A comienzos de la semana la Presidente de la Nación sorprendió en una conferencia en la FAO al decir que el país logró reducir la pobreza y el hambre a menos del 5%, porque se trató de indicadores aún no alcanzados por las máximas potencias mundiales, como Alemania, Japón, los EEUU y los países nórdicos, entre otros.
Más aún, porque el último dato de la Organización de las Naciones Unidas sobre el Índice de Desarrollo Humano, que toma en cuenta indicadores económicos, de salud, nivel educativo y seguridad, entre otros componentes sociales de sus países miembros ubicó a la Argentina en el puesto 49, muy lejos del sexto que obtuvo Alemania.
Sobre un set amplio de 26 indicadores sociales, económicos y de ingreso, de los cuales sólo dos: población y nivel del PBI por sí sólo no constituyen referencias de desarrollo y calidad de vida, son muy contados los casos en los que la Argentina ha podido sacar alguna ventaja: crecimiento vegetativo de la población que evita el envejecimiento de la nación; índice de pobreza, aunque sólo en un anuncio informal sin respaldo estadístico por parte del Indec que considera que es "estigmatizante" su medición; y gasto en educación, como porcentaje del PBI con 6,3% en comparación con 5,1% de Alemania, aunque a juzgar por los resultado PISA existe una enorme brecha en los resultados de esas erogaciones entre este y el otro lado del Atlántico, y nada más.
Un claro indicador de la brecha negativa de desarrollo lo constituye el PBI por habitante, esto es la capacidad promedio de generar riqueza en un año por cada uno de los residentes, sea nativo, extranjero o inmigrante transitorio que es de más de 35.000 dólares al cambio corriente, y más aún si se midiera el PBI al cambio libre.
Una de las razones de semejante distancia se explica por la pérdida de competitividad que provoca vivir con una tasa de inflación de dos dígitos al año contra otra que se aproxima a la unidad, porque fuerza regulaciones que distorsionan los indicadores esenciales y llevan al cierre de la economía. Así, mientras la suma de exportaciones e importaciones apenas alcanza al 26% del PBI, en el país germano se amplía a 71% del producto.
Dicho de otro modo, se trata de pensar la política económica sobre un mercado doméstico de 43 u 81 millones de habitantes, o plantear una visión estratégica de apuntar a un mundo con casi 8.000 millones de personas dispuestas a comprar el fruto del trabajo en los países donde consideran que pueden obtener ventajas comparativas.
El resultado es contundente, mientras los primeros tiene que enfrentar las dificultades de un mercado laboral acotado donde apenas puede dar empleo a 40% de los residentes, los segundos, como Alemania pueden ofrecer ocupaciones de calidad y alta productividad, y por tanto elevada remuneración promedio a más del 50% de sus habitantes.
No constituye una diferencia menor, habida cuenta de que esa estrategia les ha posibilitado a la mayoría de las naciones en desarrollo tener una mejor distribución del ingreso, con índices que se aproximan más a la perfecta igualdad, con un GINI de 0,27 que tiende lentamente a cero, en contraste con las relaciones de países en permanente estado de desarrollo, pero sin posibilidades concretas de alcanzar el estado de avanzados, y por tanto apenas pueden mostrar un GINI de 0,46 o con algún artilugio estadístico reducirlo a 0,37, que constituye mayor inequidad.
La infografía que acompaña estas líneas es muy clara en mostrar otras brechas negativas entre dos naciones que mantienen singulares diferencias no sólo culturales y económicas, sino fundamentalmente sociales, vinculadas con la seguridad física, aunque también jurídica, que afectan las posibilidades de desarrollo humano, porque se requiere más tiempo para completar los estudios básicos para esta época; es elevado el índice de deserción escolar; la mala alimentación reduce la expectativa de vida y agrava la mortalidad materna e infantil.