Tras el gran impacto que provocó la aparición de "Laudato Si", la "encíclica verde" de Francisco, el Vaticano anunció la realización de una conferencia a llevarse a cabo este domingo en la Santa Sede sobre los peligros del cambio climático, y sorprendió a todos con la noticia de que la reconocida periodista y activista social canadiense Naomi Klein formaría parte de ese panel, acompañando al cardenal Peter Turkson.
Klein, autora de libros como "No logo" y "La doctrina del shock" y hasta un documental sobre el fenómeno de las fabricas recuperadas en Argentina, es la responsable de una implacable investigación sobre el calentamiento global titulada "Esto lo cambia todo", que acaba de ser lanzada en la Argentina. En el libro, la escritora denuncia con ferocidad al actual sistema económico por perjudicar al planeta con sus prácticas que envenenan el aire, la tierra y el agua, una postura en línea con las críticas del propio Francisco sobre la "nueva tiranía" del capitalismo.
"El hecho de que me hayan invitado significa que no están retrocediendo en esta pelea", le dijo Klein esta semana al diario inglés The Guardian tras enterarse de la invitación, y aseguró que se sentía "sorprendida y encantada" por el ofrecimiento.
A continuación, un fragmento de "Esto lo cambia todo":
La mayoría de las proyecciones sobre el cambio climático presuponen que los cambios futuros -las emisiones de gases de efecto invernadero, los incrementos de las temperaturas y otros efectos como el aumento del nivel del mar- se producirán de forma gradual. Una determinada cantidad de emisiones se traducirá en una cantidad dada de subida de la temperatura que conducirá a su vez a una cierta cantidad de suave aumento gradual del nivel del mar.
Sin embargo, el registro geológico referido al clima muestra momentos en los que una modificación relativamente pequeña de un elemento climático provocó alteraciones bruscas en el sistema en su conjunto. Dicho de otro modo, impulsar las temperaturas mundiales hasta más allá de determinados umbrales podría desencadenar cambios abruptos, impredecibles y potencialmente irreversibles que ten drían consecuencias enormemente perturbadoras y a gran escala. Llegados a ese punto, incluso aunque no vertiéramos CO2 adicional alguno a la atmósfera, se pondrían en marcha procesos imparables.
Yo misma negué el cambio climático durante más tiempo del que me gustaría admitir. Sabía que estaba pasando, claro. No iba por ahí defendiendo como Donald Trump y los miembros del Tea Party que la sola continuación de la existencia del invierno es prueba suficiente de que la teoría es una patraña. Pero no tenía más que una idea muy aproximada y poco detallada, y apenas leía en diagonal la mayoría de las noticias al respecto, sobre todo, las que más miedo daban. Me decía a mí misma que los argumentos científicos eran demasiado complejos y que los ecologistas ya se estaban encargando de todo. Y continuaba comportándome como si no hubiera nada malo en el hecho de que llevara en mi cartera una reluciente tarjeta que certificaba mi condición de miembro de la "élite" del club de los viajeros aéreos habituales.
O miramos, pero enseguida convertimos lo que vemos en un chiste ("¡más señales del Apocalipsis!"), lo que no deja de ser otro modo de mirar para otro lado.
O miramos, pero nos consolamos con argumentos reconfortantes sobre lo inteligentes que somos los seres humanos y sobre cómo se nos ocurrirá pronto algún milagro tecnológico que succionará sin peligro alguno todo el carbono de los cielos, o que atenuará el calor del sol como por arte de magia. Y eso, como bien descubrí en las investigaciones realizadas para este libro, es también otra forma de mirar para otro lado.
O miramos, pero intentamos aplicar entonces una lógica hiperracional: "Dólar por dólar, es más eficiente centrarse en el desarrollo económico que en el cambio climático, ya que la riqueza es la mejor protección frente a los fenómenos meteorológicos extremos". Como si el disponer de unos cuantos dólares adicionales fuera a servirnos de algo cuando nuestra ciudad esté sumergida bajo el agua. Y esa es otra manera de mirar para otro lado, sobre todo, si quien piensa así es un diseñador o la persona que toma las decisiones sobre las políticas medioambientales.
O miramos, pero nos decimos a nosotros mismos que bastante ajetreo tenemos ya como para preocuparnos por algo tan distante y abstracto, aun cuando veamos correr el agua por las vías subterráneas del metro de Nueva York o a gente atrapada en los tejados de sus casas en Nueva Orleans, y seamos conscientes de que nadie está seguro (y de que las personas socioeconómicamente más vulnerables son las que menos seguras están de todas). Y por muy comprensible que sea esta reacción, se trata igualmente de un modo de mirar para otro lado.
O miramos, pero nos justificamos diciéndonos que no podemos hacer nada más que centrarnos en nosotros mismos. Decidimos entonces meditar, comprar directamente de los agricultores o dejar de conducir, pero nos olvidamos de intentar cambiar realmente los sistemas que están haciendo que la crisis sea inevitable. Y no los intentamos cambiar porque nos decimos que eso sería acumular demasiada "energía negativa" y jamás funcionaría. Y aunque, en un primer momento, podría parecer que sí estamos mirando, porque muchos de esos cambios en nuestro estilo de vida forman parte de hecho de la solución, lo cierto es que seguimos teniendo uno de los dos ojos bien cerrado.