Por qué la sociedad actual rechaza el culto a los muertos

Honrar la vida antes que la muerte: ¿quién no ha escuchado ese lugar común que pretende eludir lo que es parte indisociable de la existencia humana? Varios pensadores analizan y cuestionan esa actitud

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"Practico el culto a los muertos. La muerte forma parte de la vida. Y por lo tanto los muertos juegan un gran rol en mi existencia", declaró en una entrevista reciente el escritor francés Jean D'Ormesson, de 88 años. "La única certeza que tengo es que voy a morir. Simplemente porque todos los humanos que vivieron en la tierra murieron, incluso Dios cuando se hizo hombre", agregó el autor, consultado sobre el tema en la víspera del Día de los Fieles Difuntos que la Iglesia Católica conmemora todos los 2 de noviembre.

La forma en que la humanidad se relaciona con la muerte ha cambiado mucho a lo largo de la historia. En nuestros días, es habitual escuchar, por ejemplo, críticas al hecho de que celebramos a nuestros próceres en el día en que murieron, como si hubiera en ello alguna proclividad a lo funesto. Lo que traducen en realidad ese tipo de reflexiones es el deseo de negar lo inevitable.

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"El olvido de los muertos que practicamos hoy en día es altamnte sintomático –dijo a Infobae el filósofo Silvio Maresca. Ante todo, del horror que nos causa la muerte, al haberse desvanecido las esperanzas de una vida de ultratumba. Por eso nos aferramos a la vida presente con desesperación y aceptamos incluso las situaciones más humillantes (enfermedad grave, decrepitud) con tal de seguir vivos. Ciertamente, las personas auténticamente religiosas piensan y actúan de otra manera, pero son una ínfima minoría".

Maresca relaciona esta actitud con el consumismo actual: "En una sociedad de consumo, que multiplica y expulsa rápidamente todo tipo de desechos, el muerto es un desecho más, que es preciso sacarse cuanto antes de encima. Esto contrasta fuertemente con la piedad antigua, uno de cuyos pilares era justamente el culto de los antepasados. Hemos reemplazado la piedad por una tan blanda y cómoda como hipócrita compasión. De ahí que Federico Nietzsche -ya a fines del siglo XIX- lanzara sus furiosos dardos contra este último sentimiento."

Lejos de los cementerios

El historiador Michel Rouche recordó, en un artículo en la revista Herodote, que el cristianismo, "haciendo venerar las reliquias de los santos en las basílicas, inauguró una visión radicalmente diferente" del antiguo miedo a la muerte. "La gente se hacía enterrar en los alrededores de los santuarios, para participar de la virtud y la fuerza de los santos. Se construían los cementerios dentro de la ciudad", dice.

Una costumbre que la medicina higienista del s XVIII desterró, expulsando los camposantos fuera de los recintos urbanos.

"En la actualidad, escribe Rouche, este intento de alejamiento de los muertos está tan desarrollado que se los llega a olvidar. Las personas mueren en el hospital. Con frecuencia no las vemos más que en su ataúd y presentadas de un modo que niega la realidad de la muerte. Todo pasa muy rápido: 'duelo en 24 hs', se lee en la vitrinas de algunas funerarias'. Habiendo desaparecido el culto a los muertos, se hace imposible hacer el duelo".

"Un amigo solía decir que hay tres momentos excepcionales en la vida. El nacimiento, el amor y la muerte. Del nacer no valía la pena ocuparse, porque ya habíamos superado semejante trance. Del amor, mejor que contarlo, era hacerlo. Y del morir, mejor ni hablar. Con sentido del humor, mi amigo expresaba el espíritu de época de la cultura contemporánea consagrada a la exaltación del instante y, como su contracara, a la negación de la muerte, a menudo concebida como una enfermedad evitable: como si la gente se muriera por tal o cual enfermedad, y no simple y crudamente, porque morir es nuestro destino". Esta anécdota está incluida en un capítulo del libro de la filósofa Diana Cohen Agrest (Ni bestias ni dioses. Trece ensayos sobre la fragilidad humana. Debate, 2010), titulado "Morir. La posibilidad de todas las posibilidades".

Pero no sólo nos inquieta nuestra propia muerte; con frecuencia lo que más tememos es la partida de los otros. Las pérdidas. "Cada pérdida es una destitución de sentido imposible de restituir, dice Cohen en el libro citado. Porque ese estado del mundo cierta vez compartido con aquel a quien perdimos, es un estado de mundo perdido de una vez para siempre: y es el fin de un mundo imposible de resucitar. La propia vida se empobrece porque el que muere se lleva consigo un pedazo de ella. De a poco, con el solo paso del tiempo, nuestra vida se va deshilachando, rompiéndose en trozos de recuerdos que se pierden con quien abandona este mundo. Cuando alguien querido muere, se instaura un vacío imposible de llenar, pues ningún otro puede ocupar ese lugar, destinado, de allí en más, a perpetuarse como un vacío en nuestra existencia."

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D'Ormesson responde a esto practicando "su" culto a los que se han ido: "Los muertos, no sé qué es de ellos. Pero estoy seguro de que permanecen en la memoria de los que los aman. Los muertos viven porque pensamos en ellos. Por lo demás, todo lo que puedo hacer, es esperar que haya algo más allá. La esperanza está para mí muy ligada al recuerdo de los muertos".

De la esperanza habló justamente el papa Francisco que, no por casualidad, eligió oficiar la misa en el cementerio de Roma, rodeado de sepulturas. A su modo, estaba rechazando esa cultura de negación de la muerte que hoy impregna tanto los discursos, al menos en Occidente: "Dios nos lleva como un padre de la mano al final de nuestra vida a ese cielo donde están nuestros antepasados, dijo el Papa. Tengamos el corazón anclado donde están nuestros antepasados, nuestros santos, Jesucristo, Dios: ésa es la esperanza que no defrauda", exhortó.

Amor a la vida y culto a los muertos

"La desaparición de la piedad, y dentro de ella, del culto a los antepasados –dice Silvio Maresca- explica también nuestra compulsiva orientación hacia el futuro, lo cual hace que las palabras pasado, tradición, etcétera, adquieran un significado peyorativo. Pero un futuro que no se prefigura a partir de algunas líneas trazadas desde el pasado es, en el mejor de los casos, un vacío insustancial".

Y agrega: "Una vida plena implica cohabitar con los vivos y con los muertos Una vida plena implica cohabitar con los vivos y con los muertos. Sin ellos la existencia se empobrece pues tiene que borrar de su horizonte gran parte del panorama. Y lo que vale para el individuo vale también para las comunidades".

En el mismo sentido, Rouche se interroga sobre las consecuencias que "la negación de la muerte puede tener en nuestras sociedades". Y su respuesta es que, "olvidando el pasado y a las generaciones precedentes, rechazamos también el pensar en el porvenir". "Nuestras sociedades –explica- hipertrofian el presente. La persona humana ya no es respetada hasta en su enfermedad y muerte porque se desea permanecer eternamente joven y saludable. Y, cuando hay que morir, se piensa en la eutanasia. Es una actitud paradójica. Halloween con sus muertos que vienen a tirar por los pies marca un regreso triunfal de los mitos paganos. Y reintroduce entre nosotros un miedo del que el cristianismo nos había liberado".

"La idea de que tenemos un deber hacia los muertos siempre me trabajó mucho –dice por su parte D'Ormesson. En general, practico el culto a los muertos, porque le debo muchísimo a mucha gente. Son los maestros los que se van primero, esas personas que uno admiró o amó. (Y) me impacta el hecho de olvidamos tan rápido. Lo más cruel de envejecer es el vacío que se forma alrededor de uno. Para mí, el amor a la vida y el culto a los muertos van de la mano Para mí, el amor a la vida y el culto a los muertos van de la mano. Dios le ha creado una hermana al recuerdo, que se llama esperanza".

El escritor asegura que trata de preservar en su memoria, por ejemplo, a los autores que lo marcaron. Pero también se pregunta si ese diálogo que tiene con el pasado permanecerá más allá de su generación: "Uno de los dramas contemporáneos viene del hecho de que la comunicación, pese a ser muy invasiva, ya no es más vertical. Ha abandonado el pasado y la trascendencia. Facebook es una comunión horizontal y sin Dios".

Diana Cohen plantea el dilema del hombre frente a la inexorabilidad de muerte: "¿Cómo vivir con la certeza de un acontecimiento marcado por una inevitabilidad esencial? Si no hay nada que se pueda hacer sobre el hecho de que me voy a morir, si la muerte es nuestro destino último, rebelarnos ante ella es como enfurecernos por el hecho de que dos más dos son cuatro".

Pero, dice, hay otra actitud posible frente a esta inquietud existencial: "Tomar conciencia del hecho de que la vida es un bien precioso, tan frágil como efímero, puede ser un impulso a conferirle un sentido valioso". Y, agrega, "vale la pena buscar ese sentido, como se ha buscado, desde que el hombre es hombre, cierto consuelo frente a la irreversibilidad del morir".

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