La historia del cine tiene interpretaciones inolvidables. El catatónico Robert de Niro en Despertares (Awakenings, 1990) definitivamente entra en la categoría. El rol le valió una nominación al Oscar a mejor actor. El largometraje, además, estuvo nominado a mejor película y mejor guión adaptado.
No se llevó ninguno de los tres premios. Hay veces en que la vida –y la Academia– pueden ser tremendamente injustas.
El libro que inspirara tamaña obra lleva el mismo nombre y es el relato autobiográfico de cómo el neurólogo británico Oliver Sacks descubrió, en 1969, los beneficios de la levodopa, el precursor metabólico de la dopamina, en el tratamiento de pacientes catatónicos.
Londinense, graduado del Queen's College de la Universidad de Oxford, radicado en Estados Unidos desde 1965, el doctor Sacks fue uno de los protagonistas de esa gran búsqueda médica –y humana– para comprender cómo funcionan los engranajes del cerebro. Pero también lo fue del mundo literario. Porque su otra gran pasión, a mitad de camino entre el arte y la docencia, era la divulgación. Sus libros, de una precisión científica absoluta, narran además las historias humanas de sus pacientes.
El médico de las historias
Entre 1916 y 1927, varios pacientes que sufrieron la "enfermedad del sueño" –tripanomiasis humana africana, una neuropatía provocada por un parásito que transmite la picadura de la mosca tsé-tsé– quedaron en estado catatónico como secuela. El tratamiento que les permitió recuperar la conciencia fue el que llevó el trabajo de Sacks al cine.
Pero hubo más: en su libro La isla de los ciegos al color hace una excursión al mundo del daltonismo, mientras que en Viendo voces investiga el funcionamiento del lenguaje de señas en sordos. El hombre que confundió a su esposa con un sombrero y Un antropólogo en Marte tratan los trastornos del espectro autista y otros desórdenes neurológicos, incluyendo la esquizofrenia y el mal de Alzheimer. Solo un puñado de botones que bastan como muestra de una obra literaria y científica de catorce libros e incontables artículos.
Tuvo una extensa carrera docente, que incluyó cátedras en las universidades de California, de Nueva York y de Columbia. Una docena de casas de estudio le otorgaron títulos honoríficos. Se describía a sí mismo como "un viejo judío ateo", célibe y tímido hasta lo patológico.
El largo adiós
A partir del año 2010, la salud de Sacks comenzó a declinar. Un melanoma ocular –un tumor maligno en su ojo derecho– le provocó primero una dolencia llamada prosopagnosia, incapacidad para reconocer los rostros. Perdió también la visión estereoscópica (la capacidad de percibir la profundidad) y acabó quedando ciego de ese ojo. Los ojos de la mente fue el libro donde narró su propia pérdida.
"Es el destino de cada ser humano ser único, encontrar su propio camino, vivir su propia vida, morir su propia muerte"
En febrero de este año, en una entrevista para el New York Times, confirmó que le habían diagnosticado una metástasis terminal.
Se fue el 30 de agosto, en su casa de Nueva York. Tenía 82 años.
"Cuando las personas mueren, no pueden ser reemplazadas", escribió cuando supo que el viaje empezaba a llegar a su última escala; "dejan un agujero que no se puede llenar por cuanto es el destino –genético y humano– de cada ser humano el ser único, encontrar su propio camino, vivir su propia vida, morir su propia muerte".
El libro que inspirara tamaña obra lleva el mismo nombre y es el relato autobiográfico de cómo el neurólogo británico Oliver Sacks descubrió, en 1969, los beneficios de la levodopa, el precursor metabólico de la dopamina, en el tratamiento de pacientes catatónicos.
Londinense, graduado del Queen's College de la Universidad de Oxford, radicado en Estados Unidos desde 1965, el doctor Sacks fue uno de los protagonistas de esa gran búsqueda médica –y humana– para comprender cómo funcionan los engranajes del cerebro. Pero también lo fue del mundo literario. Porque su otra gran pasión, a mitad de camino entre el arte y la docencia, era la divulgación. Sus libros, de una precisión científica absoluta, narran además las historias humanas de sus pacientes.
El médico de las historias
Entre 1916 y 1927, varios pacientes que sufrieron la "enfermedad del sueño" –tripanomiasis humana africana, una neuropatía provocada por un parásito que transmite la picadura de la mosca tsé-tsé– quedaron en estado catatónico como secuela. El tratamiento que les permitió recuperar la conciencia fue el que llevó el trabajo de Sacks al cine.
Pero hubo más: en su libro La isla de los ciegos al color hace una excursión al mundo del daltonismo, mientras que en Viendo voces investiga el funcionamiento del lenguaje de señas en sordos. El hombre que confundió a su esposa con un sombrero y Un antropólogo en Marte tratan los trastornos del espectro autista y otros desórdenes neurológicos, incluyendo la esquizofrenia y el mal de Alzheimer. Solo un puñado de botones que bastan como muestra de una obra literaria y científica de catorce libros e incontables artículos.
Tuvo una extensa carrera docente, que incluyó cátedras en las universidades de California, de Nueva York y de Columbia. Una docena de casas de estudio le otorgaron títulos honoríficos. Se describía a sí mismo como "un viejo judío ateo", célibe y tímido hasta lo patológico.
El largo adiós
A partir del año 2010, la salud de Sacks comenzó a declinar. Un melanoma ocular –un tumor maligno en su ojo derecho– le provocó primero una dolencia llamada prosopagnosia, incapacidad para reconocer los rostros. Perdió también la visión estereoscópica (la capacidad de percibir la profundidad) y acabó quedando ciego de ese ojo. Los ojos de la mente fue el libro donde narró su propia pérdida.
"Es el destino de cada ser humano ser único, encontrar su propio camino, vivir su propia vida, morir su propia muerte"
En febrero de este año, en una entrevista para el New York Times, confirmó que le habían diagnosticado una metástasis terminal.
Se fue el 30 de agosto, en su casa de Nueva York. Tenía 82 años.
"Cuando las personas mueren, no pueden ser reemplazadas", escribió cuando supo que el viaje empezaba a llegar a su última escala; "dejan un agujero que no se puede llenar por cuanto es el destino –genético y humano– de cada ser humano el ser único, encontrar su propio camino, vivir su propia vida, morir su propia muerte".
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