigida contra el humano. Pero por lo general, el pobre animal también era ejecutado ya que, aunque evidentemente no era una relación "consentida", debía desaparecer en tanto prueba y testimonio de la infamia. Es más, un jurisconsulto asesor de Carlos V en los Países Bajos, autor de un tratado de derecho criminal, afirmaba que el animal, aunque privado de razón y no culpable, debía ser arrojado al fuego por haber sido instrumento del crimen.

Caso aparte: el gato negro

La superstición que considera al gato negro portador de mala suerte tiene también su origen en la Edad Media, tiempo en el cual estos felinos –de todos los colores, pero especialmente el negro- casi fueron exterminados en nombre del combate a la brujería. Hasta que la peste bubónica, de las que las ratas eran agente transmisor, y otros factores llevaron a un progresivo cambio de mentalidad.

Originario de zonas cálidas, como el norte de África, o de Oriente, el gato fue difundido en toda Europa por los romanos.

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Pese a su utilidad para limitar la proliferación de las ratas, los gatos fueron asociados a lo demoníaco: sus ojos verde-amarillo, su tendencia a la nocturnidad y su amor al vagabundeo contribuyeron a que fuesen designados como encarnación del maligno y perseguidos junto a brujas y herejes.

A la Iglesia, la figura del gato endemoniado, le servía para erradicar anteriores ritos paganos y para entregar a la furia colectiva una víctima de carne y hueso.

Asociado a los aquelarres y a todo lo satánico, con frecuencia los gatos eran enjuiciados a la par de los sospechosos de hechicería o herejía. También se solía acusar a las mujeres de adoptar formas felinas en sus reuniones nocturnas de brujas.

El gato era el chivo expiatorio de los pecados de todos

Solían organizarse además grandes hogueras en los pueblos para sacrificar a cientos de gatos en un mismo acto, como chivos expiatorios de los pecados de todos. El animal era arrojado al fuego dentro de un canasto o atado a un palo para evitar que escapara.

Las cenizas de esa fogata eran apreciadas: cada uno tomaba un puñado para esparcirlo en su casa o en los campos como prevención de epidemias y hambrunas.

En un ala de la torre de Londres fueron hallados gatos que habían sido amurados vivos, para conjurar maleficios.

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El gato será rehabilitado cuando, a partir del siglo XVII, las mentalidades empiecen a evolucionar y reyes y nobles vayan adquiriendo el gusto por los ejemplares persas y de angora, importados de tierras exóticas.

El clásico cuento El Gato con Botas, recopilado por Gilles Perrault en 1697, ya muestra un animal cercano y amigo del hombre.

Hoy resulta muy anacrónica la idea de que un animal deba responder por sus actos como una persona, como un ser racional. Sin embargo, la tendencia a humanizarlos no ha disminuido. Por caso, no falta quien pretende, en el otro extremo, convertirlos en "sujetos de derecho", en un plano de igualdad con el hombre. En Holanda, existe incluso un Partido de los Animales que llegó a ganar bancas en el Parlamento. Y muchos ultraecologistas hablan de los derechos de los "seres vivos", una categoría que les permite englobar a hombre y animal, en un mismo nivel.