A inicios de años los sesenta, cuando tenía poco más de veinte años edad y realizaba una maestría en Economía en New York University (NYU), tuve la oportunidad de asistir a una clase que condicionaría mis años posteriores de vida. El profesor Paul Alpert señaló que existían cuatro tipos de países: los desarrollados, los subdesarrollados, Japón y Argentina. Japón: un país sin recursos naturales que había logrado alcanzar el desarrollo. Argentina: todo lo contrario, un país generosamente dotado de recursos naturales que no lograba ofrecer un buen nivel de vida de sus habitantes.
Siguiendo el razonamiento del profesor Alpert, comprobé que esa Argentina de la década del sesenta no solo vivía la supuesta paradoja de ser un país rico en recursos naturales pero pobre en su nivel de desarrollo, sino que también era ejemplo de otra contradicción: la de ser un país que en la primera década del siglo XX había contado con indicadores de país desarrollado y que posteriormente inició una decadencia que lo convirtió en un país subdesarrollado.
Profundizando en el tema, hallé datos que confirmaban el nivel que había alcanzado la economía argentina. Hacia 1913, era el país con el décimo mayor PBI por habitante del planeta, que representaba dos tercios del de los Estados Unidos en aquel momento. Asimismo, Argentina producía la mitad de todo lo que elaboraba toda América Latina sumada.
Poco tiempo después de ser el desierto de mediados del siglo XIX, aquella Argentina era señalada -junto con Australia y Canadá- como uno de los países más promisorios del globo. Según el mencionado PBI per cápita, en 1913 nuestro país se ubicaba por encima de naciones europeas como Alemania, Francia, Austria, Suecia, Irlanda, Italia, Noruega, Finlandia y España. En consecuencia, Argentina había alcanzado indicadores sobresalientes que lo hacían atractivo de los inmigrantes del mundo y lo constituían en otro "melting pot" (lo que aquí llamamos "crisol de razas").
Si tuviéramos que utilizar una palabra para definir las políticas aplicadas entre 1853 y 1916, que dieron como resultado ese crecimiento, podríamos utilizar el término "apertura". Argentina era un país abierto. Pero además de abierto era atractivo a las inversiones, al comercio y a las personas del mundo. Esa prosperidad se refleja en las palabras de la historiadora María Oliveira-Cézar en su artículo "Cuando en Francia querían ser ricos como un argentino". Allí se refiere a la época en que los diplomáticos franceses señalaban que la Argentina había sido hecha "por el brazo italiano, el capital inglés y el pensamiento francés". También el escritor Paul Morand señalaba -en consonancia con lo anterior- que los argentinos "se creían europeos colonizando América del Sur". Del mismo modo, Alain Rouquié indicaba: "Los argentinos son italianos que se creen británicos y hablan español con acento genovés o napolitano".
Del auge a la decadencia
A primera vista parece imposible comprender la lógica de la posterior decadencia argentina, lo cual se ha transformado en un gran misterio. Tan así es que incluso recientemente The Economist, en su artículo "La parábola de Argentina. ¿Qué pueden aprender otros países tras un siglo de declinación?", intenta analizar este proceso:
"En 1914, la Argentina se destacó como el país del futuro. Su economía había crecido más rápido que la de Estados Unidos durante las cuatro décadas previas. Su PBI per cápita era más alto que el de Alemania, Francia o Italia. Se jactaba maravillosamente de sus fértiles tierras para agricultura, su clima soleado, una nueva democracia (el sufragio universal masculino fue introducido en 1912), una población educada y el baile más erótico del mundo. Los inmigrantes bailaban tango, fueran de donde fueran. Para los jóvenes y ambiciosos, la elección entre la Argentina y California era difícil."
¿Qué sucedió luego? Los cambios en las normas que regulaban el mercado político fueron claves para comprender el antes y el después en materia de las políticas públicas e ideas que imperaban. Tal como sucedía en la mayor parte del planeta a fines siglo XIX y principios del XX, el sistema electoral argentino posibilitaba que -hasta 1916- los resultados de las votaciones no reflejasen la voluntad de la mayoría ciudadana, sino de una pequeña élite gobernante. Hasta la entrada en vigencia de la ley Sáenz Peña (1912) -que sancionó el voto universal, secreto y obligatorio- la existencia de un voto no secreto o público posibilitaba la influencia en la determinación del voto. Un síntoma claro de esta situación es que en la primera elección posterior a tal reforma el porcentaje de votantes sobre la población se incrementó de cerca del 2 % a más del 8 % del total de la población. Asimismo, en la primera elección posterior triunfó el partido político nuevo (en aquel momento) y que identificó las ideas de muchos de los inmigrantes y sus hijos: la Unión Cívica Radical.
Del mismo modo, el contexto internacional fue clave para comprender los momentos de auge, así como el cambio posterior. A fines del siglo XIX e inicios del XX, los coletazos de la revolución industrial tenían un impacto positivo en las circunstancias que afectaban a la economía del país. Barcos, trenes, frigoríficos simbolizaban una caída en los costos de transacción que permitirían comercializar lo otrora no comercializable. En la segunda mitad del siglo XIX, el mundo "se achicaba" en favor de la Argentina y se producía una rápida integración positiva de nuestra economía con el resto del planeta. Pero a partir de la crisis de 1930 ese contexto internacional cambió y ya no resultó tan favorable.
Son muchas las preguntas que emergen para desentrañar este misterio que nos quita el sueño a los argentinos: cómo y por qué dejamos de ser un país próspero. A lo largo de mi nueva obra, recientemente escrita, El país rico que se convirtió en pobre. Mitos y verdades de la Argentina (Universidad Francisco Marroquín, 2015), intento -desde la perspectiva de la economía institucional- ahondar en las causas del crecimiento de nuestro país entre 1853-1916 y su declive posterior, desmitificando algunos de los temas que explican el auge que se transformó en declive.
iGuillermo Yeatts es presidente de la Fundación Atlas para una Sociedad Libre, ocupó cargos gerenciales en varias grandes empresas y es autor de "El Botín: La Argentina Saqueada" (2008); "Un Mundo Pequeño: El futuro de la libertad en la era global" (2013), entre otros libros/i