Harto de la sensación de hallarse "en medio de un fuego cruzado" que "interpela constantemente a tomar partido, la mayoría de las veces entre opciones que no terminan" de convencer, Marcos Mayer (*) emprendió la tarea de analizar los discursos de políticos, periodistas e intelectuales para exponer su finalidad y fundamentos y entender cómo nos han llevado en este cansancio y a una suerte de callejón sin salida.
El resultado es el libro Partidos al medio. Relatos y contrarrelatos en la Argentina de hoy (Aguilar, 2013), del cual reproducimos un extracto, referido al uso, al abuso más bien, del pasado –en particular de la dictadura- para el análisis y juicio del presente.
Partidos al Medio
[Extracto]
En los debates actuales, en las impugnaciones a los adversarios, la dictadura tiene una función contaminante. Para muchos sectores, que Zaffaroni haya sido juez entre 1976 y 1983 invalida por completo la pretensión de solidez moral que exigiría el cargo de supremo. Pero la cuestión es más amplia. En algún momento se discutió y muy intensamente si Tato Bores fue un colaboracionista y si su programa resultaba funcional a la dictadura. Haber tenido por aquel entonces un lugar en la tele supone, por lo menos para ciertas formas de pensar las cosas, una fundada sospecha de complicidad.
Estamos otra vez juzgando el pasado con categorías del
presente. Hay que asumir que para la gran mayoría de los argentinos la
democracia no era por entonces un valor digno de ser defendido. Para una parte
importante de la izquierda era una impostura que disfrazaba de formalidades
burguesas la lucha de clases, el lugar donde se dirimían las cuestiones
importantes. Hemos aprendido el valor de
la democracia a un precio altísimo, de muchísimos muertos, de mucha
tristeza.
No es lo mismo, entonces, un represor o un propagandista de la dictadura –como Mariano Grondona, por ejemplo- que los muchos que se tuvieron que arreglar como pudieran para seguir con su vida en condiciones especiales. Hacer de la dictadura un elemento contaminante en la lectura del presente tiene algo de injustificado. En plena efervescencia del debate por la Ley de Medios, en el twitter de 6-7-8, se leía "quienes siguen asociados a Fibertel son como aquellos que durante la dictadura justificaban la represión diciendo 'algo habrán hecho'". Fue tan excesiva la analogía que el tuit terminó por ser borrado. Y también cuando se sostiene que el matrimonio Kirchner carecía de autoridad para ocuparse de los derechos humanos pues durante aquellos tiempos no se enfrentaron al poder militar. Tienen la autoridad que les confiere el cargo que detentan en el presente.
Estas descalificaciones implican dos supuestos no demostrados. Por un lado que, pese a que la dictadura nos afectó a todos, hay algunos que, por algún motivo, no quedaron afectados por su efecto contaminante, los exiliados, las víctimas, obviamente.
Pero, además, hay un grupo que se salva por sus elecciones políticas posteriores y cuyo pasado no debe someterse a escrutinio alguno.
La otra suposición es considerar que la dictadura ha marcado moralmente a mucha gente y que encubre apenas la acusación masiva de complicidad para extender una especie de culpa colectiva, que suena muy bien a la hora de hablar pero que lleva a un callejón sin salida. Esa sociedad que fue culpable, por conveniencia, por aquiescencia con la represión, que festejó el Mundial y apoyó a la aventura de Malvinas, ¿ya no es la misma de ayer? Cualquier respuesta a esta pregunta se revelará insuficiente y, básicamente, inexacta. Salvo que se quiera que la respuesta vaya en uno u otro sentido, el de la culpa constante cuya expiación se exige una y otra vez –muchos intelectuales kirchneristas apuntan todo el tiempo a la responsabilidad civil durante la dictadura-, o la de la amnistía que podría significar dejar atrás un tiempo que ya no nos interpela en absoluto. Eso que resume la intemperancia habitual en Lanata con su "me tienen harto con la dictadura".
Esta fuente de contaminación se contrapone de algún modo con la labor de la justicia, que castiga a los culpables de la barbarie, incluyendo a civiles y con la de los organismos de derechos humanos, en especial Abuelas de Plaza de Mayo, que tratan hasta donde se puede de suturar la herida que se abrió en las familias con la política de apropiación de bebés. Porque han tenido la experiencia directa del dolor más intenso e inesperado.
La verdadera escena de lo que significó la dictadura se juega en los tribunales y en esas búsquedas donde la pena se une al tesón. Lucha que encabezan las víctimas más directas.
Más allá de que se pueda pensar que la adhesión incondicional de Madres y Abuelas (o al menos algunos sectores de ellas) al gobierno es un error por partida doble. Para los organismos, porque el sentido de su existencia excede un gobierno coyuntural y aliarse, con razón o sin ella, a uno en particular les quita independencia y representatividad. Para el gobierno implica establecer una relación sospechosa cuando debiera ser absolutamente transparente. No precisa legitimarse en Madres y Abuelas, la fuente incontrastable de su legitimidad es el voto popular.
Por fuera de esa lucha todo lo demás que se pronuncie sobre la dictadura en términos de la moral del presente funciona como atajos para no decir lo que debe decirse. Una empresa es malhabida así haya sido apropiada bajo dictadura o bajo democracia. La asociación ilícita es de cualquier época, no tiene exclusividad. El debate, para ser tal, siempre debe conjugarse en tiempo presente. Usar la dictadura como elemento contaminante tiene algo de dilapidar, de malversar, ese dolor y esa lucha.
(*) Marcos Mayer es periodista y escritor. Fue profesor en la carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires. Tradujo a James Joyce, Claude Lévi-Strauss, Balzac y Jane Austen, entre otros. Entre sus libros pueden nombrarse John Berger y los modos de mirar, El humor, un país que da risa, La tecla populista y La infancia abusada. Recientemente ha publicado Artistas criminales.