Hace veinticinco años caía una de las tiranías más siniestras de la historia. En la Navidad de 1989, el dictador comunista rumano Nicolae Ceaucescu era fusilado junto a su mujer, la temida Elena, número dos del régimen.
El régimen despótico de los Ceaucescu se había iniciado en 1965, cuando Nicolae alcanzó el poder del Partido Comunista de Rumania tras la muerte del líder Gheorghiu-Dej y alcanzaría el estatus de haberse consagrado como la aplicación más extendida del sistema totalitario del modelo estalinista.
Alejado de los dictados de Moscú, Rumania jugó el rol de rebelde dentro del Pacto de Varsovia y se opuso a la invasión soviética a Checoslovaquia en agosto de 1968 que puso fin a la llamada Primavera de Praga. El rechazo a la "Doctrina Brezhnev" de soberanía limitada llevaría a Ceaucescu a desafiar a Moscú aunque no al punto de romper con el bloque comunista como si hizo el mariscal Tito cuando retiró a Yugoslavia del Pacto de Varsovia en 1948.
La política independiente respecto al Kremlin le reportó al tirano apoyos internos y externos durante buena parte de su extenso régimen. La población, al comienzo de su dictadura, pareció acompañar a Ceaucescu. En Occidente, en tanto, era recibido por estadistas de las principales potencias. Rumania fue el primer país comunista en reconocer la existencia de la República Federal Alemana (RFA) y la primera en adherir como miembro al Fondo Monetario Internacional y del GATT. En 1970, visitó Bucarest el presidente de los EEUU, Richard Nixon. En abril de 1978, Ceaucescu fue recibido por el presidente Jimmy Carter en la Casa Blanca y dos meses más tarde, por la propia reina Isabel II en el Palacio de Buckingham. En 1983, el entonces vicepresidente de los EEUU, George Bush, llegaría a llamar a Ceaucescu i"the good communist"/i, en virtud de su enfrentamiento con Moscú.
Durante la década del setenta, una activa política exterior independiente de Moscú llevaría a Ceaucescu a aliarse con la República Popular China, entonces enfrentada a la Unión Soviética. Deseoso de ser reconocido como un estadista de primera clase, Ceaucescu se embarcó en negociaciones sobre los grandes conflictos mundiales intentando convertirse en mediador en la crisis árabe-israelí y en las relaciones entre la URSS y Occidente.
El 5 de marzo de 1974, Ceaucescu visitó nuestro país, acompañado por su esposa Elena. El presidente Juan Domingo Perón le concedió la Orden del Libertador San Martín, la máxima distinción que otorga el Estado Argentino. El matrimonio, además, fue homenajeado en la Universidad de Buenos Aires: el día 6 el interventor Ernesto Villanueva entregó el diploma "doctor honoris causa" al presidente rumano. En el Sheraton hotel, Ceaucescu recibió al jefe de la UCR, Ricardo Balbín.
Durante su estadía en Buenos Aires, también se hizo tiempo para conferenciar con el titular de Economía, José Ber Gelbard en el Palacio de Hacienda. También visitó Mar del Plata, Balcarce y San Nicolás. En esta última ciudad, efectuó una recorrida por SOMISA. Lorenzo Miguel lo recibió y le agradeció las gentilezas con Perón durante su exilio. El ex agente de inteligencia rumano Ion Pacepa, quien luego desertaría a los EEUU, relató en sus Memorias ("Red Horizons. The True Story of Nicolae and Elena Ceaucescu´s Crimes, Lifestyle and Corruption", 1987) que Elena Ceaucescu volvió a Bucarest fascinada por el rol institucional que Isabel Perón ocupaba como vicepresidente argentina y exigió convertirse en segunda titular del Consejo de Ministros de Rumania.
Internamente, mientras tanto, a través de un ejercicio ilimitado del poder, Ceaucescu impuso un culto a la personalidad que no conoció límites. Su rostro y el de su mujer aparecían en todos lados a lo largo del país.
Obsesionados por un delirio persecutorio sin paralelo, los Ceaucescu veían enemigos en todas partes. Innumerables historias, verídicas o verosímiles, se tejieron en torno a su régimen. Una de ellas relata que, temeroso de ser asesinado a través de células radiactivas, Ceaucescu exigía utilizar un nuevo traje cada día. Las prendas del dictador debían ser elaboradas por sastres italianos y eran presentadas envueltas en envases al vacío y una vez utilizadas eran quemadas.
A mediados de los años 80, Ceaucescu quiso inmortalizarse a través de la construcción del palacio presidencial más grande de la historia. Para ello, no titubeó en derribar varias manzanas de un barrio histórico de la capital, sin importarle el patrimonio cultural de la zona. Quien haya estado alguna vez en Bucarest habrá podido observar el monstruoso edificio, símbolo de una megalomanía sin límites.
A través de la siniestra Securitate, la policía secreta, convirtió al país en una red de espías, entregadores y delatores en el que casi ningún vestigio de libertad individual sobrevivió. Los crímenes sobre disidentes y las torturas en las cárceles del régimen alcanzaron proporciones inimaginables.
Durante la década del 80, la economía comenzó a experimentar las limitaciones materiales de un sistema cada vez más ineficiente. Durante su largo coqueteo con las potencias occidentales, Ceaucescu endeudó al país hasta el hartazgo, con el fin de desarrollar delirantes proyectos industriales carentes de base y cálculo económico, así como en la construcción de el majestuoso palacio presidencial cubierto de marmol y también, la verdad sea dicha, con el evidente fin de enriquecerse en forma personal.
Al final de su régimen, se estimaba que había robado miles de millones de dólares de las arcas públicas y las había desviado a cuentas personales, principalmente en Austria. La caída del régimen del Sha de Irán, en 1979, agregó complicaciones a la economía comunista rumana. El precio del petróleo subió considerablemente y el país debió exigirse esfuerzos mayúsculos para abastecerse energéticamente. Los cortes de luz y el desabastecimiento se hicieron moneda corriente durante los años ochenta.
Para cumplir con los compromisos externos, a los efectos de satisfacer el pago de los intereses de la deuda, Ceaucescu decidió exportar la totalidad de la producción agrícola e industrial del país. Los rumanos, en tanto, se convirtieron en meros sobrevivientes que debían recorrer las calles para alimentarse. Racionamientos de comida fueron introducidos y se le dio la orden a los hospitales de no atender a aquellos enfermos que superaran los sesenta años. Prácticamente se desactivó la red de comunicaciones y la televisión -controlada por el régimen naturalmente- quedó reducida a unas pocas horas diarias en las que el pueblo era instruido sobre las inmensas virtudes de estadista del "Conductor" y su esposa.
El malestar de la población alcanzaría, hacia fines de la década, el nivel del hartazgo. En noviembre de 1989, un mes antes del desenlace, el Partido Comunista Rumano confirmó una vez más a Ceaucescu como secretario general e hizo una fuerte condena a las políticas de apertura iniciadas en el lustro anterior por Gorbachov en la Unión Soviética y por los distintos regímenes comunistas de Europa Oriental. Simultaneamente, caía el Muro de Berlín.
A comienzos de diciembre de ese año, importantes demostraciones en contra del régimen estallaron en la ciudad de Timisoara, cercana a la frontera con Hungría. El día 17, la Securitate y las fuerzas armadas comenzaron a reprimir las manifestaciones. Ceaucescu, en tanto, tuvo que volver anticipadamente de una gira a Irán. El día 20, denunció en un discurso televisado que los sucesos de Timisoara eran producto de la "interferencia extranjera en los asuntos internos de Rumania" y que constituían un "ataque a la soberanía de la Nación".
La población, por su lado, se informaba sobre la verdadera dimensión de los acontecimientos a través de las estaciones de radio occidentales como The Voice of America y Radio Free Europe y por el siempre eficaz e incensurable sistema del boca a boca. El día 21, Ceaucescu encabezó un acto multitudinario en pleno centro de la capital. La prensa oficialista describió la concentración como el resultado de "un espontáneo movimiento de apoyo al Conductor".
La realidad, naturalmente, era muy distinta. Ceaucescu comenzó a repetir las virtudes del comunismo y los logros de sus veinticinco años "revolucionarios". Calificó a las protestas en Timisoara como "agitaciones fascistas de quienes quieren destruir el socialismo". El tirano, sin embargo, había comprado su propia mentira: la población, esta vez, le daba la espalda.
Acostumbrado a un pueblo manso, sometido y sojuzgado, creyó que le hablaba nuevamente, como siempre, a una multitud indefensa y domesticada. Sin embargo, a los pocos minutos, comenzaron los chiflidos. Desde el fondo de la plaza -hoy llamada "de la Revolución"- decenas de personas gritaron "Timisoara, Timisoara!". Lo inimaginable había sucedido. Concretando el viejo cuento del rey desnudado, Ceaucescu, en cuestión de minutos, pasó de ser un cruel dictador a un aterrado anciano. El miedo había cambiado de bando.
Ceaucescu y su mujer huyeron del palacio presidencial a bordo de un helicóptero. Intentaron escapar del país, buscando un exilio involuntario pero bien provisto por los cientos de millones de dólares depositados en cuentas secretas en paraísos financieros. Sin embargo, el destino les jugaría una mala pasada.
Los miembros de su guardia, de pronto, pasaron a ser sus carceleros. Detenidos por ex integrantes de sus fuerzas armadas, los Ceaucescu fueron sometidos a un juicio sumario, en la mañana del 25 de diciembre de 1989. El tribunal militar, formado de urgencia, los declaró culpables de haber practicado un "genocidio y de haber robado los bienes del país sometiendo a la población a la escasez y la miseria" y los fusilaron. El pelotón recibió la orden de no apuntar a las cabezas de la pareja a los efectos de que la población pudiera ver los rostros muertos de Nicolae y Elena Ceaucescu.
Los Ceaucescu protagonizaron el único caso de final violento de la caída de los regímenes totalitarios socialistas producidos en 1989 y que desembocarían finalmente, dos años más tarde, en la disolución del imperio soviético en la Navidad de 1991.