Acá, en Jerusalén, las sirenas sonaron mucho menos que en Tel Aviv, la cosmopolita ciudad de las mil y una nacionalidades, donde niños y ancianos, judíos y árabes, israelíes y extranjeros viven en constante y literal estado de alarma desde hace más de un mes. Prácticamente todos los días la aplicación que avisa de los próximos misiles (detalles de las guerras modernas) los manda a los refugios, a las escaleras más cercanas o a encogerse debajo de un banco para protegerse del potencial impacto de los misiles gazatíes y sus esquirlas. En la capital, las sirenas sonaron mucho menos y, además, nadie olvida los terribles años de la Segunda Intifada, en especial el nefasto 2002, cuando era habitual sufrir el espanto de los kamikazes de Hamas reventando los autobuses, cafés y restoranes en los que todos tenían alguna historia. La situación para Jerusalén podría ser mucho peor, pero involucra a todos.
Desde que se inició esta tristemente célebre invasión terrestre, y a pesar de la destrucción de decenas de túneles, bases terroristas y barricadas, cerca de 2.300 misiles volaron hacia Israel, que debe a sus implacables Iron Dome la ausencia de imágenes de familias destruidas en los televisores de todo el planeta. El envío de cada una de estas sofisticadas defensas aéreas cuesta alrededor de 50 mil dólares, pero Israel, con la antipatía mundial generalizada, está perdiendo mucho más. El resurgir del BDS -Boicot, Desinversiones y Sanciones- que impulsan decenas de grupos políticos y sociales de todo el planeta va a pegar fuerte, a pesar del paquete de medidas preventivas que está diagramando el gobierno de Netanyahu.
En la semana, la FAA -Administración Federal de Aviación de Estados Unidos- prohibió a los aviones de su bandera volar a Israel, una medida a la que luego se sumaron las aerolíneas europeas y que, a pesar de que ya fue levantada, fue el golpe de knock out para el turismo. Sobre todo, teniendo en cuenta que más del 90% de los visitantes ingresan vía aérea, dada la hostilidad y fragilidad de las fronteras que Israel comparte con enemigos -Siria, Líbano-, vecinos con los que apenas se saluda -Jordania- y países de política mutante como Egipto, a pesar del novedoso apoyo del gobierno de Al Sisi a la operación terrestre en Gaza.
Son días complicados para la capital. Alcanza con darse una vuelta por el tradicional y efervescente Shuk, el más famoso y pintoresco de los mercados israelíes, para olfatear el aire generalizado de desánimo. El Shuk es un excelente termómetro para medir lo que pasa y lo que no. Y pasa poco: brillan por su ausencia las bulliciosas filas para comprar frutas y verduras, y los japoneses fotografiando los mil colores de las especies que dibujan la ingeniosa geografía de los puestos; están apagadas, también, las voces de los vendedores de avanzada que convidan de todo y nunca dejan de gritar.
Con paso rápido, los locales y los pocos turistas que se presentan terminan sus menesteres y fotos lo antes posible. Alón, un sesentón al mando de un puestito, liquida el kilo de tomate a menos de 50 centavos de dólar. "No hay qué hacer. La gente no vino; o los vendemos así, casi al costo, o hay que tirarlos". Un encargado de recepción de un imponente cinco estrellas inaugurado en marzo también se lamenta por la situación: "Se cancelaron casi todas las reservas. La ocupación está por debajo del 20 por ciento. Y ahora que el gobierno de Estados Unidos alertó sobre no venir a la región, la cosa se va a poner incluso peor...".
En los desolados callejones de la Ciudad Vieja, el epicentro mundial del turismo religioso, los vendedores fuman cigarros y narguila afuera de sus tiendas. Sentados sobre banquitos, Omar y su hijo toman su única comida diaria, siguiendo las tradiciones de un Ramadán especialmente agrio: "Esta guerra nos está haciendo mal a todos. El turismo bajó notoriamente y estamos casi sin trabajo. Pero lo peor, sin dudas, es lo que están sufriendo nuestros hermanos en Gaza, así que tampoco nos podemos quejar".
No es el mejor momento para estar en la calle: el pasado jueves 17, por ejemplo, la policía recorrió las principales arterias del centro, empezando por la tradicional peatonal Ben Yehuda, invitando a la gente a retirarse. ¿El motivo? Una alerta que por repetida no deja de espantar: la posibilidad latente de un mega atentado en la ciudad. Pero las escenas de preocupación no necesitan de advertencias oficiales. En el ómnibus, una adolescente obliga al chofer a parar cuando jura escuchar la temida Hazaká, la sirena que invita, con urgencia y rusticidad, a refugiarse donde sea. El actual conflicto con Hamas no provocó daños o víctimas en Jerusalén Occidental, pero la tensión se palpa en los pequeños detalles de una ciudad sensible y sufrida como pocas.
El vecino de este cronista, un joven emprendedor franco-estadounidense-israelí que comparte un piso en el coqueto y familiero barrio de Katamon, baja las escaleras con un atuendo inusualmente formal: va saliendo hacia Haifa para asistir al entierro de su íntimo amigo Sean Carmeli (21), uno de los dos soldados con pasaporte norteamericano muertos desde la incursión militar en Gaza. Al funeral de Carmeli, en el que ninguna bandera de ningún país fue quemada, asistieron entre 20 y 30 mil personas, lo que provocó que algunos allegados de la familia, incluido el vecino, tuvieran que ver el funeral desde lejos.
En las calles del centro aparecen los grupos de entusiastas adolescentes juntando comida, ropa y cartas para los soldados del frente, y un poco más allá un grupo de pacifistas judíos levantan carteles contra la operación Margen Protector. La guerra, también, se traslada a las redes sociales: en Secret Al Quds (nombre con el que los musulmanes llaman a Jerusalén), se advierten las tibias referencias al conflicto, orientadas, más que nada, a aunar las fuerzas por la paz. Y en Secret Jerusalén, corazón de los expats de la capital, inmigrantes judíos de todo el mundo elevan plegarias por la salud de los soldados. El mediático Alcalde de Jerusalén, Nir Barkat, que el 13 de Julio se selfiaba mirando la final del Mundial, una semana después animaba a sus ciudadanos, a través de su cuenta de Twitter, a donar sangre para los heridos del Ejército.
En Jerusalén Oriental, la zona que congrega la mayoría de los barrios con acento árabe, el clima es mucho más denso y hostil, sobre todo desde el asesinato del joven Muhamad Abu Khdeir (10 de julio). Garín, una armenia heredera de una ancestral casa fotográfica, confiesa que tiene muy poco trabajo: desde el Lunes 21 la mayoría de los comercios están cerrados, y se observan a diario pequeños choques entre adolescentes musulmanes y la policía. ¿Turistas? No, gracias.
También llegan, por lo bajo, noticias agrias desde la vecina Ramala, por estos días fuera del foco de atención mediática. Según Lauren, una francesa que estudia árabe en una villa vecina, la capital de Cisjordania se convirtió en un hervidero del que luego se contagió toda la ribera occidental. A comienzos de la semana, constantes protestas en solidaridad con los gazatíes desembocaron en el cierre de muchos negocios y la suspensión de las clases; sobre el final de la misma, la violencia se apoderó definitivamente de las calles. Cinco palestinos murieron en choques con ejército y policías destacados en la zona. En un clima de hostilidad constante, el fantasma de la Tercera Intifada se pasea por las carreteras que sólo militares y colonos se atreven a transitar.
En la última semana, Israel abatió al menos a 240 terroristas, pero los misiles de Hamas siguen surcando los cielos de este pequeño y conflictivo rincón del planeta.
Lo siente Jerusalén. Las calles están menos pobladas por transeúntes y más transitadas por policías. El sonido de las aspas de los helicópteros abre y cierra cada noche. Las banderas de Israel se multiplican y los almaceneros atienden de reojo, tratando de no distraerse de la pantalla: en este país, lamentablemente, la guerra se vive y se sigue con la dramática atención de un Mundial. Pero sin goles y con demasiada sangre y lágrimas. Y por eso escasean las alegrías.