Todo ocurrió el 19 de febrero de 1954. La Unión Soviética, después de haber cumplido un rol preponderante junto con los Estados Unidos en la caída del nazismo en Europa, se disputaba en ese entonces la hegemonía mundial. Plena Guerra Fría, pleno sentimiento de que la bonanza socialista no terminaría nunca y de que se impondría como el nuevo orden global.
Dicen las malas lenguas que ese día, Nikita Jruschov, el dirigente soviético que sucedió a Joseph Stalin tras su muerte en marzo de 1953, había bebido demasiado coñac cuando decidió que la mejor forma de honrar a Ucrania era regalarle la península de Crimea.
La generosidad de Jruschov no fue casual: entre 1938 y 1947 se había desempeñado como secretario general del Partido Comunista ucraniano y había tenido una activa participación para repeler los intentos de Alemania por ingresar al territorio.
Como en esa fecha se cumplían 300 años de la adhesión de Ucrania a Rusia, ese singular agasajo parecía estar a la altura. Pero más importante aún, el líder soviético no concebía –o al menos, nunca lo manifestó públicamente– que la URSS pudiera desintegrarse en algún momento.
Así, ya sea por su supuesto estado de ebriedad o porque estaba embelesado con el sueño socialista, Jruschov dio pie a los trámites legales necesarios para que los 27.000 kilómetros cuadrados de Crimea fueran formalmente ucranianos.
Décadas más tarde, cuando en 1991 la URSS se derrumbó, Ucrania declaró su independencia y Crimea quedó bajo la órbita del gobernó de Kiev, la decisión de Jruschov comenzó a ser calificada de "error histórico".
Los años siguientes, la península procuró mantener su autonomía, instituir su presidente y restaurar su propia Constitución, pero ningún momento estuvo libre de tensión. La relación entre Rusia y Ucrania fue signada por Crimea.
En 1995, Boris Yeltsin y Leonid Kuchma alcanzaron un acuerdo para que la flota rusa se instalara en la base militar del puerto de Sebastopol, que tiene una ubicación estratégica sobre el mar Negro.
Dos años después, Moscú y Kiev acordaron que el primero se quedaría con tres bahías por un período de 20 años a cambio de una paga anual de 100 millones de dólares. En 2010, dicho acuerdo se prolongó hasta 2042.
Crimea fue siempre pro Moscú. El 60% de su población es de origen ruso. Cuando gobernaba Stalin, los habitantes originarios –los tártaros (musulmanes turcos sunitas, en su mayoría)– fueron expulsados e implantaron en su lugar a ciudadanos rusos, que tomaron el territorio como propio. Solo el 25% es ucraniano.
Por eso, cuando en febrero cayó el gobierno de Víktor Yanukovich, aliado de Vladimir Putin, los crimeos encontraron la excusa perfecta para convocar el referéndum del 16 de marzo, dado que declararon que las nuevas autoridades no los representaban.
En la votación, el 96,6% optó por la independencia de Ucrania y la disposición de anexarse a Rusia, algo que Putin se apresuró en aprobar. El referéndum fue calificado de "ilegítimo" por la comunidad internacional, mientras que la avanzada militar rusa en Crimea fue duramente condenada.
Hoy, en las bases militares de Crimea flamean las banderas rusas; en las transacciones comerciales, se usa el rublo; y, mientras tanto, los ciudadanos que no quieren renunciar a ser ucranianos piden al Gobierno que los evacúe cuanto antes de la península.
Por Agustina Ordoqui - aordoqui@infobae.com