Entre fines de mayo y comienzos de junio de 1980, quinto y último año de mi gestión al frente del Ministerio de Economía, emprendí un viaje a Europa para la consolidación de las relaciones y resultados obtenidos, en los niveles que siempre recorría: gobierno, bancos y organizaciones empresarias privadas. Era también una forma de despedida y agradecimiento por las atenciones recibidas.
Antes de la visita a Margaret Thatcher, me reuní con los miembros de su gabinete que más me interesaban, con algunos de los cuales ya había estado. Geoffrey Howe, ministro del Tesoro; Cecil Parkinson, ministro de Comercio; Keith Joseph, ministro de Industria; David Howell, ministro de Energía; Peter Walker, ministro de Agricultura; Nicholas Ridley, viceministro de Relaciones Exteriores; el "formidable" —en palabras de Margaret Thatcher— Christopher Soames, yerno de Winston Churchill, líder de la Cámara de los Lores, último gobernador de Rodesia —hoy Zimbabue—, y ex embajador en Francia, gracias a cuya función tenía buen conocimiento y actuación en las negociaciones para la entrada del Reino Unido en el Mercado Común Europeo.
Todos ellos se interesaron por conocer detalles de la evolución del programa económico argentino, iniciado en 1976, con cuya orientación general coincidían, pues el nuevo gobierno británico debía comenzar a implementar grandes reformas. Cada uno me pedía que, cuando tuviese mi entrevista con la primera ministro, le contara nuestras experiencias en relación con las áreas respectivas. Casi todos ellos habían cumplido funciones iguales o parecidas a las que tenían en el shadow cabinet de Margaret Thatcher, es decir, el gabinete en las sombras que ella había encabezado durante el gobierno laborista.
Sir Gordon Richardson, durante el almuerzo al que siempre me invitaba, y confirmada su continuidad en el cargo de gobernador del Banco de Inglaterra, me pidió que influyera ante Thatcher para lograr la liberación de las tasas de interés. Por su lado, Geoffrey Howe, a quien Margaret Thatcher había conocido como joven abogado en su paso por los Inns of Court, había crecido en figuración y desempeño político conjuntamente con ella y era considerado un sólido experto en economía y finanzas. Su mayor interés en relación con mi visita fue examinar conmigo las consecuencias de la eliminación del control de cambios efectuado en Gran Bretaña, en 1979, y la importancia de la contención del gasto público como factor de estabilización y saneamiento económico. Diez años después, desafortunadamente, su pretensión de suceder a Margaret Thatcher como primera ministro y sus desinteligencias con ella respecto de la Unión Monetaria Europea, lo llevaron a renunciar al gabinete y precipitar así la caída de la propia primera ministro.
Cecil Parkinson, presunto delfín de Thatcher y consustanciado con sus ideas económicas, se interesó en la apertura de la economía argentina y la reducción de las barreras arancelarias, así como en la experiencia argentina por la promoción de una mayor participación del sector privado en la economía. Viajó a la Argentina en agosto de 1980, cuando yo estaba internado por una operación de hernia inguinal. Me visitó en el Hospital Militar y me dejó como presente un libro sobre la campiña inglesa con una cálida dedicatoria, que aún conservo.
Keith Joseph, quien desde temprano había tenido gran influencia en la formación política de Margaret Thatcher y a quien ella admiraba y consideraba su "mejor amigo político", tenía por delante la gran tarea de la privatización de las empresas estatales y la de transformar a la industria británica en competitiva, en relación con sus pares europeos. Su interés en la experiencia argentina era, pues, obvio.
El último de los ministros entrevistados fue Peter Walker. Por su cargo en Agricultura, me interesaba mucho su posición respecto del proteccionismo del Mercado Común Europeo. Encontré en él una firme convicción de que Gran Bretaña debía luchar contra la política agrícola común, que beneficiaba principalmente al agricultor francés, para sostener aquella en la que el Reino Unido era uno de los mayores contribuyentes. Al terminar la entrevista, me dijo que, en la reunión de gabinete del día anterior, había oído comentarios muy elogiosos de los otros ministros ya entrevistados por mí respecto de la política económica argentina.
Con el Foreign Office, en cambio, yo nunca pedía entrevistas, pues se trataba de un área ajena a mi jurisdicción. No obstante, en cada uno de los viajes anuales que me habían llevado a Gran Bretaña, el viceministro había insistido en invitarme a una conversación con él. Durante el gobierno laborista, ese cargo lo ocupaba Edward Rowlands y, en el nuevo período conservador, era Nicholas Ridley, persona de gran confianza de Thatcher, a quien había acompañado en todas sus posturas políticas y económicas durante su carrera.
El interés de los viceministros era, evidentemente, hablar de las Malvinas. La Comisión Mixta de ambas cancillerías, que se había reunido periódicamente, no había logrado un avance. La posición oficial del gobierno argentino era que había que reconocer primero la soberanía argentina, que no era negociable, antes de considerar cualquier otro tema de interés común, como la pesca y el petróleo.
Hubieran sido posibles avances más positivos si se hubiese puesto la soberanía bajo un "paraguas aislante", como llegó a hacerse posteriormente cuando mi amigo Guido Di Tella fue ministro de Relaciones Exteriores. Si bien todas las conversaciones sobre el tema se desarrollaron en términos cordiales, la más interesante fue la mantenida con Nicholas Ridley, quien estaba sinceramente interesado en encontrar alguna solución que satisfaciera a la Argentina.
Él propuso una vía a recorrer para llegar, en un tiempo prudencial, al reconocimiento de la soberanía argentina. El ministro de Estado estaba pensando en una solución más o menos parecida a la de Hong Kong, con un arrendamiento de treinta años, al término de los cuales las islas regresaran a nuestras manos, con ciertas condiciones. Resulta improbable que el ministro de Estado, Nicholas Ridley, hubiera propuesto algo así sin el visto bueno de Margaret.
Al término de la entrevista, Ridley me dijo que, en la tercera semana de agosto, tenía reservado un salmon run en Escocia —el summum para un pescador con mosca— y agregó que me invitaba seriamente a que fuera su huésped. "Entre salmón y salmón, estoy seguro de que llegaremos a elaborar una fórmula para proponer a nuestros respectivos gobiernos", dijo confiadamente. Yo siempre aclaré que aceptaba las invitaciones a conversar —para no ser descortés—, pero que cualquier palabra mía no tenía carácter oficial sino particular, por no tratarse de mi área. Por eso, solía invitar a las conversaciones, como testigo, al embajador Carlos Ortiz de Rozas, brillante profesional de destacada actuación, con quien tenía amistad personal desde nuestra juventud. Para entonces, ya se había restablecido la plena representación diplomática y Ortiz de Rozas era nuestro embajador en Inglaterra.
Al salir de la reunión con Ridley, le dije que, como ministro de Economía, yo no podía ir de pesca con el ministro para lograr esa solución, pero que creía que no debía desperdiciarse la oportunidad, ya que las mejores soluciones a graves problemas suelen surgir de conversaciones personales durante una actividad informal, como el golf, la pesca, etc. Le sugerí que diera traslado de la invitación a la Cancillería, para que considerara si podía ser aceptada por un funcionario de jerarquía, por ejemplo, el subsecretario Enrique Ross, que hablaba inglés y sólo tendría que hacer un rápido curso de pesca con mosca. La Cancillería ni siquiera contestó la invitación.
Fue una pena que se desaprovechara la manifiesta buena voluntad de Nicholas Ridley hacia la Argentina con respecto a las Malvinas. En el fondo, la mayor parte de los ingleses no valoraba la importancia que para los argentinos tenía la cuestión. En las conversaciones informales, recepciones o discursos de agasajos, el tema no aparecía en los labios de los británicos en forma agresiva. Recuerdo que una de las frases que se repetía con el típico humor inglés era que entre la Argentina y el Reino Unido todo tendía a fortalecer la buena relación recíproca, excepto en materia de lo que llamaban las tres "F": Falklands (Malvinas), fútbol y foot and mouth (aftosa). Si se hubiera aceptado el enfoque de Ridley, ya se hubiera cumplido el período que el ministro de Estado proponía y la Argentina tendría las Malvinas en su poder.
"Más allá de los mitos", de José Alfredo Martínez de Hoz (Editorial Sudamericana).