César Vidal y Carlos Alberto Montaner son dos amigos, intelectuales a los que admiro profundamente. Y diría que en la casi totalidad de los temas estarían básicamente de acuerdo.
Sin embargo, por problema de matices, ambos han discrepado en un tema en el cual estoy también profundamente interesado: el rol de la cultura en el desarrollo de los pueblos. De hecho, uno de los cursos que dicté en la Florida International University, "Comparative Political Culture", tenía como objetivo la comparación entre la cultura anglosajona, propia de los Estados Unidos y la predominante en la América de habla hispana.
La importancia de la cultura para el desarrollo de la economía es ya un valor aceptado sin reservas. A través del tiempo, se han intentado diversas explicaciones sobre la disparidad entre el éxito de las sociedades, incluyendo factores como la geografía y el clima. Pero, finalmente ha prevalecido la consideración de la cultura como el elemento decisivo y primordial de esa diferencia.
Lawrence Harrison y Samuel Huntington lideraron un grupo de trabajo y un ciclo de reuniones -a partir de Culture Matters, una recopilación de trabajos sobre el tema- que se dedicó, precisamente, a fomentar desde Harvard los estudios sobre el rol de la cultura en la marcha de muchos países, que excedían al marco americano. Carlos Alberto participó activamente en ese programa.
Previamente, sobre los años sesenta, Mac Clelland, en The Achieving Society, había sostenido que era posible prever el éxito económico de una sociedad analizando las canciones de cuna y los cuentos infantiles, porque reflejaban principios culturales relevantes para establecer el tipo de sociedad a la que pertenecían y cómo los principios inculcados tempranamente juegan y condicionan las conductas posteriores.
Vidal y Montaner no tienen ningún reparo en sostener esta tesis de explicación cultural, ya que ambos tienen una preocupación muy acentuada sobre las causas del subdesarrollo latinoamericano. Su diferencia radica en el rol que las creencias religiosas tienen en la formación de esa cultura.
El intercambio comenzó con un artículo de Carlos Alberto, como una reflexión sobre el estado en que se encuentran los países al sur del Río Grande. Bajo el título "Es la cultura, querido Carlos Alberto", César sintetiza los argumentos exhaustivamente desarrollados en su magnífico trabajo La herencia del cristianismo. Dos siglos milenios de legado. Resume allí, básicamente, los efectos que las diferentes ideas de la Reforma y la Contrarreforma han generado en los países bajo sus respectivas órbitas de influencia. El nudo central del trabajo de César consiste menos en determinar las ideas originales que diferencian a ambas concepciones (la de la Reforma y la Contrarreforma) que en mostrar los efectos que esas ideas han provocado en los desarrollos de esas sociedades.
El análisis es demoledor y, como es lógico, incomoda a los católicos, en general. Estas exposiciones de César Vidal sobre el tema suelen generar enorme interés y hasta entusiasmo en personas menos comprometidas con la Iglesia Católica. Sin embargo, algunas personas creen percibir una especie de obsesión con referencia a las consecuencias negativas de la Contrarreforma por parte de César.
Por su lado, Carlos Alberto cree, a href="http://opinion.infobae.com/carlos-alberto-montaner/2015/09/06/es-la-cultura-querido-cesar-pero-no-exactamente-la-religion/" rel="noopener noreferrer" y lo manifiesta en su respuesta/a, que el problema religioso no es el mayor ingrediente en la conformación de una cultura y que sería, al menos, exagerado poner el acento en esa influencia.
Tomo partido por la tesis de César. Creo que, efectivamente, el peso de las ideas religiosas es decisivo en la concepción cultural, interpretando por cultura un conjunto de valores compartidos.
Ya Ortega había diferenciado entre creencias e ideas. Sostenía que las creencias están generalmente ocultas y subyacentes, y que permanecen en forma inconsciente en cada persona. Las ideas, por el contrario, son explicitadas y conscientes, y suelen ser sometidas a la discusión y el intercambio. Las creencias más fuertemente arraigadas y decisivas provienen de nuestra infancia y sus fuentes principales son la religión, la escuela y los ejemplos familiares. Por esas características, condicionan decisivamente nuestras acciones futuras, la mayoría de las veces en forma inadvertida.
La erudita exposición de César en su artículo tiene a mostrar las diferencias entre el desarrollo de los países reformistas en relación con el de aquellos donde los católicos era predominantes. No estoy seguro de que el punto de partida de su tesis sea la hipótesis de Max Weber, a quien no admira precisamente, cosa que queda muy clara en el libro mencionado.
Pero, si es que puedo terciar, las mías sí parten de Weber y de su análisis del calvinismo, distinto en esta materia de las ideas de Lutero. Calvino sostenía que nada de lo que el hombre hiciera podría decidir sobre su salvación, sino que esta estaba predestinada. El problema era, entonces, cómo saber quién estaba salvado y quién condenado. Como dice Montaner: "La búsqueda del enriquecimiento como una señal de salvación" era la respuesta. De esa manera, el calvinismo fomentaba y defendía el éxito personal en materia económica y percibía al pobre como condenado. Esta propuesta, de por sí, era capaz de moldear a una sociedad, contraponiéndolo a la consideración católica negativa sobre los exitosos económicamente y su condena a los ricos, a quienes les estaba cerrado el paraíso y la compañía de Jesucristo.
Para poder completar el ideario calvinista, que iba a forjar a la sociedad norteamericana, ese éxito económico no eximía del trabajo. No se trataba de tener dinero, sino de haberlo ganado personalmente y seguir trabajando "para mayor gloria de Dios". Por lo tanto, eran sumamente valorados el trabajo personal y la austeridad y, especialmente, el calvinismo, según Weber, puso un acento muy importante en la vocación, es decir, en el llamado personal hacia el trabajo.
De esta conformación surgen dos elementos, entre otros, que han sido importantes en la sociedad colonial de los Estados Unidos: la baja consideración de la herencia, casi inexistente y su predisposición a las donaciones, junto con la austeridad de las clases más ricas, aunque su marcha posterior pueda haberse modificado.
Creo que el origen de las disputas teológicas de la Reforma no es decisivo a la hora de considerar las consecuencias que ella ha provocado. Ese arranque y esa motivación inicial han devenido en algo mucho más relevante para el análisis que nos preocupa.
Es obvio que una concepción como la calvinista infundida en sus fieles no puede sino dar lugar a una sociedad muy distinta, con referencia al trabajo y su significado.
José Ignacio García Hamilton, un católico devoto, no tuvo reparos en atribuirle a las enseñanzas de la Iglesia Católica -si bien conjuntamente con las de la Corona española- los males principales que condicionan a las sociedades de la América Latina, en relación con la preocupación sobre el éxito económico y los valores democráticos. En este tema, por ejemplo, el derecho a la interpretación personal de la Biblia, descartando la interposición excluyente de los sacerdotes, ha sido fundamental en la creación de una sociedad menos jerarquizada.
Es posible que las creencias religiosas con el tiempo pasen a ser menos notorias, pero la conducta que ellas han originado permanece como hábitos, como ha señalado, por ejemplo, Daniel Bell, especialmente en su Contradicciones culturales del capitalismo.
No siempre esta diferente concepción ha sido vista como negativa para las sociedades católicas. Posiblemente, la obra más paradigmática de esta contraposición entre ambas culturas -la hispana católica y la anglosajona- sea un libro, de principios del siglo XX, entusiastamente recibido y de gran éxito en el Río de la Plata: el Ariel, del uruguayo José Enrique Rodó. Allí se ensalza el desinterés católico por la vida material contra el interés económico y esa tesis aparece como una muestra temprana de un antiamericanismo, solo que esta vez no proviene de la izquierda, sino de los sectores hispanos y católicos.
El autor es Director del InterAmerican Institute for democracy.