Juan José Paso es, ante el imaginario colectivo argentino, uno de los secretarios de la Primera Junta (menos polémico que su par Mariano Moreno), miembro de diversos Gobiernos patrios que se sucedieron desde allí y secretario del Congreso de Tucumán. Fue el secretario Paso quien leyera, en voz alta, la Declaración de la Independencia en la sesión del 9 de julio de 1816 que constituyera a las Provincias Unidas de Sudamérica como una nación libre e independiente de los reyes de España y su metrópoli.
Juan Joseph Esteban del Paso Fernández y Escandón Astudillo nació el 2 de enero de 1758 en el seno del matrimonio conformado por don Domingo del Passo Trenco y doña María Manuela Fernández y Escandón. No sabemos casi nada de su niñez y su adolescencia. Su padre había nacido en el seno de la familia Do Pazo (del "Palacio", en gallego) en la pequeña aldea de Ribas de Mar, en Galicia.
A los quince años ingresó al Convictorio de Monserrat, que integraba la Universidad de Córdoba, para estudiar latín, artes y filosofía durante tres años. Continuó sus estudios en teología otros cuatro años. Así, el joven Juan José accedió, a los veintiún años (en tiempo récord), a los rangos académicos de maestro de Filosofía y doctor en Sagrada Teología. También recibió el grado de doctor en Jurisprudencia en 1779. Desde febrero de 1780, ya vuelto a Buenos Aires, enseñó en el Real Colegio de San Carlos. Allí fue profesor de algunos pares suyos en los futuros Gobiernos patrios: Esteban Agustín Gascón, Manuel Belgrano y Juan José Castelli, etcétera.
Al sentir vocación sacerdotal, Paso escribió al obispo: "Deseando yo asimismo disponerme a las órdenes mayores". No se sabe qué le respondió el prelado, pero Juan José no volvió a insistir más sobre el asunto.
Enseñó hasta 1783, año en que decidió mudarse al Perú, donde permanecería veinte años. No sabemos mucho de esa etapa de su vida. Primero recaló en Charcas, donde cursó el bachillerato de leyes en la Real Academia Carolina y se graduó de abogado en 1791. Luego siguió viaje hacia Lima. Sin embargo, lejos de ejercer en los tribunales limeños, parece que se involucró en inversiones mineras, donde no le fue para nada bien. Años más tarde, fray Francisco de Paula Castañeda le endilgaría socarronamente que habría partido con afán de enriquecerse en las minas del Perú, pero que habría regresado, después, como el hijo pródigo, a la panadería de su padre.
Hacia 1802 Paso decidió retornar al Plata. Algunos creen que el clima seco del Perú no le había sentado bien y que padecía hidropesía. En Buenos Aires procuraría restablecer su salud, con el cuidado de su familia.
Fue definido como "un hombre pequeño de cuerpo pero grande en ideas".
En febrero de 1803, por sus antecedentes, Paso asumió como agente fiscal perpetuo de hacienda, cargo que conservaría hasta la Revolución de Mayo. Ese mismo año figura en la Guía Araujo como abogado defensor de lo civil en la Real Audiencia. La Guía Araujo fue una publicación realizada ese año con el detalle de todos los funcionarios coloniales de Buenos Aires.
Paso no intervino empuñando armas durante las invasiones inglesas. Tampoco lo veremos en ningún regimiento después de la Revolución, a diferencia de su hermano Ildefonso. Lo suyo eran las letras, tanto escritas como habladas. Tal vez su contextura física menuda y frágil lo llevó siempre a atender y preferir los aspectos políticos, administrativos e institucionales de la revolución, lejos de las armas. Tal es así que en la Primera Junta prefirió hacerse cargo de la cartera de Hacienda y no de la de Guerra y Gobierno, que delegó en Mariano Moreno.
En las jornadas de mayo de 1810 vemos a Paso en las reuniones secretas en casa de Nicolás Rodríguez Peña. "El único soltero de los Paso", como lo llaman en el seno de su familia, este "hombre pequeño de cuerpo y grande en ideas" que solía asomarse de las puertas y ventanas de su casa paterna con su legendaria gorra de dormir, tuvo su mayor momento de gloria durante el Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810, donde expuso magistralmente su famosa tesis de la gestión de negocios o de la hermana mayor, que salvó al bando patriota ante una razonable objeción opuesta por el fiscal Manuel Villota. En ese momento álgido del debate, Castelli y Belgrano miraron hacia Paso con desesperación, quien parsimoniosamente levantó su mano para pedir la palabra.
Bartolomé Mitre lo cuenta así: "A Castelli siguió Passo: su palabra grave concentrada y vigorosa ejercía un irresistible poder de convencimiento. Las conclusiones de ambos tribunos eran las mismas: la España ha caducado, y con ella las autoridades que son su emanación. El pueblo ha reasumido la soberanía, y a él toca instituir el nuevo Gobierno, en representación directa de la soberanía del monarca. Nada tuvieron que contestar los oidores. Caspe inclinó la cabeza y guardó silencio. Villota, sea despecho, sea dolor por la melancólica suerte de la España caduca, no pudo contener sus lágrimas, y la palabra se anudó en su garganta. La sublime alegría precursora del triunfo se dibujó en aquel momento en los semblantes de los patriotas decididos y muchos nativos, que hasta entonces habían permanecido indecisos, rodearon a Belgrano, ofreciéndole su apoyo para sostener las deliberaciones de la asamblea."
Castelli y Paso fueron los héroes de la jornada, los oradores del Cabildo Abierto. Uno con vehemencia y elocuencia, el otro con calma, simpatía y aplomo.
Un hombre discreto y austero
Las reseñas que nos han llegado de él nos revelan un hombre austero, inteligente, simpático, erudito y de buen discurso. No le gustaban las agitaciones, y su temple intelectual y jurídico lo alejaban de los caudillos y los movimientos populistas. Tampoco era un revolucionario impulsivo al estilo de Mariano Moreno (a quien, no obstante, apoyó en muchas de sus decisiones).
No era militarista, no lucía galones, ni le interesó enrolarse en la milicia, ni siquiera en la reserva, como otros civiles. Tampoco era un orador fogoso, sino moderado, confiado y contundente. Tenía una importante capacidad de gestión y de trabajo, como lo demostró en los distintos cuerpos ejecutivos, consultivos, legislativos o constituyentes donde le cupo desempeñarse. Siempre destacaba el nivel de sus diálogos, su respeto, su moderación y su confianza. Cuando había dificultades, todos acudían a la sapiencia y la seguridad del Dr. Juan José, quien, con su criterio sereno e ilustrado, sabía imponer moderación, luz y razón ante cualquier problema. Siempre mantuvo un carácter apacible, ecuánime y un afán conciliador, lo cual no siempre fue bien comprendido en su época. Fue un ciudadano notable. Un gran constructor de una nueva nación.
Benjamín Villegas Basavilbaso lo describiría: "De estatura inferior a la mediana, la naturaleza no le había prodigado la belleza de las formas. Noble de cabeza, alta la frente surcada de arrugas, ojos pequeños, de una vivacidad inquieta que sorprendía por la mirada un tanto burlona, moreno de rostro, apretados los labios, bien dibujados, descarnadas las mejillas, mesurado en el gesto, nervioso en el andar, pulcro, muy pulcro en su persona. Orador por temperamento, tenía una voz clara y armoniosa, que a veces, en el calor del debate, solía trasuntar la emoción interior que le abrasaba y que hubiera deseado ocultar. Dotado de una inteligencia superior, de un equilibrado criterio, su fuerza tribunalicia residía en la serenidad del juicio basado en un razonamiento constructivo".
Juan José asumió como secretario de la Primera Junta, a cargo de la cartera de Hacienda. Tal vez, por haberse desempeñado como fiscal de Hacienda durante la colonia, se encontraba familiarizado con las finanzas públicas. Fue, podríamos decir, del primer ministro de Economía argentino. A partir de allí, y por los próximos veinte años, desempeñaría un sinnúmero de funciones públicas, muchas en circunstancias graves y delicadas, donde padeció peligros, desplantes, angustias y desengaños. Paso presenció, impotente y muy a su pesar, el avance inexorable de la patria hacia la anarquía, la disolución y la dictadura, lo cual estremecía su espíritu republicano.
Se lo podría considerar como el primer ministro de Economía argentino.
Juan José pasó los últimos años de su vida en un retiro merecido y apacible de su quinta de Flores, gozando de la estima y la consideración de los vecinos. Falleció el 10 de setiembre de 1833 a los setenta y cinco años. Murió casi pobre, en razón de haber perdido su fortuna en los distintos ajetreos de la política patria (recordemos que los Paso eran vecinos acaudalados en la ciudad).
A diferencia de lo que había ocurrido con su colega en la Primera Junta, Manuel Belgrano, trece años atrás, que partió de este mundo sin pena ni gloria, diversos diarios se hicieron eco de su fallecimiento. Se le prodigaron largas y sentidas crónicas, se exteriorizó un enorme pesar por la partida de uno de los pocos patriarcas de la patria que quedaban, en reconocimiento a su grande y su prolífica trayectoria.
Al día siguiente, el Gobierno de Juan Ramón Balcarce emitió un emotivo decreto, adhiriendo al sentimiento público de dolor por la partida del último de los oradores de mayo. Ese mismo día se inhumaron sus restos en el Cementerio de la Recoleta, donde aún descansan. Lo despidieron con sentidas alocuciones sus amigos Vicente López y Planes y Bernardo Vélez Gutiérrez, en medio del llanto de sus hermanos y sus sobrinos, que desconsoladamente sintieron la desaparición de este gran fundador de la patria.
Este viejo secretario del Congreso de Tucumán y de la Primera Junta no destacó en las lides de la guerra, sino como tribuno, magistrado, legislador y constituyente de la nación. Lo suyo era legislar, gobernar, asesorar o actuar con claridad y altura intelectual, amén de sus singulares dotes como orador. Paso fue un hombre de gran formación e inteligencia, de probidad, desinterés, honradez y valentía a toda prueba, que supo aportar todo de sí, contribuyendo, de ese modo, a fundar y forjar la Argentina que conocemos hoy.
El autor es abogado e ingeniero. Autor de diversos libros sobre historia argentina.